Cien casos perdidos. Constantino Láscaris. STVDIVM. Costa Rica, 1983. |
Desde su arribo a Costa Rica, en 1953, Constantino Láscaris, profesor de Filosofía nacido en Zaragoza, España, en 1923, fue un prolífico escritor. No solamente publicó un buen número de libros, entre los que cabe destacar El costarricense y Desarrollo de las ideas filosóficas en Costa Rica, sino también poesía (De Salomón a Demóstenes Smith) y un valioso estudio histórico sobre la carreta costarricense.
Impartía lecciones de Filosofía en la Universidad de Costa Rica, dictaba conferencias en el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica, tenía un programa de entrevistas en televisión y era uno de los columnistas que escribía más frecuentemente en la página 15 del periódico La Nación.
En determinado momento, quiso publicar una antología de sus artículos de opinión publicados en el periódico, pero la Editorial Costa Rica no se interesó en el proyecto, debido a que la experiencia, en publicaciones similares anteriores, había demostrado que este tipo de libros no era muy apetecido por el público. Aunque la política de no publicar colecciones de artículos de opinión estaba plenamente justificada, tal vez, en este caso en particular, valía la pena hacer una excepción. Es muy probable que los autores previos, que sí lograron ver reunidas sus columnas en un libro, no tuvieran lectores ni siquiera en el periódico, mientras que los artículos de Láscaris, en cambio, no solo eran leídos por un público amplio, sino que llegaron incluso, casi todos ellos, a generar réplicas y despertar polémicas.
Guido Fernández, el director de La Nación que tuvo la iniciativa de convertir la Página 15 del diario en un espacio abierto a artículos de opinión que no necesariamente coincidieran con la posición editorial del periódico, confiesa que las únicas veces que sintió que se tambaleaba en el puesto fue debido a las reacciones que generaban los artículos de Láscaris.
Sobre el título, Láscaris aclara que los escritos presentados ni son cien, ni son todos casos, pero los considera todos perdidos, ya que su intento de hacer mella quedó solamente en el papel. Confiesa que al enviar sus opiniones al periódico pretendía incomodar, sin llegar a escandalizar. En su momento, no faltaban quienes, ante sus afirmaciones, replicaran de manera airada. Sus columnas, sin embargo, leídas con la distancia que dan los años, ni escandalizan ni incomodan. No son más que artículos ligeros, escritos en tono de burla la mayor parte, en que por puro afán de llevar la contraria y nadar contra corriente, Láscaris se deleitaba al manifestarse en desacuerdo con la opinión general.
Le gustaba tomar en broma los temas serios, así como exponer con seriedad los asuntos más intrascendentes. En el libro hay un capítulo entero dedicado a melenas, bargas y bigotes, escrito como si fuera un tratado histórico o sociológico. Las críticas de libros, de cine o de teatro, son tangenciales. En vez de reseñar una obra, dar referencias sobre ella y opinar sobre su alcance, valor o importancia, se concentra en un único punto que le sirva para exponer alguna opinión personal suya.
Cita constantemente autores clásicos y hechos históricos pero, al hacer gala de una erudición enciclopédica, después de dar múltiples rodeos, acaba aterrizando casi siempre en su propia persona que, tal parece, era su tema favorito. A veces pareciera que su mayor placer era escribir sobre sí mismo. La gran mayoría de recuerdos personales no aportan gran cosa al tema que, se supone, estaba desarrollando.
En su afán de generar discusiones, suelta con frecuencia afirmaciones tajantes sin molestarse en justificarlas con algún fundamento. Para él, Ernesto el Che Guevara, no era más que un niño explorador, Miguel Angel Asturias superaba como escritor a Gabriel García Márquez y la novela Pedro Arnáez, de José Marín Cañas, era mejor que Cien años de soledad. Todas las opiniones son respetables, pero si él así pensaba no habría estado de más que hubiera mencionado por qué.
