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domingo, 7 de agosto de 2016

País de Balcones. Poesía de Alberto Baeza Flores.

País de balcones. Alberto Baeza Flores.
Editorial Costa Rica,  1984.
El poeta chileno Alberto Baeza Flores (1914-1988) fue un escritor prolífico y errante. Llegó a publicar casi cien libros en diez países distintos. Los primeros veinticinco años de su vida los pasó en Santiago de Chile, su ciudad natal, los cuatro siguientes en La Habana, Cuba. Residió luego durante dos años en Santo Domingo, República Dominicana, tras los cuales regresó a Cuba, donde se mantuvo quince años más, alternando entre Oriente y La Habana. Vinieron luego seis meses en México, cinco años en París, poco más de un año en Madrid y once años en La Catalina, Birrí, de Santa Bárbara de Heredia, Costa Rica, de 1967 a 1978.
Mucho antes de residir en Costa Rica, en 1953, el editor argentino Rafael M. Castillo le encargó a Baeza que seleccionara poetas centromericanos para que sus obras fueran publicadas dentro de la colección Brigadas Líricas. Gracias a la recomendación de Baeza el libro Zona en territorio del alba, de Eunice Odio, fue publicado en Argentina. Eunice, costarricense desconocida en su patria, había publicado en Guatemala y El Salvador y fue calificada por Baeza como "la voz lírica más original de Centroamérica."
En Costa Rica, Baeza Flores publicó varios libros. Un extenso ensayo titulado Evolución de la poesía costarricense, una biografía de Simón Bolívar editada por el Ministerio de Cultura y sendos libros en que hizo el elogio de Daniel Oduber Quirós y Luis Alberto Monge Álvarez. En 1969 imprimió en San José un poemario titulado Continuación del mundo, dentro del cual venía la sección Poemas costarricenses. Finalmente, en 1984, cuando ya Baeza se había marchado del país, la Editorial Costa Rica publicó País de Balcones que, como indica su subtítulo, recoge y amplía sus Poemas costarricenses de 1969.
El libro, dedicado a su buen amigo y vecino Luis Alberto Monge, es una colección de poemas breves rimados que, en la mayoría de los casos, no pasan de ser apuntes, chispazos exclamativos fruto de primeras impresiones.
De primera entrada, llama la atención lo extraño del título ya que, como es sabido y notorio, los balcones no son un elemento frecuente en la arquitectura costarricense. El propio autor, en el extenso prólogo con que abre la obra, se detiene a explicarlo. Como su casa estaba situada en las montañas altas de Heredia, consideraba que vivía en un balcón por el que se asomaba a un panorama amplio.
Tal parece que durante los once años que vivió en Costa Rica, Alberto Baeza Flores recorrió todo el territorio nacional, ya que hay poemas a Bagaces, Siquirres, Puerto Limón, Puntarenas, Palmares, Grecia, la isla de San Lucas, el Cerro de la Muerte y Golfito. El que dedica a Mansión de Nicoya, por cierto, tiene un pequeño error histórico porque, al final, afirma que por la única calle de Mansión, "(...) deambuló un profeta de siglos que se llamó Martí y (...) caminó un héroe misterioso que se llamó Maceo", Antonio Maceo vivió en Costa Rica durante una década y fundó una colonia agrícola de cubanos en Mansión de Nicoya pero cuando José Martí vino a visitarlo, aunque existía la intención de que se trasladara a Nicoya, el viaje no pudo concretarse y Martí permaneció en San José.
Hay un poema dedicado a Jorge Debravo y dos elegías, una a Yolanda Oreamuno y otra a Eunice Odio. También aparece un poema con el nombre Carta sin fin a Pablo Antonio Cuadra y otro, con título de reportaje, llamado Don Francisco Amighetti trabaja en su taller de La Paulina, San José, Costa Rica.
Hay una sección entera dedicada a los poemas que escribió al contemplar las pinturas del propio don Paco, Emilio Span, Fausto Pacheco, Luisa González de Sáenz y Alberto Ycaza, entre otros muchos, en el Museo de Arte Costarricense. Los poemas que dedica a la ciudad capital son descriptivos y llenos de enumeraciones. Más que poesía, da la impresión que lo que pretendía hacer era un retrato hablado. El poema que dedica a la zona roja es tan titubeante que queda en el intento.
Y así, en el libro encontramos poemas a la carreta típica, a la guaria morada, al cafetal, a la abolición del ejército, a los combatientes caídos en el conflicto armado de 1948, a las flores del camino, a un pajarito muerto, a un árbol y hasta a su perro. En las últimas páginas aparecen unos versos a Juan Santamaría tan exaltados, sentimentales e ingenuos que desentonarían hasta en un acto cívico de escuela primaria.
Como costarricense que soy, me llamó la atención que un escritor chileno, que vivió once años en mi país, haya dedicado todo un libro de poemas a Costa Rica pero, lamentablemente, aunque lo he repasado con atención en varias ocasiones, no he logrado entrar en sintonía con este libro. Le reclamo, ante todo, lo superficial de la mirada y la simpleza de las impresiones. Si Baeza hubiera estado aquí como turista de paso, se comprendería el que no hubiera podido ir más allá de lo evidente, pero quien escribe versos tan poco profundos, sobre el lugar en que vivió once años, demuestra tener serias limitaciones como observador.
Hay algo más que me resulta incómodo y es, precisamente, su afán de agradar a los aludidos. Aunque sea sincero, el halago, cuando es insistente, resulta sospechoso.
País de balcones, en mi humilde opinión, no pasa de ser un cuaderno de apuntes de un viajero sentimental cuya expresión poética, hay que decirlo, es verdaderamente muy limitada.
INSC: 1381

lunes, 13 de junio de 2016

Inmigración española en Costa Rica.

