viernes, 31 de octubre de 2014

La historia de todos nosotros.

Los molinos de Dios. Alberto Cañas
REI, Costa Rica, 1993. Segunda Edición.
Actualmente, la economía de Costa Rica está muy diversificada. Aquí se produce de todo y se hace de todo, pero durante más de siglo la producción de café fue primordial, al punto que el café es uno de los personajes más importantes de la historia del país. Gracias al café, Costa Rica entró al comercio mundial. Los buenos y los malos tiempos se medían con la cosecha y los precios del café, que llegó a ser conocido como el grano de oro. Don Ricardo Jiménez llegó a afirmar que no hay mejor ministro de Hacienda que una buena cosecha de café.
Sin embargo, a pesar de su gran importancia histórica, el café no ha sido tema recurrente en nuestra literatura. Carlos Luis Fallas, con Mamita Yunai y don Joaquín Gutiérrez con Puerto Limón y Murámonos Federico, nos legaron novelas ambientadas en los bananales de nuestra costa Caribe. Don Fabián Dobles, por su parte, en El sitio de las abras, noveló el drama del pionero que abre montaña. Pasarían más de cuarenta años, desde la publicación de estos clásicos, para que don Beto Cañas publicara Los Molinos de Dios, nuestra gran y, me parece, hasta el momento única, novela cafetalera.
Quizá nuestros escritores consideraron que los cafetales de calles limpias y con árboles frutales para la sombra, no tenían el dramatismo de la selva golpeada por el hacha ni de los bananales en que los peones sufrían de paludismo bajo torrenciales aguaceros.  La selva virgen era un enemigo inmenso contra el hombre que pretendía abrir en ella un espacio para la agricultura y en los bananales, propiedad de una compañía cuyo tamaño y poder le hacían sombra al propio Estado costarricense, ocurrieron algunos de los conflictos sociales más intensos de la primera mitad del Siglo XX. Sin embargo, era en los serenos cafetales, deliciosamente perfumados en la época en que florecen, donde podía rastrearse mejor la historia de nuestro pequeño país.
En los bananales y en la montaña, el trabajo es duro y las condiciones adversas. Los cafetales no tienen mayor dramatismo. Todo lo contrario, los paleros que les dan mantenimiento se refrescan con mandarinas y, en la época de la cosecha, hombre mujeres y niños conversan sonrientes mientras llenan sus canastos. La única dificultad, es doblar una rama alta, la única molestia, es ser picado por los insectos.  Como toda la familia trabaja y se paga lo recolectado en el día, durante el periodo de la cosecha de café hasta los más pobres manejaban más dinero del que acostumbraban. Por más de un siglo fue una tradición que los niños, cogiendo café, se financiaran los útiles y el uniforme de la escuela. También por más de un siglo fue una tradición que el cafetal, al que se podía entrar y salir por cualquier sitio, fuera la sede de encuentros amorosos que debían permanecer en secreto. 
La novela de don Beto no arranca en un cafetal de los tiempos de antes, sino en la ciudad de los tiempos de hoy. 
Una señora de alta sociedad, furiosa por haberse encontrado a su esposo con otra, es atacada, al bajar de su lujoso vehículo, por un joven delincuente. El percance, con puñalada incluida, fue de gravedad. Al enterarse del suceso, doña Tila González Juárez de Guzmán (tía Tila, en adelante), antiquísima institución del poderoso y aristocrático clan, exclama: "En nuestra familia nunca han ocurrido situaciones de esas." Sus sobrinas, al escucharla, se asustan de que le esté fallando la memoria. La historia familiar está llena de infidelidades. "Lo que nunca ha ocurrido", aclara la tía Tila con la mano apoyada en su bastón, "han sido hechos de puñal."