En sus artículos de opinión, más que como un filósofo, Láscaris escribía como humorista. Su afán de hacerse el gracioso lo llevaba con frecuencia a extenderse en detalles intrascendentes. Escribió una ponencia, para un Congreso Universitario, en que se quejaba de las instalaciones de la Universidad de Costa Rica porque los edificios carecían de aleros que protegieran a los transeúntes de la lluvia, los servicios sanitarios resultaban insuficientes para la creciente población de estudiantes y profesores, las aulas tenían puertas estrechas y los ascensores no funcionaban bien. En vez de señalar los hechos y proponer alguna solución, se lució con un monólogo de penurias y peripecias digno de un comediante.
Para él, La Nación, el periódico de corte conservador en que publicaba sus artículos, era un periódico de izquierdas, ya que en la página de la derecha casi siempre había avisos comerciales, por lo que todo el contenido periodístico se ubicaba a la izquierda. Además, aclaró, lo que le pagaba el periódico por sus colaboraciones apenas le alcanzaba para comprar los cigarrillos sin filtro que fumaba al mes. Dedicó, por cierto, una de sus columnas a escribir un réquiem por su marca de cigarrillos favorita cuando fue sacada del mercado. Incluso cuando no tenía nada que decir, seguía hablando. En uno de sus artículos se queja de que haya que tener un tema para poder escribir y, como era de esperarse, escribe sobre la falta de tema.
El estilo de Láscaris es ameno, coloquial, simpático, entretenido. Sus artículos tienen el humor, el ingenio y el deleite de una buena tertulia alrededor de una taza de café pero, al igual que en la charla casual y relajada, al final, entre todo lo dicho, es verdaderamente poco lo que valga la pena recordar.
En los Cien casos perdidos, encontré, por aquí y por allá, una que otra idea interesante, alguna línea lapidaria y hasta algunos buenos temas de reflexión, pero no hubo ni un solo artículo completo que me pareciera profundo ni bien argumentado. Sin embargo, debo confesar que, pese a su ligereza, o tal vez precisamente por ella, he leído este libro varias veces. El pensamiento de Láscaris es ambiguo, pero llama la atención. Su prosa es errática, pero fluye sin tropiezos. Su narcisismo es más que evidente, pero no llega a generar antipatía. Al leer sus artículos, surge la sospecha de que no pensaba lo que decía, ni decía lo que pensaba. La gran mayoría de temas a los que se refiere, forman parte de un pasado ya remoto, pero su ingeniosa manera de referirse a ellos no ha perdido frescura.
Láscaris preparó con gran esmero la antología de sus artículos. Lamentablemente no logró verla impresa. Murió en 1979 y el libro fue publicado en 1983.
INSC: 0813
En determinado momento, quiso publicar una antología de sus artículos de opinión publicados en el periódico, pero la Editorial Costa Rica no se interesó en el proyecto, debido a que la experiencia, en publicaciones similares anteriores, había demostrado que este tipo de libros no era muy apetecido por el público. Aunque la política de no publicar colecciones de artículos de opinión estaba plenamente justificada, tal vez, en este caso en particular, valía la pena hacer una excepción. Es muy probable que los autores previos, que sí lograron ver reunidas sus columnas en un libro, no tuvieran lectores ni siquiera en el periódico, mientras que los artículos de Láscaris, en cambio, no solo eran leídos por un público amplio, sino que llegaron incluso, casi todos ellos, a generar réplicas y despertar polémicas.
Guido Fernández, el director de La Nación que tuvo la iniciativa de convertir la Página 15 del diario en un espacio abierto a artículos de opinión que no necesariamente coincidieran con la posición editorial del periódico, confiesa que las únicas veces que sintió que se tambaleaba en el puesto fue debido a las reacciones que generaban los artículos de Láscaris.