Españoles en Costa Rica. Jesús Oyamburu,
compilador. Centro Cultural de España.
Costa Rica, 1997.
Los latinoamericanos tenemos orígenes culturales diversos y múltiples que se pueden resumir en cuatro abuelos: el indígena, el español, el africano y el inmigrante. Nuestros primeros ancestros son los pueblos indígenas que habitaban estas tierras y que luego se mestizaron con los colonos españoles que vinieron a hacer aquí sus vidas y con los africanos que fueron traídos a la fuerza.  Siglos más tarde, empezaron a llegar inmigrantes procedentes de todos los rincones del mundo. 
Dentro de los inmigrantes, además de chinos, japones, alemanes, árabes, franceses, italianos, rusos, polacos y el largo etcétera, hay también españoles. Durante la Conquista y la Colonia, media España se vino para acá, pero llegó el momento en que el flujo cesó. Tras el enorme éxodo del Siglo XVI, los españoles, no solo dejaron de venir, sino que tuvieron prohibido emigrar. La prohibición se levantó en 1853, por lo que los descendientes de españoles en América Latina se dividen en dos grupos: los criollos y mestizos descendientes de la primera oleada y los hijos y nietos de los que llegaron hace ciento cincuenta años o menos.
Las últimas décadas del Siglo XIX y las primeras del XX no fueron tiempos felices para España. Sumida en una sitiuación económica y social muy difícil, la que alguna vez fue una gran potencia, debió soportar las guerras carlistas, el aislamiento durante la I Guerra Mundial, la dictadura de Primo de Rivera, la convulsa época de la República, la guerra civil, la dictadura de Franco y, de nuevo, el aislamiento internacional durante y después de la II Guerra Mundial. 
Es explicable que al buscar nuevos horizontes para hacer sus vidas, los emigrantes optaran por trasladarse a países en que se hablara su misma lengua. Los destinos más comunes fueron México, Argentina, Uruguay y Cuba, a los que arribaron verdaderas oleadas de españoles, pero todos los países latinoamericanos acabaron recibiendo también a un número considerable de ellos.
En el caso de Costa Rica, en 1852 vivían solamente veintinueve españoles. Diez años después ya eran noventa y en 1883 había cuatrocientos sesenta, en su gran mayoría navarros, asturianos y gallegos, con unos pocos canarios y andaluces. Los catalanes no tardarían en llegar. 
Las relaciones diplómaticas entre Costa Rica y España se establecieron en 1850 y, como dato curioso, cabe anotar que los representantes consulares de la península, supuestamente de paso, acabaron quedándose en el país y fueron fundadores de reconocidas familias. José Ventura Espinach, Garpar Ortuño y Adrián Collado son algunos de ellos.
De Cuba vinieron, todos jóvenes, muchos solteros y otros casados con hijos pequeños, los primeros Odio, Pochet, Urbina y Guell. 
Por la migración española a Costa Rica, que de 1850 a 1930 fue masiva, empezaron a nacer ticos con apellidos que eran nuevos en el país, tales como Uribe, Urgellés, Pagés, Penón, Apéstegui, Pozuelo, Rovira, Raventós, Batalla, Crespo, Pastor, Roig, Figuls o Herrero. Entre las familias catalanas, se pueden citar Terán, Ollé, Llobet, Guilá, Llachs, Gomis, Grau y, por supuesto, Figueres.
En 1997, la Embajada y el Centro Cultural de España en Costa Rica organizaron una serie de reuniones para estudiar la historia y la influencia de los inmigrantes españoles en el país. Las ponencias, conferencias y testimonios que se pronunciaron acabaron siendo recopiladas, por iniciativa de Jesús Oyamburu, en Españoles en Costa Rica, un libro tan interesante como agradable, lleno de datos reveladores y sorprendentes.
Tras el prólogo del embajador Ignacio Aguirre Borrel, Pilar Cagiano, Angel Ríos, Miguel Guzmán Stein, don Mario Zaragoza Aguado, Guiselle Marín y Chester Urbina se refieren al tema desde diferentes perspectivas y enfoques.
Me llamó mucho la atención que Miguel Guzmán Stein incluyera entre los inmigrantes a la familia Fournier que, según él, vino de Puerto Rico. La versión que conozco, sustentada en las crónicas de Adolphe Marie, es que los Fournier eran franceses y llegaron a Costa Rica, con su compañía teatral, a mediados del Siglo XIX. 
También me sorprendió que don Mario Zaragoza Aguado, a quien admiro y aprecio mucho, al referirse al atentado que en 1894, frente al Teatro Variedades, estuvo a punto de acabar con la vida del prócer cubano Antonio Maceo, identifique a los involucrados como "don Isidro Incera" y "un tal Enrique Loynaz". Es decir, el español que acabó muerto en la balacera era "don" y el partidario de la independencia de Cuba, que defendió la vida de Maceo, era "un tal". El fallecimiento de don Isidro Incera es lamentable, pero creo que el nombre del general Enrique Loynaz del Castillo merece citarse con respeto.
El aporte de la inmigración española de fines del Siglo XIX y principios del XX fue significativo de muy diversas áreas. Los hermanos Juan y Valeriano Fernández Ferraz, canarios procedentes de Cuba que vinieron al país contratados por el gobierno, dejaron su huella en la educación pública. El andaluz Tomás Povedano fue el primer director de la Escuela de Bellas Artes. Don Gaspar Ortuño y Ors, fundador del Banco de la Unión (que en su tiempo, estuvo autorizado para emitir billetes), fue también uno de los fundadores del Banco de Costa Rica y de la Cruz Roja Costarricense. Su rostro, hasta no hace muchos años, aparecía en los billetes de cincuenta colones. El arquitecto catalán Lluis Llach construyó edificios verdaderamente emblemáticos, entre los que se cuenta la Basílica a Nuestra Señora de los Angeles.
Un dato poco conocido es que el Himno Patriótico al 15 de setiembre, que se canta para celebrar la independencia de España, fue compuesto y escrito por dos españoles. La letra es de Juan Fernández Ferraz y la música de José Campabadal.
Dos actividades en la que destacaron los españoles fueron el comercio y la imprenta. Además de los almacenes Luis Ollé y Francisco Llobet, que llevan el nombre de sus fundadores, estaban Tienda La Gloria, de los Crespo, Abonos Agro, de los Pujol y Almacén La Granja, de la familia Terán.
