Puro Humo. Guillermo Cabrera Infante. Ensayo. Alfagura, España, 2000. |
El primer cigarrillo que fumó Guillermo Cabrera Infante, a la tierna edad de ocho años, lo fabricó él mismo con hojas secas de árbol arrolladas en una página de cuaderno. A los catorce fumó su primer tabaco, un puro que lo mareó al punto de hacerlo caer en el suelo, donde acabó vomitando una baba espesa y amarga. Sin embargo, a pesar de esa incómoda experiencia, el escritor cubano fue fumador toda su vida. Su madre, bastante comprensiva, toleró que fumara confiando en que ese sería su único vicio.
La inseparable y permanente unión que mantuvo Cabrera Infante con los cigarros, acabó convirtiéndolo en un verdadero conocedor.
Reconocido autor de novelas, cuentos, ensayos y artículos periodísticos, acatando la recomendación de sus amigos, quienes lo instaban a escribir sobre el que, de hecho y como había deseado su madre, era su único vicio, escribió un libro dedicado por entero al fumado.
Publicado originalmente en inglés, con el título Holly Smoke, en 1985, el libro, ingenioso, divertido y revelador, fue muy bien recibido en Inglaterra, donde Cabrera Infante residía. La versión en español se tardó quince años en aparecer y, traducida o, más bien, reescrita por el propio autor, fue publicada por Alfaguara en el año 2000 con el título de Puro Humo.
Se trata de una obra inclasicable en que hay un poco de todo. Empieza con el relato de los marinos de Cristóbal Colón quienes, mientras exploraban las Antillas en su primer viaje, quedaron asombrados al mirar hombres aspirando rollos de hierbas encendidas para luego expulsar el humo por la boca y la nariz. Los marineros que se atrevieron a probar tuvieron una experiencia similar a la de Cabrera Infante a los catorce años pero, a la larga, al igual que al escritor, el vicio acabó atrapándolos. Al Almirante Cristóbal Colón, el asunto no le interesó y llegó a manifestar que no lograba comprender qué gusto o provecho podría obtenerse de aquella acción tan extraña. Lejos estaba de imaginar que una de las muchas consecuencias futuras de su viaje, sería que el hábito de fumar se extendiera por todo el mundo.
Tras reseñar que el descubrimiento de América y del tabaco fueron simultáneos, se extiende en las diferentes formas de consumirlo. Dedica páginas enteras tanto a los puros como a los cigarrillos y también se refiere, de manera más breve, al extraño hábito de aspirar rapé, que era tabaco en polvo. Curiosamente, casi no presta atención a la práctica de mascar tabaco.
Los historias y los datos que menciona son más amenos que exactos. La veracidad de muchas de sus afirmaciones resulta con frecuencia más que dudosa pero, en todo caso, el libro no pretende ser una investigación minuciosa sino, más bien, una larga y amena charla alrededor de un tema ligero y sin mayor importancia. Al buen conversador no se le exige exactitud, sino amenidad. Los datos que brinda sobre semillas, cultivos, procesos, prácticas de fumado y hasta tipos de ceniza, inevitablemente se van olvidar. Lo que queda, a fin de cuentas, es el recuerdo del deleite que causó la forma en que fueron expuestos.
Verdaderamente deliciosas son las historias familiares que, de nuevo, no importa que sean reales o inventadas. Cuenta que su abuelo era madrugador. Se levantaba a las cinco de la mañana y se acostaba a las cinco de la tarde. La abuela, en cambio, era noctámbula. Se acostaba a la medianoche y se levantaba al mediodía. Los abuelos se llevaban bien, en las pocas horas en que coincidían despiertos. Cada uno tenía una relación particular con el tabaco. El abuelo siempre tenía un puro en la mano, pero fumaba solamente un tercio y lo apagaba. El cabo lo dejaba "para luego" y, por esa práctica, había puros a medio fumar por toda la casa. La abuela no fumaba pero mascaba tabaco y llevaba siempre en la mano una escupidera de cristal.
Desde mediados del Siglo XX hasta el día de hoy, la discusión más acalorada que puede haber en Cuba es entre revolucionarios y contrarrevolucionarios pero, dice Cabrera Infante, en los tiempos anteriores a la revolución, el tabaco, producto estelar de la isla, causaba discusiones más intensas que la política. Ya existían en ese tiempo verdaderos fanáticos del tabaco y furibundos críticos del fumado. A un tío abuelo de Cabrera Infante le molestaba tanto el humo de cigarro que, cuando supo que Adolfo Hitler había promulgado la primera ley antitabaco del mundo, solamente por eso, se hizo nazi. La madre de Cabrera Infante era fumadora. Su padre no. De hecho el libro viene con una bella dedicatoria: "A mi padre quien, a los 84 años, aún no fuma."
