Volando Bala. Nicolás Pérez Delgado. Costa Rica, 1998. |
El conflicto armado de 1948 se ha estudiado y comentado muchísimo. Abundan los libros que analizan sus causas y consecuencias, pero son realmente escasas las investigaciones sobre los hechos. Que yo sepa, ni siquiera se ha realizado una lista de víctimas. Tal parece que a los historiadores les ha interesado más interpretar los acontecimientos que conocer sus detalles.
Por ello, el libro Volando bala, del periodista cubano Nicolás Pérez Delgado, es verdaderamente valioso y revelador. No se trata de un libro más, de los muchos que hay, que hacen un recuento de los gobiernos de Calderón y Picado, analizan las posiciones calderonista, comunista, cortesista, ulatista y figuerista y especulan sobre los intereses que podrían representar cada una de ellas. El objetivo de esta obra no es explicar el trasfondo ni las razones del conflicto sino, simplemente, recopilar los recuerdos de los protagonistas.
Apenas se trasladó a vivir a Costa Rica, Pérez Delgado se interesó por el tema, no como historiador, sino como periodista. Además de estudiar la amplia blibliografía disponible, se dedicó a entrevistar combatientes de distintos bandos. Cada uno le daba el nombre de otro y llegó a grabar extensas conversaciones con veinticinco de ellos pero, al final, el libro es narrado con treinta y tres voces.
Como muchos de los protagonistas principales ya habían muerto cuando inició su investigación, para incluir sus testimonios se valió de lo que habían dejado escrito. Las declaraciones de Carlos Luis Fallas (hijo), Eduardo Mora Valerde, Edgar Cardona, Max Tuta Cortés, Enrique Pencho Alvarado, Álvaro Montero Vega, Róger Bejarano, Abelardo Cuadra, Gonzalo Monge o José Ruiz Herrero, entre otras, las obtuvo en persona. Las de don José Figueres Ferrer, Teodoro Picado, Calufa, Manuel Mora, el padre Núñez, Arnoldo Ferreto y Frank Marshall, las tomó de sus escritos. Por cierto, las memorias de Frank Marshall que se citan en esta obra, cuya existencia misma es una gran sorpresa, continúan inéditas.
Acomodando fragmentos intercalados de los testimonios, los hechos son narrados por los propios protagonistas. Así, poco a poco, mientras se salta de lo que dijo uno a lo que dijo otro, se va reconstruyendo el ambiente previo al inicio de hostilidades, la muerte de Rigoberto Pacheco Tinoco, el primer caído del conflicto en el primer día de combate (12 de marzo), el arribo de las armas que envió el presidente de Guatemala Dr. Juan José Arévalo por avión, la batalla de San Isidro del General, que duró treinta y seis horas y en la que murió el General Tijerino, la marcha fantasma para la toma de Cartago, los enfrentamientos en la carretera interamericana, la toma de Limón, las acciones del frente norte en San Ramón y el ambiente tenso en la ciudad de San José.
No hay más prueba, en estos recuerdos, que la palabra de quien los vivió. Con los años, la memoria falla. Es posible que algunos grandes hechos se minimicen y hasta se olviden. También, en sentido contrario, suele ocurrir que acontecimientos insignificantes se magnifiquen. No falta tampoco el riesgo de que alguien, por vanidad, quiera elevar su protagonismo o su heroísmo. Sin embargo, con todo lo que puedan tener de tergiversado, inventado o exagerado, lo importante de los testimonios es recopilarlos.
Curiosamente, en muchos casos los recuerdos de combatientes de bandos opuestos suelen coincidir y complementarse, mientras que quienes lucharon del mismo lado recuerdan los acontecimientos de manera distinta y hasta contradictoria.
Los mismos involucrados repasan con frecuencia conflictos, rivalidades y enfrentamientos internos. Teodoro Picado Lara, hijo del presidente, les vendió armas del arsenal del Estado a quienes pretendían derrocar a su padre. El coronel Pencho Alvarado, calderonista, desconfiaba de los comunistas y solamente les facilitaba armas viejas casi inservibles. La actitud prudente de Otilio Ulate, (más que prudente ambigua), lo llevó a ofrecerle al ministro de seguridad, René Picado, mantenerlo en su puesto en un eventual gobierno suyo. Entre el Dr. Calderón Guardia, su hermano Paco, el presidente Picado y Manuel Mora no había gran coordinación. Todas las declaraciones de Manuel Mora, son desmentidas y calificadas como falsas por Arnoldo Ferreto, su compañero de partido. Don Pepe, quien tenía como uno de sus principales lugartenientes a Edgar Cardona (ulatista más que figuerista), se veía obligado a intervenir como árbitro en las constantes disputas que protagonizaban los líderes de su tropa.