Las cuatro mayores imprentas de principio de siglo XX eran de los españoles Lines, Canalías, Borrasé y Falcó. La Librería Española, ubicada en avenida central y calle primera, tenía, en sus buenos tiempos, más títulos y más libros que la Biblioteca Nacional. Curiosamente, esa librería española, propiedad de María viuda de Lines, pronto fue superada por otras dos que le pusieron la competencia, una media cuadra al este y otra media cuadra al oeste, ambas de alemanes: la librería e imprenta Lehmann y la Universal de los Federspiel.
En 1866 se fundó la Sociedad Española de Beneficencia que tuvo, entre sus principales impulsores, a los señores Ortuño y Espinach junto con don Bartolomé Casalmigia, padre de Eduardo, el poeta al que le tocó viajar a Barcelona para repatriar los restos de su gran amigo Aquileo Echeverría.
Cuando el número de españoles en Costa Rica alcanzó los dos mil, como la inmensa mayoría era comerciante, hubo un intento, en 1919, de fundar un banco español, pero la idea no prosperó. La quiebra reciente del Banco Comercial, el derrocamiento de Alfredo González Flores, la dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco, las protestas y la tensa situación interna, así como la disminución del comercio internacional por la guerra europea, definitivamente indicaban que aquel no era un buen momento para meterse en aventuras financieras.
Otra actividad en la que se destacaron fue el deporte. La Gimnástica Española, fundada en 1913, no solo fue uno de los primeros clubes de fútbol en Costa Rica, sino que, a partir de 1915, introdujo en el país el baloncesto. También trataron de popularizar la pelota vasca, pero ese juego no llamó tanto la atención de los ticos como los otros dos.
Para quienes gusten de datos genealógicos, el primer Batalla que vino a Costa Rica se llamaba Laureano, el primer Herrero, Gorgonio, el primer Gomis, Lluis, el primer Grau, Francesc y el primer Figueres, Mariano. Don Mariano Figueres Forges, que llegó al país con su esposa embarazada, doña Francesca Ferrer Minguella, quien daría a luz en San Ramón de Alajuela, a don José Figueres Ferrer, fundador de la Segunda República, quien transformó Costa Rica las tres veces que la gobernó.
Aunque don Pepe Figueres, hijo de un médico catalán, tiene sus admiradores y detractores, si tomamos en cuenta que Fidel Castro es también hijo de un inmigrante español, el hacendado gallego Angel Castro Arguiz, no cabe duda que tuvimos mejor suerte que Cuba.
El Día de la Raza, que se celebraba desde 1920 como celebración de la Hispanidad, pasó a convertirse en fiesta oficial en 1924 gracias a la iniciativa de Angela Acuña Braun. En 1992, justo al cumplirse el quinto centenario del primer viaje de Cristóbal Colón, la celebración cambió de nombre y pasó a llamarse Día de las Culturas. En Costa Rica, cada 12 de octubre, no se celebra solamente al ancestro español, sino también al indígena, al africano, al chino, al francés, al alemán, al libanés y a todos los demás que haya.
El libro cierra con testimonios de los propios emigrantes. Don Nicolás Lapeira, hijo del malagueño Rafael Lapeira Picasso, primo del famoso pintor (las madres de ambos eran hermanas), recuerda los años en que su padre estableció la cervecería Gambrinus, que fue la última cervecería independiente que compitió con la Cervecería Costa Rica, fruto de la fusión de las cervecerías Traube (que producía Pilsen y Selecta) y Ortega (que producía Imperial y Bavaria). Los propietarios de la cervecería Ortega, don Antonio y don Manuel, también eran españoles.
Don José Llobet Comadrán cuenta que llegó a Costa Rica de catorce años de edad, en el año 1930, y que conoció en poco tiempo hasta las comunidades rurales más alejadas distribuyendo mercadería lomo de caballo. Don José, a quien tuve el placer de conocer en persona, fue presidente de la Liga Deportiva Alajuelense de manera continua de 1956 a 1965 y, luego, en otras ocasiones hasta 1976, en que se retiró. También fue presidente de la Casa España y de la Cruz Roja de Alajuela. Cuando inauguró su edificio, celebró el acontecimiento con un baile con orquesta en cada piso. Con el dinero recaudado, adquirió la primera ambulancia que hubo en Alajuela. 
Otro de los emigrantes a los que tuve la oportunidad de tratar fue a don Ricardo Alvarez, nacido en 1912. Cuando lo conocí, era un viejito que hablaba en voz baja, propietario de una floristería y gran conocedor de asuntos filatélicos. Gracias al testimonio incluido en el libro, me enteré de los difíciles momentos que pasó en su juventud, de su participación en la Guerra Civil Española en el bando Repúblicano y de las impresionantes circunstancias de su sálida a México y su posterior traslado a Costa Rica. Don Ricardo, quizá por la serenidad y la madurez que dan los años, narra sus experiencias sin dramatismos. Al mencionar la guerra civil, por ejemplo, solamente dice cinco palabras: "Ustedes saben lo que pasó."
El filósofo Francisco Alvarez González, discípulo de José Ortega y Gasset, anduvo por Chile y por Ecuador antes de llegar a Costa Rica, donde murió poco después de haber cumplido los cien años de edad.
Estos inmigrantes ancianos, pronunciaron sus testimonios de viva voz sentados a la misma mesa. Entre ellos había monárquicos, replublicanos, falangistas y franquistas. Unos lucharon defendiendo al gobierno de la República y otros por el bando nacional. Aunque cada uno expuso de manera franca y clara su posición, no entraron en conflictos, ni cuestionamientos, ni discusiones. Aquel drama intenso que afectó sus vidas en gran medida era, a fin de cuentas, un tema español que ellos miraban con distancia. No solamente por el tiempo transcurrido sino porque, para la fecha del encuentro, ya todos eran costarricenses.
INSC: 1176
El cónsul español Gaspar Ortuño y Ors decidió quedarse en Costa Rica, donde
fundó el Banco de la Unión, el Banco de Costa Rica y la Cruz Roja Costarricense.
Su retrato aparecía en los billetes de cincuenta colones.