Cabrera Infante no deja tema sin tocar. Menciona los procesos de semillas, cultivos y selección de hojas. Cuenta las historias de famosas marcas de tabaco como la de Jaime Partagás y H. Upman. Niega el mito que los anillos de papel en los puros hayan sido creados para no manchar los guantes blancos de los dandies del Siglo XIX. Muy por el contrario, explica que lo primero que hay que hacer, desde el momento mismo en que se saca el tabaco de la caja, es retirarle el anillo. Las normas de etiqueta sobre el fumado que menciona no dejan de ser sorprendentes. Por ejemplo, declara que encenderle el cigarrillo a alguien es una muestra de cortesía, pero que nunca, bajo ninguna circunstancia, se debe ofrecer a quien enciende un puro. Encender un puro, acalara, es una faena estrictamente personal. Al terminar de fumar, el cigarrillo se aplasta en el cenicero, pero el puro simplemente se deja quieto, sin aplastarlo.
Lector voraz y gran aficionado al cine, Cabrera Infante es exhaustivo al rememorar escenas de películas o de relatos en las que los protagonistas aparecen fumando. A lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro, salta de un asunto a otro pero, ya sea que se refiera a cine, historia, literatura o recuerdos personales, el fumado está presente en cada relato. Con verdadero dolor cuenta que en cierta ocasión estaba en compañía de un pequeño grupo que se disponía a ver una película cuando, sin previo aviso, llegó Fidel Castro y se acomodó en una butaca. Antes de que se apagaran las luces, Fidel lo miró fijamente y dijo: "¿Alguien aquí tendrá un tabaco?" Y Cabrera Infante no tuvo más remedio que darle uno de los que, muy visiblemente, asomaban en el bolsillo de su camisa.
Los asistentes no pudieron disfrutar de la proyección porque el comandante no dejó de hablar ni un momento. Incluso en una sala de cine, él tenía que ser el centro de atención. Aunque su cigarro estaba aún a medio consumir, lo tiraba, se volteaba al escritor y le decía "Dame otro." Cuando la película terminó y se encendieron las luces, a Cabrera Infante solamente le quedaba un puro en la bolsa de la camisa y Fidel, al verlo, se lo pidió para el camino. La anécdota retrata con exactitud la total falta de respeto que Fidel tenía por las demás personas y por la propiedad privada.
Existía la leyenda, sobra decir que totalmente falsa, que sostenía que los cigarros eran enrollados (torcidos es la palabra correcta) por mujeres hermosas que, para no empapar su ropa con sudor, trabajaban desnudas. Cuando era pequeño, el morboso y precoz Cabrera Infante se asomó al taller de una fábrica de tabacos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por hombres de rostro severo. Las pocas mujeres que había no eran jóvenes, ni bellas. Trabajaban en silencio y, para entretenerse, prestaban atención al hombre que, situado en una tribuna, leía un libro en voz alta.
Los tabaqueros no eran especialmente instruidos y la mayoría de ellos trabajaba solamente para mantener sus vicios. Sin embargo, eran personas de amplia cultura general y rico vocabulario debido a que los lectores que amenizaban su lugar de trabajo leían obras maestras de la literatura universal. En un principio el lector no recibía sueldo de la fábrica, sino que era pagado por los propios torcedores. Solo se le exigían dos cosas: que tuviera una pronunciación clara y que su voz fuera lo suficientemente fuerte como para ser escuchada claramente en la última fila. Cuando pusieron micrófono con amplificador, este segundo requisito ya no fue importante.
Tradicionalmente, las lecturas preferidas eran novelas francesas del Siglo XIX. Nuestra señora de París, de Víctor Hugo, y El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, eran tan populares que, una vez terminadas, por petición de los oyentes, se empezaban a leer de nuevo. Ambos escritores enviaron cartas de saludo a sus fieles seguidores de las fábricas de tabaco de Cuba. La marca de cigarros Montecristo, por cierto, tuvo su origen en la fascinación de los tabaqueros por la novela de Dumas.