Figueres era arrojado. "Gano o me matan", le dijo a Monseñor Víctor Manuel Sanabria cuando fue a visitarlo. Ulate se limitó a esperar el resultado sin comprometerse. Don Teodoro Picado se quedó solo. El Dr. Calderón Guardia acabó alejado de sus seguidores y entró en conflicto con su hermano. Manuel Mora y su hermano Eduardo, veían la mano invisible del Departamento de Estado Americano hasta detrás de los hechos más insignificantes.
Edgar Cardona sostiene que Otilio Ulate no se sumó a la lucha armada porque creía que iba a fracasar. El temor tenía fundamento, ya que hasta pocos días antes que que empezaran a sonar los tiros, don Pepe solamente tenía a su lado siete hombres: Max Tuta Cortés, Edgar Cardona, Ricardo Figuls, Pepino Delcore, Frank Marshall, Alberto Lorenzo y Manuel Antonio Quirós. Pero en cuanto llegaron las armas de Guatemala muchísimos campesinos de Desamparados, la zona de los Santos, el Valle del General, Cartago y otras regiones se integraron a la causa. Cincuenta hombres caminaron desde Puriscal hasta la finca La Lucha, por la montaña y sin provisiones, para servir como soldados. Alfonso Saborío, uno de ellos, cuenta la historia.
Las motivaciones de los reclutas eran diversas. Oscar Saborío, por ejemplo, cuenta que se integró a la la lucha armada para poder sacarse un clavo.
Es sabido que con don Pepe combatieron dieciocho legionarios no costarricenses provenientes de distintos países centroamericanos y de las Antillas. Al lado del gobierno, hubo también oficiales de otras nacionalidades, entre los que destacan los generales nicaragüenses Leyva y Tijerino, quienes en la década anterior habían sido enemigos. El primero había formado parte de la Guardia Nacional de Somoza y el segundo había luchado al lado de Sandino. Cuando ya el movimiento rebelde iba tomando fuerza, Anastasio Somoza ofreció enviar armas al gobierno, pero con la condición de que con cada rifle vendría un hombre.
Combatientes de ambos bandos debieron enfrentarse a sus compañeros no costarricenses cada vez que intentaron fusilar prisioneros. En la batalla se lucha a muerte, pero la vida de un prisionero enemigo se defiende con la propia. Ante semejante argumento, los venidos de fuera, más sin asco ante el derramamiento de sangre, desahogaban su frustración diciendo: "¡Estos ticos son unos pendejos!" Pero se quedaban con las ganas de matar a alguien indefenso.
Roberto Güell cuenta una anécdota jocosa. Cuando las tropas figueristas tomaron San Marcos de Tarrazú, desarmaron a los calderonistas y los encerraron en la escuela. Al día siguiente, admitieron que sus esposas e hijos se les unieran. Los familiares trajeron comida, cocinas, refrigeradoras y colchones. "Así solamente teníamos que vigilarlos y nos quitamos de encima el tener que atenderlos". Cuando debieron hacer frente a un ataque de tropas del gobierno, los figueristas se olvidaron de sus prisioneros pero, al regresar a la escuela, allí estaban todos. "¿Por qué no aprovecharon para escapar?" Les preguntó Güell. A lo que los cautivos le contestaron que él había sido tan amable que no quisieron hacerlo quedar mal con sus superiores.
El consumo de licor era un problema serio. Cada vez que tomaban una población, lo primero que hacían era asaltar la cantina local. Los borrachos son un fastidio, pero los borrachos con armas son, además, una amenaza. Como ya habían ocurrido situaciones peligrosas, en una ocasión el mismo Roberto Güell se adelantó y puso todo el guaro en una bodega cerrada con candado. Cuando Frank Marshall, al frente de un grupo de sedientos compañeros, le pidió la llave, Güell se negó rotundamente a entregársela. Entonces Frank, sabiendo que de nada valdría amenazarlo con el uso de la fuerza, lo miró a los ojos y le dijo: "Señor... ten piedad de nosotros." A pesar de la original súplica, el guaro, como los prisioneros, permaneció en su encierro.