lunes, 6 de julio de 2015

Antonio Maceo en Costa Rica.

Idearium Maceísta. Armando Vargas Araya
Editorial Juricentro, Costa Rica, 2002.
Durante más de una década, el prócer cubano Antonio Maceo anduvo errante por los distintos países del Caribe. Como parte de ese periplo que debió emprender forzado por las circunstancias, en 1881 visitó Costa Rica y tal parece que el país le agradó, puesto que justo diez años después volvió para quedarse.
Su mayor prioridad era la lucha por la independencia de Cuba, causa a la que dedicó todos sus bienes, pensamientos y energías y por la que, eventualmente, acabaría perdiendo la vida.  Sin embargo, los cuatro años que pasó en Costa Rica (de febrero de 1891 a marzo de 1895), Maceo se dedicó con ahínco al establecimiento y desarrollo de una colonia agrícola en Mansión de Nicoya. A finales del siglo XIX, Costa Rica era un país prácticamente despoblado y las autoridades consideraban que el arribo de inmigrantes no solo era conveniente y necesario, sino también urgente.
El plan consistía en que Maceo hiciera venir al país a cien familias cubanas, a las que el gobierno costarricense les pagaría el transporte y les entregaría tierras para cultivo. El contrato tuvo sus opositores pero finalmente fue aprobado por el Congreso, firmado y puesto en marcha. Todos los cambios que le fueron introducidos durante el largo y fuerte debate parlamentario, acabaron quitándole beneficios a los colonos pero Maceo, quien estaba verdaderamente interesado en el proyecto, no tuvo más salida que aceptarlo. El documento incluía una cláusula que exigía que el setenta y cinco por ciento de los inmigrantes debían ser blancos y solamente admitía un veinticinco por ciento de mestizos. Maceo, que era mulato, acabó firmando.  Tiempo después, su hermano Antonio contrajo matrimonio y un fotógrafo de San José se negó a retratar a la pareja porque ella era blanca y él era negro.
Los prejuicios raciales y la desconfianza que generaba un militar cubano en la aldeana sociedad tica de entonces no fueron los únicos obstáculos que debió enfrentar. El periodista Pío Víquez se opuso al proyecto desde el inicio y  escribía casi a diario punzantes editoriales contra el general cubano. En determinado momento, Maceo le escribió para reclamarle de manera respetuosa, pero enérgica, que cesara sus ataques. De más está decir que esa réplica más bien provocó que los artículos contra su presencia y actividades en el país fueran más frecuentes y amargos.
El proyecto de Mansión de Nicoya, aunque desde el inicio dejó de ser ventajoso, empezó a andar cuesta arriba. Maceo tuvo un encontronazo con Flor Crombet, quien de ser su socio a convertirse en un enemigo. Con su compatriota, el Dr. Zambrana, también acabó distanciándose. El asunto se complicó tanto que Maceo nunca pudo hacer venir las cien familias previstas pero, incluso con menos colonos de lo planeado originalmente, los cubanos en Nicoya, además de engordar ganado, iniciaron cultivos de plátano, frijoles, yuca, maíz, caña de azúcar, cacao, café y tabaco. Mientras llegaba el tiempo de la cosecha, la colonia agrícola no disponía de recursos ya que el contrato la había dejado descapitalizada. Además, no contaban con beneficio de café ni ingenio azucarero. A pesar de la situación adversa, Maceo poco a poco fue sacando la comunidad adelante, administró muy inteligentemente los pocos recursos disponibles y, en poco tiempo, alcanzó importantes beneficios económicos que, como es fácil de suponer, fueron reservados para la lucha de independencia de Cuba. Un dato curioso es que para mantener el orden entre los colonos, Maceo estableció la ley seca.
Antonio Maceo y Grajales. (1845-1896) 
Aunque el viaje entre Nicoya y San José era largo y cansado, Maceo pasaba largas temporadas en la capital, donde se había hecho de pocos pero muy buenos amigos, entre los que estaban don Ricardo Jiménez Oreamuno y el escritor Manuel González Zeledón, Magón, quien en uno de sus cuentos dejó testimonio de las circunstancias en que el General abandonó de incógnito el territorio costarricense.
Maceo no era el único visitante ilustre en la tranquila ciudad de San José de aquellos años, en la que vivieron el escritor salvadoreño Francisco Gavidia y el poeta nicaragüense Rubén Darío. El general ecuatoriano Eloy Alfaro, aunque residía en Alajuela, también se daba su vueltecita por San José regularmente. El poeta cubano Enrique Loinaz del Castillo, se trasladó directamente desde Cuba para servirle a Maceo como administrador de la colonia nicoyana. Hasta José Martí vino en dos ocasiones a reunirse con Maceo y dar conferencias. Su primera visita, en junio de 1893, fue de ocho días y la segunda, en junio del año siguiente fue de trece días. Martí deseaba ir a ver en persona la comunidad cubana en Nicoya, pero el viaje no pudo concretarse.
Un dato curioso es que Gavidia, Alfaro, Maceo y Darío asistieron, el 15 de setiembre de 1891, a la inauguración del monumento a Juan Santamaría en Alajuela. 
Todos los que conocieron a Maceo, desde Darío o don Ricardo Jiménez, hasta don Federico Apéstegui, el comerciante vasco radicado en Nicoya quien escribió un libro de memorias sobre la época, coinciden en describirlo como un hombre reservado, de pocas palabras, gentil, culto y refinado.
Es triste decirlo, pero lo que Maceo presenció mientras estuvo en Costa Rica no fue precisamente una democracia en la que brillaban los derechos, las garantías y las libertades. El gobierno del presidente José Joaquín Rodríguez Zeledón fue autoritario y despótico, al punto de clausurar el congreso, realizar arrestos sin causa y dictar condenas de cárcel o destierro sin proceso alguno. Es irónico que hasta los más severos dictadores de Costa Rica, como don Tomás Guardia o don Federico Tinoco, hayan  procurado que hasta sus actos más arbitrarios estuvieran respaldados de alguna forma por la legalidad, mientras que José Joaquín Rodríguez, reconocido abogado y juez que había presidido la Corte Suprema de Justicia, se haya saltado a la torera la Constitución y las leyes. Rodríguez, en todo caso, había sido el impulsor de la colonia cubana en Nicoya y, quizá por ello, Maceo, quien además era hombre de pocas palabras, no se manifestó al respecto.
Una noche, a la salida del teatro Variedades, Maceo fue víctima de un atentado que casi le cuesta la vida.
Antonio Maceo, el Titán de Bronce, es un personaje fascinante y cuatro de sus cincuenta y un años de vida los pasó en Costa Rica. Su presencia en nuestro país, sin embargo, no ha sido objeto de muchas investigaciones.
En el año 2002, la Editorial Juricentro publicó Idearium Maceísta, de Armando Vargas Araya, una obra verdaderamente valiosa y completa que, además de brindar un compendio del pensamiento político y filosófico de Maceo, hace un recuento minucioso de las vicisitudes que debió afrontar durante su presencia en Costa Rica. Uno de los grandes méritos de este libro, además de la fluidez de la prosa y la rigurosidad de la investigación, es que no solamente cita los documentos sino que los reproduce. El contrato del gobierno con Maceo aparece íntegro, así como una bella página que escribió Martí en su cuarto de hotel, frente a la Plaza de Artillería, luego de haberse asomado al balcón un domingo en la mañana. El artículo de Rubén Darío sobre el monumento a Juan Santamaría, así como el poema En Costa Rica de Enrique Loinaz del Castillo son otras de las delicias bibliográficas que don Armando Vargas Araya, además de consultar, generosamente decidió compartir.
En Costa Rica se erigieron dos monumentos a Antonio Maceo, uno en Barrio Los Ángeles en San José y otro en Nicoya. La escuela de Mansión de Nicoya lleva el nombre de Antonio Maceo. El libro de don Armando Vargas Araya se suma y complementa, esta serie de homenajes a un personaje cuya presencia en Costa Rica no debe olvidarse.
INSC: 2227 
La señora María Cabrales, esposa de Antonio de Maceo, fundó en Costa Rica
en 1895, el club José Martí.