Entre las muchas libertades que los cubanos perdieron tras el triunfo de la revolución, estuvo la de escoger las lecturas en las fábricas de tabaco y, al menos durante el período inicial, los pobres torcedores debieron hacer su trabajo escuchando aburridísimas novelas propagandísticas soviéticas.
Puro humo es un libro ameno y entretenido. Los juegos de palabras, a los que Cabrera Infante era tan aficionado y que, en esta obra, están presentes desde el mismo título, en repetidas ocasiones son más que forzados y su frecuencia, que es demasiado insistente, más que amenizar el relato, lo llena de tropiezos.Lector voraz y gran aficionado al cine, Cabrera Infante es exhaustivo al rememorar escenas de películas o de relatos en las que los protagonistas aparecen fumando. A lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro, salta de un asunto a otro pero, ya sea que se refiera a cine, historia, literatura o recuerdos personales, el fumado está presente en cada relato. Con verdadero dolor cuenta que en cierta ocasión estaba en compañía de un pequeño grupo que se disponía a ver una película cuando, sin previo aviso, llegó Fidel Castro y se acomodó en una butaca. Antes de que se apagaran las luces, Fidel lo miró fijamente y dijo: "¿Alguien aquí tendrá un tabaco?" Y Cabrera Infante no tuvo más remedio que darle uno de los que, muy visiblemente, asomaban en el bolsillo de su camisa.
Los asistentes no pudieron disfrutar de la proyección porque el comandante no dejó de hablar ni un momento. Incluso en una sala de cine, él tenía que ser el centro de atención. Aunque su cigarro estaba aún a medio consumir, lo tiraba, se volteaba al escritor y le decía "Dame otro." Cuando la película terminó y se encendieron las luces, a Cabrera Infante solamente le quedaba un puro en la bolsa de la camisa y Fidel, al verlo, se lo pidió para el camino. La anécdota retrata con exactitud la total falta de respeto que Fidel tenía por las demás personas y por la propiedad privada.
Existía la leyenda, sobra decir que totalmente falsa, que sostenía que los cigarros eran enrollados (torcidos es la palabra correcta) por mujeres hermosas que, para no empapar su ropa con sudor, trabajaban desnudas. Cuando era pequeño, el morboso y precoz Cabrera Infante se asomó al taller de una fábrica de tabacos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por hombres de rostro severo. Las pocas mujeres que había no eran jóvenes, ni bellas. Trabajaban en silencio y, para entretenerse, prestaban atención al hombre que, situado en una tribuna, leía un libro en voz alta.
Los tabaqueros no eran especialmente instruidos y la mayoría de ellos trabajaba solamente para mantener sus vicios. Sin embargo, eran personas de amplia cultura general y rico vocabulario debido a que los lectores que amenizaban su lugar de trabajo leían obras maestras de la literatura universal. En un principio el lector no recibía sueldo de la fábrica, sino que era pagado por los propios torcedores. Solo se le exigían dos cosas: que tuviera una pronunciación clara y que su voz fuera lo suficientemente fuerte como para ser escuchada claramente en la última fila. Cuando pusieron micrófono con amplificador, este segundo requisito ya no fue importante.
Tradicionalmente, las lecturas preferidas eran novelas francesas del Siglo XIX. Nuestra señora de París, de Víctor Hugo, y El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, eran tan populares que, una vez terminadas, por petición de los oyentes, se empezaban a leer de nuevo. Ambos escritores enviaron cartas de saludo a sus fieles seguidores de las fábricas de tabaco de Cuba. La marca de cigarros Montecristo, por cierto, tuvo su origen en la fascinación de los tabaqueros por la novela de Dumas.
Entre las muchas libertades que los cubanos perdieron tras el triunfo de la revolución, estuvo la de escoger las lecturas en las fábricas de tabaco y, al menos durante el período inicial, los pobres torcedores debieron hacer su trabajo escuchando aburridísimas novelas propagandísticas soviéticas.
En todo caso, la lectura de Puro Humo es placentera, ante todo, por lo que tiene de políticamente incorrecta. Aceptémoslo: fumar tabaco es nocivo para la salud. Como decía Cristóbal Colón, no puede obtenerse ningún provecho de esa acción tan extraña. Sin embargo, el vicio del fumado ha atrapado a innumerables generaciones alrededor del mundo durante los últimos quinientos años y, aunque no exista justificación a su consumo, sobre el tabaco hay mucho decir y este libro lo dice casi todo.
INSC: 1876
Guillermo Cabrera Infante. (1929-2005). |
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