Los soldados de ambos bandos pasaban hambre. A sus posiciones les enviaban refuerzos, armas y municiones, pero nadie se acordaba de mandarles al menos café, tortillas o tapas de dulce. Los vecinos simpatizantes de cada causa, eran quienes, cuando tenían ocasión de aproximarse, mataban un novillo, gallinas o un cerdo para ellos. Con todo y esa severa limitación, se mantenía la mentalidad de guerra. Una vez, un grupo de exploradores que llevaba días sin probar bocado, se encontró, en un campamento enemigo abandonado, ollas aún calientes con arroz, cubaces y carne. Con la boca hecha agua, lo botaron todo porque podía estar envenenado.
Las tropas regulares permanecieron en San José. Los rebeldes que pretendían derrocar al gobierno no tenían uniforme y los voluntarios que lo defendían tampoco. En esas circunstancias era difícil identificar al enemigo. Por eso, en la batalla del Tejar, Álvaro Montero Vega propuso a sus compañeros que, en caso de tener que pelear cuerpo a cuerpo, se quitaran la camisa y machetearan a cuando hombre con camisa se encontraran.
Hubo éxitos que surgieron por casualidad. Don Pepe tenía sus reservas sobre la importancia de tomar el puerto de Limón, pero cuando esa acción se ejecutó y se abrió el frente norte en San Ramón, el gobierno dispersó sus tropas y eso facilitó que los rebeldes se afianzaran en Cartago. El cuartel general, instalado en el Colegio San Luis Gonzaga, se llenó de "paracaidistas", es decir, muchachos que no habían participado en los combates y se sumaban al moviento al verlo ganador.
Cada página del libro está llena de sorpresas y revelaciones. Los prisioneros calderonistas en Cartago tuvieron como vigilantes a mujeres armadas. Cuenta Arnoldo Ferreto que don Luis Paulino Jiménez Ortiz les facilitó a los comunistas las instalaciones del Anexo del Hotel Costa Rica para que instalaran su cuartel general. José Joaquín Peralta Esquivel, quien había sido ministro de Picado, daba refugio a figueristas perseguidos. Los señores mayores, como don Juan Dent, don Fernando Ortuño o don Arturo Volio Jiménez se comportaron con tanta valentía como caballerosidad cuando de alguna forma fueron afectados por el conflicto.
Frank Marshall menciona a su compañero Alfredo Trejos, abuelo del poeta del mismo nombre. En su arriesgado viaje a La Lucha, en que al cruzar zonas en conflicto corrió el riesgo de ser ametrallado por cualquiera de los bandos en pugna, el arzobispo Sanabria llevaba como únicos acompañantes a don Ernesto Martén y al Dr. Fernando Pinto Echeverría. El primero, padre de Alberto Martén y el segundo padre de la escritora Roxana Pinto.
Tras escuchar el recuento de seis semanas de combates, aparecen las expresiones de éxito de los ganadores, así como las de tristeza de los perdedores. Pencho Alvarado cuenta que el avión en que partió el Dr. Calderón Guardia rumbo a Nicaragua tenía una capacidad para cincuenta pasajeros, pero iban más de cien. Como si fuera un autobús, iba gente de pie en el pasillo. El depuesto presidente Picado, escoltado hasta el aeropuerto por el Embajador de México y el Nuncio Apostólico, confiesa que al abandonar el país, en vez de angustia, sintió un gran alivio. Manuel Mora, más que por su propia persona, estaba preocupado por su gran amiga Carmen Lyra, que estaba muy enferma. Arnoldo Ferreto, quien permaneció en el país, critica el que Carmen Lyra y Manuel Mora hayan optado por irse sin consultar al partido.
Los triunfadores, por su parte, también tuvieron sus amarguras. En el desfile de la victoria marcharon en primera fila muchos advenedizos de última hora que ni pasaron hambre, ni durmieron a la interperie ni dispararon un solo tiro, mientras otros que en verdad se jugaron el pellejo fueron los últimos en recibir su uniforme.
La idea general es que la guerra civil fue relámpago. Los libros de historia, concentrados en sus causas y consecuencias, no suelen referirse a los hechos concretos del conflicto. Al leer Volando Bala, lo que más impresiona es la enorme cantidad de muertos que hubo del 12 de marzo al 29 de abril de 1948.
Los historiadores suelen despreciar el recuento de datos anecdóticos y prefieren concentrarse en la interacción de grupos sociales, en la confrontación de intereses de clase y en la influencia de ideologías. Pero en una guerra, así sea breve, se ponen en riesgo muchas vidas que, ya sea que se pierdan o se salven, merecen ser recordadas.
INSC: 1535
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