lunes, 20 de abril de 2015

Autobiografía de Rubén Darío.

Autobiografía de Rubén Darío. Edición
escolar. No indica Editorial ni año de
publicación.
Rubén Darío, el Príncipe de las Letras Castellanas, nació en un pueblito que se llamaba entonces Chocoyos, luego se llamó Metapa y desde 1920, en su honor, lleva el nombre de Ciudad Darío. El poblado está actualmente en el Departamento de Matagalpa, Nicaragua, pero en los tiempos en que nació el poeta toda la zona formaba parte de Las Segovias. En Ciudad Darío se conserva como una reliquia la casa en que Darío vino al mundo, pero la verdadera casa del poeta, a la que llegó siendo un bebé recién nacido, a la que volvía cada vez que estaba en su patria y en la que finalmente lo sorprendió la muerte, se encuentra en la ciudad de León. Es una casa esquinera con un hermoso patio interior que, convertida actualmente en un museo dedicado a su memoria, conserva muchos muebles originales así como cartas, documentos y objetos personales del escritor.
En León, a pocas calles de su casa, me encontré en una venta de libros usados su autobiografía en una edición tan sencilla que ni siquiera indica la editorial ni el año de publicación. Tal parece que el libro iba dirigido a escolares, puesto que al final incluye un cuestionario de comprobación de lectura.
Darío escribió su autobiografía a los cuarenta y cuatro años, cuando ya era un poeta admirado e imitado a ambos lados del Atlántico. A la larga, como todos sabemos, la poesía de Rubén Darío acabaría siendo referencia fundamental durante casi todo el Siglo XX. Hay quienes recalcan el hecho de que los escritores latinoamericanos del Siglo XIX se tardaron en encontrar un estilo propio y muchos de ellos no hacían más que imitar a los autores españoles. Con Darío, la corriente de la influencia dio vuelta y sus admiradores e imitadores estaban no solamente en toda América Latina, sino también en España. Dicha apreciación me ha parecido siempre un tanto regionalista y la consigno solamente para discutirla. Juzgar la importancia de una obra literaria por el lugar de origen del autor no es, en mi opinión, un buen punto de partida ni de conclusión.
La casa de Rubén Darío en León, Nicaragua.
Numerosos biógrafos y estudiosos de Darío se han mostrado desilusionados con su autobiografía, tanto por la forma como por el contenido. El estilo dariano, musical y solemne, no aparece por ninguna parte en estas páginas, escritas con concisión y limpia simpleza. Por otra parte, aunque habla de sí mismo, Darío es muy discreto y no hace grandes revelaciones.
Al inicio, se refiere a su nacimiento y sus primeros recuerdos. Era hijo de don Manuel García y doña Rosa Sarmiento y fue bautizado con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento. El general Máximo Jerez fue su padrino. Sus padres se separaron antes de que él naciera y fue confiado al cuidado de su tío el coronel Félix Ramírez, por lo que, de niño, en sus cuadernos escolares escribía su nombre como Félix Rubén Ramírez. Un tatarabuelo se llamaba Darío y en la ciudad de León todos sus descendientes eran conocidos como "los daríos", al punto que su bisabuela ya firmaba Rita Darío. 
El niño Rubén era inteligente, curioso, asustadizo y enamoradizo. Por las noches la casa se llenaba de lechuzas y de fantasmas. Le costaba conciliar el sueño y sufría de pesadillas. Algunas escenas de su infancia lo aterrorizaron toda su vida, como la vez que presenció un pleito a machetazos en que el ganador le cortó la mano al contrincante. También le horrorizaban un par de enanos, madre e hijo, que vivían en casa de don Pedro Alvarado, cónsul de Costa Rica en León. Enamorado de una saltimbanqui, cuyo nombre nunca pudo olvidar (Hortensia Buislay), quiso unirse al circo, pero fue rechazado. Cuando no leía, Rubén se entretenía adivinando figuras en las brasas del fuego o jugando con Laberinto, su perro.
Aprendió a leer a los tres años y en un armario encontró la Biblia, el Quijote, los Oficios de Cicerón y otras obras que él mismo califica como "extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño". Leyó todos esos clásicos mucho antes de que le compraran libros de cuentos con dibujos.  Ni él mismo es capaz de recordar a qué edad escribió sus primeros versos, pero supone que fueron coplas para ser declamadas en las procesiones de Semana Santa. Siendo un niño le pedían que escribiera obituarios en verso y poemas para bodas y eventos sociales.  
Rubén Darío (1867-1916) 
Educado en un ambiente profundamente religioso, entró al colegio de los jesuitas y los padres estimularon su talento orientando sus lecturas. Muy joven, por su madurez precoz y su inteligencia excepcional, fue admitido en la logia masónica.
Ya era un adolescente cuando un día llegó a su casa una señora vestida de negro que, llorando, lo abrazó y lo cubrió de besos. Era su madre, que no lo había visto desde que era un bebé recién nacido y a quien, después de esa ocasión, no volvería a ver en más de veinte años. Averiguando, supo que don Manuel García, conocido como Manuel Darío, el señor que visitaba a veces en su tienda, era su padre. 
A los catorce años empezó a trabajar como redactor en La Verdad, el periódico local. Unos señores importantes, impresionados por la fama del "poeta niño" se lo llevaron a la capital, Managua, donde gozó de la protección del granadino don Pedro Joaquín Chamorro, del guatemalteco Lorenzo Montúfar y del cubano Antonio Zambrana. 
Se trasladó luego a El Salvador, donde el presidente Rafael Zaldívar le encargó el discurso en honor del centenario de Simón Bolívar. Fue don Juan Cañas quien le recomendó: "Vete a Chile". "¿Cómo me voy a ir a Chile si no tengo recursos?" "Pues vete a nado, aunque te ahogues en el camino."
A partir de este punto, el libro deja de ser un relato para convertirse en recuento de los países que visitó, de los periódicos en que trabajó, de las amistades que hizo y de los personajes interesantes que llegó a conocer. La lista es tan larga que el autor no entra en muchos detalles. A uno le gustaría saber más de sus impresiones sobre los países en que pasó largas temporadas, los amigos que tuvo o los encuentros afortunados que pudo disfrutar, pero todas las menciones son breves.
Casa donde nació Rubén Darío. Ciudad Darío, Nicaragua.
En El Salvador, además de su amistad con Francisco Gavidia, tuvo bajo sus órdenes, cuando era director del periódico La Unión, a Aquileo Echeverría. Durante los meses que vivió en Costa Rica nació su primogénito Rubén Álvaro Darío Contreras, trabajó con Pío Víquez, gozó del mecenazgo de don Lesmes Jiménez y conoció a Antonio Maceo. Un dato curioso es que los amigos que más frecuentaba en San José, Rafael Yglesias, Ricardo Jiménez, Cleto González Víquez y Tomás Regalado, llegaron a ser presidentes, los tres primeros de Costa Rica y el último de El Salvador. Cuando estuvo en Guatemala, Darío logró que Enrique Gómez Carrillo viajara a España y fue el propio escritor guatemalteco quien, años después, hizo posible que Darío se estableciera en Madrid, donde trató de cerca a la Pardo Bazán, a Pedro de Alarcón, a Benito Pérez Galdós, a Ramón de Campoamor, a Juan Valera, a Marcelino Meléndez Pelayo, a Gaspar Núñez de Arce y a José  Zorrilla, con quienes entabló una amistad estrecha. Darío, muy lejos de ser, como podría suponerse, un humilde escritor centroamericano en medio de las estrellas de la literatura española del momento, era más bien el centro de atención y la voz cantante del grupo y llegó a sentirse abrumado, aunque agradecido, por las constantes muestras de admiración que recibía. El colombiano Vargas Vila y el mexicano Amado Nervo, eran también sus grandes amigos. 
Sin llegar a desarrollar una amistad, Darío tuvo encuentros casuales con otras figuras. Pasó una tarde entera con José Martí en Panamá. Participó en un par de tertulias con Verlaine.  Cuando le presentó credenciales a Alfonso XIII, el monarca elogió su obra literaria. En su audiencia con el papa León XIII fue presentado como redactor del diario del general Mitre de Argentina, pero el Papa, quien escribía poemas en latín, sabía a quién tenía al frente. En París, sostuvo una conversación con Oscar Wilde que verdaderamente lo impresionó. "Rara vez he encontrado una distinción mayor, una cultura más elegante y una urbanidad más gentil." 
No se crea, sin embargo, que el largo recuento de viajes y encuentros es una crónica de las altas esferas sociales y culturales en que Darío se desenvolvía. Darío gozó de fama, de prestigio, de reconocimiento, de éxitos literarios y periodísticos; su talento era reconocido en cualquier país al que llegara, las puertas de los círculos más exclusivos estaban siempre abiertas para él pero, en medio de esta agenda social intensa, el poeta muestra sin pudor y sin complejos una vida económicamente inestable, llena de angustias y de apuros. Darío nunca fue un hombre rico. Ni siquiera tuvo ingresos regulares. Le atrasaban los sueldos, no sabía rendir el dinero cuando lo tenía y en muchas ocasiones, en todos los países en que vivió, se vio en la necesidad de comer de fiado. En las fondas y las pensiones le daban crédito y el poeta, aunque estaba siempre en apuros, había aprendido a llevar su vida adelante con resignación, optimismo y buen humor. Una vez, en Argentina, Darío estaba sin un céntimo y, aunque el suizo del restaurante en que comía no le cobraba las cuentas atrasadas, ya lo atendía con mal semblante. En eso lo llaman de La Nación y le piden el obituario de Mark Twain, que estaba muriéndose. Más de una vez, la muerte de un escritor famoso le había salvado la vida, ya que le pagaban muy bien las notas necrológicas. Darío preparó el artículo y, contando con el dinero que iba a recibir, invitó a sus amigos a una cena "opípara y bien humecida". Pero el artículo no fue publicado. En su lugar apareció en el periódico una nota que informaba que Mark Twain había recobrado la salud. Dice Darío que el escritor norteamericano, con su recuperación, le había propinado una broma del humor negro que lo hizo famoso. Felizmente, logró modificar el artículo para que fuera publicado (y pagado) días después.
En su autobiografía, Darío tiene la altura y la nobleza de no mencionar nunca a quienes lo maltrataron, lo ofendieron o le hicieron daño. No habla muy bien del escritor José Etchegaray ni de Crisanto Medina, su jefe en España, pero lo que dice de ellos no llega ni a una línea. Con honestidad, pero también con gran discreción y delicadeza, Darío menciona en un par de ocasiones las serias crisis que sufrió por su alcoholismo. Salta a la vista que, además de gran poeta, Darío fue un hombre de nobles sentimientos y de temperamento alegre. De joven se interesó por el espiritismo, práctica que estuvo de moda entre los intelectuales de principios del Siglo XX, pero pronto abandonó esas andanzas porque descubrió que él era una poderosa antena que captaba mucho más de lo que podía soportar. Lo que para otros era un entretenimiento morboso y, en buena medida, una farsa, para él era una fuente de experiencias terroríficas de un realismo espantoso. Definitivamente, Darío tenía además un espíritu muy elevado.
Al final de su libro dice: "Y aquí pongo término a estas comprimidas memorias que, como dejo escrito, he de ampliar más tarde." No podía saber el poeta que solamente le quedaban cinco años de vida y, contra su deseo, nunca pudo ampliar el relato de sus recuerdos.
Darío vivió en El Salvador, Guatemala, Costa Rica, Honduras, Chile, Argentina, Brasil, México, Cuba, España, Francia y los Estados Unidos. Visitó Italia, Alemania, Venezuela y Colombia. Pero su hogar era León, Nicaragua. 
Muy enfermo, Darío regresó a Nicaragua para pasar sus últimos días abrigado por las paredes de la casa en que había crecido. Murió en febrero de 1916, pocas semanas después de haber cumplido cuarenta y nueve años de edad y fue sepultado en la catedral de León. 
Tumba de Rubén Darío. Catedral de León, Nicaragua.
INSC: 2010




viernes, 27 de febrero de 2015

El hacendado gallego don Ángel Castro Argiz, padre de Fidel Castro.