Se da entonces un salto atrás en el tiempo y se cuenta la historia de dos vecinos, ñor Bartolo Guzmán y Luis Muñoz que, siglo y medio antes, eran vecinos en las afueras de San José. Sus vidas, casi idénticas en sus orígenes tuvieron un destino muy diferente. Ambos eran hombres rústicos que apenas sabían escribir y, a su manera, eran amigos. A ñor Bartolo le fue bien, económicamente, al punto de que pudo enviar a Vicentico, su hijo, a estudiar a Europa. Luis Muñoz no tuvo tan buena suerte y prefirió irse a abrir montaña al norte del país, donde llegó a ser un fundador, junto con otro tocayo, de un pueblo al que llamaron, luego de mirarse uno al otro por breves segundos, San Luis. Vicentico volvió de Europa con esposa limeña y gustos extraños. Convenció a su padre, un humilde campesino, que contribuyera económicamente para la construcción de un teatro donde se representarían óperas y zarzuelas y hasta logró enfundarlo en un frac el día del estreno. Los hijos de Luis, por su parte, tuvieron sus altas y bajas y uno de sus descendientes fue una verdadera oveja negra. Una familia, la de ñor Bartolo, no solo se enriqueció, sino que se aristocratizó. La otra familia, la de Luis Muñoz, no solo se empobreció, sino que se pauperizó. Mientras los descendientes del primero eran socios de los clubes sociales más exclusivos, los descendientes del otro deambulaban por la calle sin rumbo ni esperanza. No es difícil adivinar hacia donde vamos. La señora rica de buena familia y el delincuente que la apuñaló, eran descendientes, cada uno por su lado, de dos hombres que siglo y medio atrás eran vecinos y amigos y cuyas vidas, en aquel entonces, no eran tan diferentes como las que le tocó vivir a sus tataranietos varias generaciones después.  ¿Por qué los descendientes de uno andan en automóviles de lujo y los del otro no tienen más que lo que andan puesto? 
Además de otras circunstancias personales, el principal responsable fue el café. La Costa Rica idílica de la Colonia y primeros años de la Independencia, de pequeños propietarios sin diferencias de clases no es un mito, pero el café, para bien y para mal, acabó con ella. No era lo mismo cultivar maíz que cultivar café. No era lo mismo ser cafetalero que ser dueño de beneficio. No era lo mismo ser beneficiador que ser exportador.
El enriquecimiento que generó el café fue tan rápido que, siendo joven, la tía Tila se atrevió a burlarse, delante de su padre, de un campesino descalzo y don Vicente, muy serio, la reprendió diciéndole: "Y acaso nosotros sabemos cuándo se calzó papá." Del concho descalzo y analfabeto, a la presumida señorita que hablaba francés y bebía el té en tazas de porcelana, solo había una generación de por medio. Del campesino valiente, fundador de un cantón y rico gamonal de provincia, al cargador de sacos en el mercado también solo hubo una generación de por medio. Tanto los descendientes de los desafortunados como de los desfavorecidos, en cada nueva generación se apartaron más del campo para llevar, ya sea por lo alto o por lo bajo, una vida de ciudad. Los clanes se fueron ampliando y diluyendo debido a enlaces que fueron fruto, casi siempre, de la casualidad y la conveniencia más que del amor.
En ninguna de mis relecturas he tenido la paciencia de contar el número de personajes que llenan las páginas de Los molinos de Dios, pero todos ellos, los protagónicos y los secundarios, logran siempre conmoverme con su grandes y pequeños dramas, con su conciencia de estar en un aquí y un ahora en que el tiempo corre tan a prisa que casi ni les permite adaptarse a los cambios. El tiempo, en Los molinos de Dios, realmente vuela. En pocas páginas, porque no es una novela extensa, están comprimidos ciento cincuenta años de Historia y de historias.
En las subidas y bajadas de esa montaña rusa que no estuvo quieta ni un segundo en siglo y medio, cualquier costarricense podrá encontrar retazos de la historia de su propia familia ya que, de esa maraña de fincas, migraciones y transformaciones venimos todos. La letra del Himno Nacional de Costa Rica rinde homenaje al labriego sencillo del que descendemos. Al retratar el destino de las familias de dos de ellos, don Beto acabó escribiendo la historia de todos nosotros.
Toda la familia, hombres, mujeres y niños participa en la recolección del café.




INSC: 1221

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