Sobre el título, Láscaris aclara que los escritos presentados ni son cien, ni son todos casos, pero los considera todos perdidos, ya que su intento de hacer mella quedó solamente en el papel. Confiesa que al enviar sus opiniones al periódico pretendía incomodar, sin llegar a escandalizar. En su momento, no faltaban quienes, ante sus afirmaciones, replicaran de manera airada. Sus columnas, sin embargo, leídas con la distancia que dan los años, ni escandalizan ni incomodan. No son más que artículos ligeros, escritos en tono de burla la mayor parte, en que por puro afán de llevar la contraria y nadar contra corriente, Láscaris se deleitaba al manifestarse en desacuerdo con la opinión general.
Le gustaba tomar en broma los temas serios, así como exponer con seriedad los asuntos más intrascendentes. En el libro hay un capítulo entero dedicado a melenas, bargas y bigotes, escrito como si fuera un tratado histórico o sociológico. Las críticas de libros, de cine o de teatro, son tangenciales. En vez de reseñar una obra, dar referencias sobre ella y opinar sobre su alcance, valor o importancia, se concentra en un único punto que le sirva para exponer alguna opinión personal suya.
Cita constantemente autores clásicos y hechos históricos pero, al hacer gala de una erudición enciclopédica, después de dar múltiples rodeos, acaba aterrizando casi siempre en su propia persona que, tal parece, era su tema favorito. A veces pareciera que su mayor placer era escribir sobre sí mismo. La gran mayoría de recuerdos personales no aportan gran cosa al tema que, se supone, estaba desarrollando.
En su afán de generar discusiones, suelta con frecuencia afirmaciones tajantes sin molestarse en justificarlas con algún fundamento. Para él, Ernesto el Che Guevara, no era más que un niño explorador, Miguel Angel Asturias superaba como escritor a Gabriel García Márquez y la novela Pedro Arnáez, de José Marín Cañas, era mejor que Cien años de soledad. Todas las opiniones son respetables, pero si él así pensaba no habría estado de más que hubiera mencionado por qué.
En sus artículos de opinión, más que como un filósofo, Láscaris escribía como humorista. Su afán de hacerse el gracioso lo llevaba con frecuencia a extenderse en detalles intrascendentes. Escribió una ponencia, para un Congreso Universitario, en que se quejaba de las instalaciones de la Universidad de Costa Rica porque los edificios carecían de aleros que protegieran a los transeúntes de la lluvia, los servicios sanitarios resultaban insuficientes para la creciente población de estudiantes y profesores, las aulas tenían puertas estrechas y los ascensores no funcionaban bien. En vez de señalar los hechos y proponer alguna solución, se lució con un monólogo de penurias y peripecias digno de un comediante.
Constantino Láscaris (1923-1979). |
El estilo de Láscaris es ameno, coloquial, simpático, entretenido. Sus artículos tienen el humor, el ingenio y el deleite de una buena tertulia alrededor de una taza de café pero, al igual que en la charla casual y relajada, al final, entre todo lo dicho, es verdaderamente poco lo que valga la pena recordar.
En los Cien casos perdidos, encontré, por aquí y por allá, una que otra idea interesante, alguna línea lapidaria y hasta algunos buenos temas de reflexión, pero no hubo ni un solo artículo completo que me pareciera profundo ni bien argumentado. Sin embargo, debo confesar que, pese a su ligereza, o tal vez precisamente por ella, he leído este libro varias veces. El pensamiento de Láscaris es ambiguo, pero llama la atención. Su prosa es errática, pero fluye sin tropiezos. Su narcisismo es más que evidente, pero no llega a generar antipatía. Al leer sus artículos, surge la sospecha de que no pensaba lo que decía, ni decía lo que pensaba. La gran mayoría de temas a los que se refiere, forman parte de un pasado ya remoto, pero su ingeniosa manera de referirse a ellos no ha perdido frescura.
Láscaris preparó con gran esmero la antología de sus artículos. Lamentablemente no logró verla impresa. Murió en 1979 y el libro fue publicado en 1983.
INSC: 0813
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