Todo el tiempo de los cedros. Paisaje
familiar de Fidel Castro Ruz. Katiuska
Blanco, Casa Editora Abril, Cuba, 2003.
Aunque Fidel Castro fue un dictador comunista y Francisco Franco fue un dictador fascista,  ambos personajes tienen varias características en común. Por su longevidad, ambos llegaron a ser fantasmas en vida y los dos perdieron su batalla contra el tiempo, al que no pudieron detener. En su último discurso, pronunciado en 1975, treinta años después de la derrota del fascismo, Franco seguía hablando de la "conspiración judeo masónica comunista que pretende destruir la civilización occidental". En Cuba, más de un cuarto de siglo después del desplome de lo que se llamó el socialismo real, siguen empeñados en sostener un sistema que generó pobreza, perpetró grandes atropellos contra la libertad individual y cuyo fracaso fue más que evidente. Franco pretendía que el calendario se detuviera en 1939 y Fidel en 1959, pero el tiempo siguió su marcha y sus respectivos países, convertidos en una muestra anacrónica de una realidad que el resto del mundo había dejado atrás, debieron esperar varios años para salir del prolongado paréntesis que la dictadura impuso en su historia.
Tanto los admiradores como los detractores de ambos personajes suelen concentrarse en lo acertado o erróneo de sus actos como gobernantes y, por ello, sus biografías generalmente arrancan a partir del momento en que se levantaron en armas, brindan poca información sobre sus años de infancia y juventud y no suelen ser generosas en detalles sobre su vida personal o familiar. Ambos dictadores alcanzaron una edad avanzada, por lo que sus vidas acabaron siendo más largas que sus biografías.
Francisco Franco y Fidel Castro comparten además su origen gallego. Franco nació en El Ferrol y Fidel Castro es hijo de don Ángel Castro Argiz, quien nació en Láncara, pequeña aldea de Lugo.
Lápida en la casa natal de don Ángel en Láncara.
Los diplomáticos cubanos suelen regalar libros y, hace ya bastantes años, Amado Riol Pírez, un simpático periodista cubano del Centro de Prensa Internacional de La Habana, que estuvo trabajando un tiempo en el Consulado cubano en Costa Rica, tuvo la gentileza de obsequiarme varias obras históricas y literarias recién publicadas en la isla. En el paquete venía Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz de Katiuka Blanco. El libro, escrito con un estilo poético, romántico y bucólico, cuenta la historia de don Ángel Castro, el gallego que se enamoró de Cuba y logró fundar y hacer crecer la próspera hacienda El Birán, así como la de Lina Ruz, la joven muchachita campesina con quien don Ángel tuvo siete hijos, el tercero de los cuales fue el Fidel Castro que todos conocemos. Aunque, como dije, el libro está narrado en clave sentimental, salta a la vista que es fruto de una investigación minuciosa que incluyó, además de consultas en archivos, entrevistas con miembros de la familia y viejos trabajadores de la hacienda. En las páginas finales aparecen reproducciones de numerosos documentos y fotografías de gran interés. Naturalmente, por tratarse de un libro publicado en Cuba, hasta la más mínima anécdota de Fidel es presentada como heroica y admirable y, en las numerosas fotos familiares que se incluyen no aparece Juanita, la hermana de Fidel que, junto con miles de cubanos, abandonó la isla en los primeros años de la revolución y acabó radicada en Miami por no estar de acuerdo con el rumbo que estaba tomando el nuevo régimen. Las confiscaciones y expropiaciones eran lo de menos. Los arrestos arbitrarios, los juicios sumarios, los fusilamientos y los campos de concentración para reeducar a los disidentes fueron lo que horrorizó a todos los que huyeron al exilio, entre quienes iba la hermana menor del comandante.
Casa natal de don Ángel Castro Argiz. Láncara, Lugo, Galicia.
Pero hagamos a un lado a Fidel por un momento y concentrémonos en su padre, cuya historia es poco conocida. Don Ángel era un campesino pobre que apenas si sabía leer y escribir y no tenía un horizonte muy prometedor por delante. La guerra en Cuba, a finales del siglo XIX, le dio la oportunidad de cruzar el Atlántico. En aquellos años era práctica común que los hijos de familias ricas, al ser llamados a filas, les pagaran a un muchacho pobre para que fuera a la guerra en su lugar. Don Ángel fue uno de esos sustitutos.
En calidad de soldado, estuvo en Cuba de 1896 a 1898 y, a pesar de las crueles experiencias que debió haber vivido durante el conflicto, se enamoró de la isla. Al regresar a Galicia, aquel joven veinteañero había decidido radicarse en Cuba. Trabajó duro, ahorró todo lo que pudo y el día de su cumpleaños número treinta desembarcó en La Habana. No traía más que una maleta y sus sueños. Los primeros años fueron los más duros, pero logró contar con la solidaridad de muchos paisanos, ya que la migración de gallegos a Cuba a principios del Siglo XX fue enorme. En aquel tiempo, un hombre de treinta años ya era considerado viejo, pero don Ángel nunca le arrugó la cara al trabajo. Fue peón agrícola en haciendas y campamentos mineros. Su búsqueda de un mejor salario lo fue llevando cada vez más al oriente de la isla. Aficionado a las peleas de gallos, logró hacer algún dinero con esta actividad. Su hijo Raúl, quien sucedió a Fidel en el ejercicio del poder, es aficionado a los gallos de pelea desde niño.
La casona de la hacienda El Birán. Oriente. Cuba.
En Oriente, don Ángel encontró la oportunidad de convertirse en hacendado. Eran muchos los pequeños propietarios de aquellas tierras remotas que estaban dispuestos a vender sus fincas para irse a vivir a La Habana o a Santiago. Don Ángel, quien además de trabajador y ahorrativo era muy prudente y cuidadoso en el manejo del dinero, fue comprando propiedades primero con sus ahorros y luego recurriendo al crédito. Tuvo que endeudarse para lograr su sueño (en el libro constan los montos, plazos e intereses de los pagarés que firmó), pero gracias a la eficiente administración de sus activos y a su austero estilo de vida, pronto quedó libre de deudas y, al unir todas sus fincas en una sola hacienda, ya podía considerarse un hombre rico. Su prosperidad en gran medida se debió a que pudo convertirse en proveedor de caña de azúcar para la United Fruit Company, la poderosísima compañía fundada por Andrew Preston y Minor Cooper Keith
Algunos enemigos de Fidel Castro han pretendido crear una leyenda negra sobre la figura de don Ángel. Sostienen que don Ángel formó parte del batallón español, al mando del comandante Ciruela, que atacó e hirió mortalmente al prócer de la independencia Antonio Maceo, el 7 de diciembre de 1896. También afirman que don Ángel se hizo de sus tierras de manera truculenta y que fue un explotador de sus peones.
El vagón de don Ángel. OTE es la abreviatura de Oriente.
Sin embargo, todo parece indicar que estos ataques no tienen fundamento. No hay registros detallados de los soldados españoles en la guerra de Cuba que permitan ubicar las acciones en las que participaron. Don Ángel mantuvo excelentes relaciones con los hacendados vecinos, con la Compañía y con las autoridades locales. De hecho era un hombre que, además de una gran fortuna, llegó a gozar de gran prestigio. Prueba de ello es el tratamiento de don, bastante poco común en Cuba. A Fidel y a Raúl se les llama simplemente Fidel y Raúl. Pero don Ángel, desde antes del nacimiento de sus hijos, ya era don Ángel. Es verdad que no les pagaba el sueldo a sus peones con dinero en efectivo, sino con vales canjeables únicamente en el comisariato, la tienda y la cantina de su propiedad, de manera que el pago que les daba a sus trabajadores como patrón inevitablemente volvía a él como comerciante, pero esa práctica, establecida por la Compañía, era común en todas las grandes haciendas aisladas. Por otra parte, don Ángel creía en el progreso e instaló correo, telégrafo, escuela pública, energía eléctrica, tubería de agua y hasta un cine en su hacienda. Los trabajadores de El Birán vivían en casitas limpias y bien construidas, sus hijos tenían escuela y dispensario médico y, los días libres, disfrutaban de películas y peleas de gallos. 

El escritor Carlos Alberto Montaner, quien no deja pasar una semana sin publicar un severo artículo para criticar a Fidel Castro, en varias ocasiones refutó los argumentos de la campaña de desprestigio contra don Ángel que, en todo caso, nunca fue tomada muy en serio y acabó diluyéndose.
Además del cultivo de caña, que era el negocio principal, en El Birán se criaban vacas, cabras y cerdos; las gallinas ponedoras y los pollos de engorde eran numerosísimos; se elaboraba queso y  se cultivaban árboles frutales y hortalizas para el consumo doméstico. Al alcanzar una situación económica verdaderamente holgada, don Ángel, que siempre tuvo buenos gallos, se hizo además de excelentes caballos. 
La casa natal de don Ángel, en Galicia, era pequeña y estaba construida en piedra. En El Birán edificó una amplia y alta casona de madera, muy bien ventilada e iluminada. A los guajiros locales les sorprendió que don Ángel dispusiera que vacas, cerdos, cabras y gallinas se ubicaran bajo el piso de su vivienda, protección que, en el trópico sin crudo invierno, además de extraña era innecesaria. 
Otra afición de don Ángel era sembrar árboles y los alrededores de El Birán se llenaron de bosques de cedros que el patrón veía crecer con gran alegría.
Fidel, en El Birán, ante el retrato de sus padres. Los mejo-
res amigos de don Ángel en Cuba eran Fidel Pino Santos,
su socio, y el cónsul haitiano Hippólite Hibbert. Se dice
que en honor a ellos, el tercer hijo de don Ángel con Lina
Ruz se llama Fidel Hipólito. Otros dicen que se llama Fidel
Alejandro. Pero en el libro de Katiuska Blanco aparece
una fotografía de su diploma escolar con el nombre
de Fidel Casiano Castro Ruz.
Don Ángel contrajo matrimonio con la maestra María Luisa Argota en 1911 y, entre 1913 y 1918, de esa unión nacieron cinco hijos.  La pareja se divorció en 1925, cuando don Ángel ya tenía dos hijos, Angelita (1923-2012) y Ramón (1924), con Lina Ruz González, una muchacha veintiocho años menor que él que trabajaba en su casa. Más tarde nacerían Fidel (1926), Raúl (1931), Juanita (1933), Enma (1935) y Agustina (1938).
Con Generosa Mendoza, don Ángel procreó a su hijo Martín, nacido en 1930.
La vida de don Ángel y Lina fue feliz. Eran personas de gustos e ideas sencillas, satisfechos con la vida aislada y próspera en El Birán. Todos sus hijos hicieron la primaria en la escuela pública de la hacienda junto con los hijos de los peones. El mayor, Ramón, verdaderamente disfrutaba participar en la administración de El Birán y acabó convirtiéndose en el gran apoyo de don Ángel, quien, inevitablemente, estaba envejeciendo. Ramón, al igual que sus otros hermanos, realizó su educación secundaria en colegios religiosos privados pero en vez de ir a la universidad prefirió quedarse en la finca ayudando a sus padres.
Las mujeres estudiaron en colegios de monjas en Santiago y Fidel y Raúl fueron a la Universidad de La Habana. Muy pronto Fidel, joven estudiante de Derecho, se involucró en la convulsa y agitada vida política de la capital cubana, que se desarrollaba en un agitado y violento debate permanente. En La Habana, por ese entonces, abundaban oradores callejeros, protestas, manifestaciones, discusiones y discursos interminables, alianzas, complots y componendas. Definitivamente, el revuelto y acalorado ambiente habanero era algo muy distinto a la vida austera y tranquila de El Birán. Fidel se involucró en la política de manera apasionada y activa a tiempo completo. Por andar en mitines, asambleas y reuniones de comités, no disponía ni de un minuto para trabajar. Con su título de abogado, casado y con un hijo, seguía viviendo del dinero que le enviaba don Ángel. Fidel no heredó los hábitos austeros de su padre y su viaje de bodas fue una prolongada estadía de varios meses en Nueva York.
Todos sabemos lo que vino luego. El asalto al Cuartel Moncada en 1953, por el que Fidel fue a la cárcel y, luego, al exilio.
Don Ángel Castro Arguiz murió de una obstrucción intestinal el 21 de octubre de 1956. Curiosamente, Fidel, a los ochenta años, la misma edad a la que falleció su padre, tuvo la misma enfermedad.
La muerte de don Ángel ocurrió cuarenta y dos días antes de que Fidel regresara clandestinamente a Cuba para iniciar su lucha armada. Vale la pena mencionar que las autoridades militares del gobierno de Batista nunca molestaron a Lina ni a Ramón. Fidel y Raúl estaban en la Sierra como guerrilleros rebeldes, pero Lina y Ramón, su madre y su hermano, eran hacendados que hacían negocios sin meterse en política.
Después del triunfo de la revolución, han circulado versiones en las que Lina y Ramón aparecen como revolucionarios muy activos pero, al igual que en el caso de la leyenda negra de don Ángel, pareciera que esas versiones son más propagandísticas que históricas.
El libro Todo el tiempo de los cedros, de Katiuska Blanco, se concentra en la historia de amor de don Ángel y Lina, en su experiencia al frente de El Birán y en la infancia y juventud de Fidel Castro. Naturalmente, mucho de lo que he mencionado en esta nota lo he tomado de otras fuentes ya que en este libro, como en cualquier otro publicado en Cuba, la persona de Fidel, así como todo lo que haga o diga, es tratado en tono reverencial. Sin embargo, a pesar de esta comprensible limitación, el libro brinda un atractivo retrato de don Ángel Castro, que es el héroe de esta historia. Engendrar a Fidel Castro no es, ni de lejos, lo más destacable en la vida de don Ángel. Su hijo, en todo caso, no se le parece. Don Ángel era callado, discreto, sencillo, trabajador, ahorrativo, buen administrador y, aunque esta es una palabra que no les gusta a los comunistas, fue un hombre exitoso. Al llegar a Cuba, don Ángel no tenía estudios, ni dinero, ni amigos. Solamente tenía un sueño. Su fortuna no se debió a un golpe de suerte. Fue el fruto de años de trabajo duro, de ahorro, de prudencia, de austeridad y de disciplina. Don Ángel supo descubrir  y aprovechar las oportunidades que la vida le puso por delante. En Estados Unidos, a personajes como él los llaman self made men,  hombres que se hacen a sí mismos, personas emprendedoras de origen humilde que logran formar un gran patrimonio a base de esfuerzo. Los self made men, curiosamente, son los héroes del capitalismo. Don Ángel tuvo que trabajar en el campo en Galicia durante años para reunir el dinero necesario para viajar a Cuba. No tuvo, como su hijo Fidel, un padre que lo matriculara en colegios privados, lo enviara a la universidad, le financiara una estadía de meses en Nueva York a todo lujo y lo mantuviera después de graduado y casado. Por algo se dice que entre los millonarios, los magnates fundadores por lo general son simpáticos, mientras que sus herederos con frecuencia son antipáticos. El que empezó sin nada sabe lo mucho que cuesta hacerse de un patrimonio, pero el que se lo encontró hecho piensa que la vida es fácil.
Don Ángel llegó a Cuba con una maleta y, al morir, dejó un capital de seis millones de dólares. No tengo una idea exacta de cuánto sería el equivalente de seis millones de dólares de 1956 en la actualidad. Tampoco me interesa averiguarlo. Lo importante es que don Ángel empezó de cero.
Los admiradores de Fidel le elogian que, al expropiar a los terratenientes, para darles parcelas a los campesinos, repartió hasta la hacienda El Birán, patrimonio suyo, de su madre y de sus hermanos. Sus adversarios, por el contrario, afirman que Fidel, al destruir todo lo que en Cuba era productivo, destruyó hasta aquello que con tanto esfuerzo levantó su padre.
En la Cuba de Fidel, desaparecieron tanto las haciendas como las compañías agroindustriales privadas. La agricultura de planificación estatal centralizada tuvo en Cuba las mismas consecuencias que en la Unión Soviética y Europa del Este. Afortunadamente, don Ángel no vivió para verlo. Lina murió muy dolida porque su hijo Fidel desmembrara El Birán, fruto del esfuerzo de su marido.
El hijo menor de Fidel Castro, Ángel Castro Soto,
nacido en 1974, lleva el nombre de su abuelo.
Hay quienes dicen que la manía por el poder absoluto de Fidel Castro se puede rastrear en su infancia y juventud. En El Birán, donde Fidel nació y pasó su infancia, el patrón era don Ángel, se hacía lo que él decía y se acabó. En los colegios religiosos donde estudió en su juventud, el director era la máxima autoridad, se hacía lo que el director dijera y se acabó. Los gobiernos de Cuba, salvo honrosos y breves intentos democráticos, se caracterizaron por ser autoritarios y represivos. Como nunca tuvo la oportunidad de conocer la democracia, Fidel gobernó su país durante medio siglo como si fuera su finca.
En El Birán, actualmente, no hay tantos cultivos ni tanto ganado como en los tiempos de don Ángel, pero los árboles que sembró el viejo gallego siguen en pie. La casona fue restaurada para ser convertida en un museo dedicado a la infancia y juventud de Fidel Castro. Muchas cosas están cambiando en Cuba últimamente. Silvio Rodríguez, tras una vida entera defendiendo lo indefendible, recientemente ha descubierto que en La Habana hay familias pobres. Pablo Milanés ha ido más allá y mencionó que estuvo preso, de 1965 a 1967, en una UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) que eran los campos de concentración de corte stalinista que había en Cuba para que disidentes políticos, homosexuales y personas con creencias religiosas se reeducaran por medio de trabajos forzados. A estas alturas, Silvio Rodríguez quiere integrarse al grupo de los críticos y Pablo Milanés al de las víctimas.  Con semejantes cambios de postura no me sorprendería que, en un futuro no muy lejano, la casona de El Birán deje de ser un museo en honor a la infancia de Fidel Castro y se convierta en un museo dedicado al espíritu emprendedor de don Ángel Castro Argiz.

Don Ángel Castro Argiz. 1875-1956.
INSC: 1935

martes, 3 de febrero de 2015

Los cuentos de Magón: un clásico de la literatura costarricense.

Cuentos de Magón. Manuel González
Zeledón Magón. Editorial Costa Rica,
2001.
En el prólogo de este libro, León Pacheco afirma que nadie es más tico que Magón. Tal vez esté en lo cierto. Durante el siglo XIX y principios del XX, varios autores escribieron cuadros de costumbres sobre la vida en Costa Rica, pero los cuentos de Magón y las Concherías de Aquileo Echeverría fueron las obras que llegaron a convertirse en fundamentales. Costa Rica es un país tan joven que los autores de los clásicos de nuestra literatura nacieron en el siglo XIX y murieron en el XX.
Manuel González Zeledón, que firmaba sus cuentos como Magón, nació en San José en la noche buena de 1864. En 1906 se trasladó a los Estados Unidos, donde fue Cónsul de Costa Rica en Nueva York y Ministro y Encargado de Negocios de nuestra embajada en Washington. En 1936, ya muy enfermo, regresó a Costa Rica solamente para morir en su tierra.
Además de su trabajo como abogado y diplomático, Magón escribía cuentos en los que, con tanto cariño como ironía, retrataba la vida modesta y sencilla de aquella sociedad austera y un tanto primitiva que era nuestro país en aquel entonces. Nadie recuerda hoy las labores profesionales de Magón, pero sus cuentos siguen leyéndose y continúan generando sonrisas ya que, como las Concherías de Aquileo, están llenos de personajes pintorescos y situaciones absurdas. Cuando miro a Cuba, con su gran José Martí, o a Nicaragua con su sublime Rubén Darío, me llama poderosamente la atención el hecho de que en la literatura costarricense se considere como nuestros dos grandes autores a Magón y Aquileo, dos escritores modestos que cultivaban sabrosamente el humorismo sin tomarse muy en serio a sí mismos. Eran escritores sin grandes pretensiones que tenían como tema y como público a una comunidad pequeña también sin pretensiones de grandeza. Magón publicaba sus cuentos en los periódicos y la primera edición que los recopiló todos en un solo libro apareció en 1947, nueve años después de su muerte.
Recuerdo como si hubiera sido ayer el día que don Álvaro Arana Ballar, mi maestro de tercer grado de primaria, leyó en clase Para justicias el tiempo, un cuento en el que un hombre abusivo engaña a un niño para quitarle su asiento en el circo sin sospechar que, varios años después, el niño tendría la oportunidad de vengarse. Ya en la secundaria, leí El clis de sol. Un campesino de piel morena bastante oscura, le presenta a Magón a sus dos hijas, unas gemelitas rubias como la cerveza.  La madre es también morena. La razón por la que las niñas nacieron rubias, explica el orgulloso padre, es que durante el embarazo hubo un eclipse de sol. Magón, intrigado, le pregunta de dónde sacó esa idea y el campesino declara que eso fue lo que le dijo el maestro italiano rubio que come en su casa desde hace años. También en la secundaria leí la conmovedora novelita La propia, el más extenso de sus relatos, sobre un hombre que pierde su fortuna y eventualmente hasta su libertad, por una infidelidad que acabó en crimen pasional. Arruinado y preso, aquel mal marido que se comportó como un idiota y un patán, recibe la visita de su esposa que, a pesar de todo lo que le hizo, de alguna manera seguía amándolo.
Verdaderamente humorísticos son Quiere usted quedarse a comer, sobre los apuros que se pasan cuando se debe preparar a toda prisa una comida más o menos presentable para un visitante inesperado y Usufructo, sobre unos candelabros de plata que donde menos estaban era en casa de la dueña, ya que todo el mundo los pedía prestados para decorar rezos y velorios.
Manuel González Zeledón. Magón.
1864-1936
Los Cuentos de Magón incluyen también sabrosas anécdotas sobre acontecimientos históricos. En Mi primer empleo se menciona al General Tomás Guardia y al Obispo Bernardo Augusto Thiel. En Qué hora es se cuenta cómo el General Antonio Maceo logró salir de Costa Rica rumbo a Cuba, para sumarse a la lucha por la independencia, mientras un doble que ni siquiera hablaba español se paseaba por San José haciéndose pasar por él.
Magón escribe sus cuentos deleitándose en el repaso de los detalles y reproduciendo la manera de hablar de sus personajes. Con cierta frecuencia, el lector se encuentra con palabras cuyo significado desconoce. Hay expresiones que aunque eran comunes hace un siglo y se escucharon hasta hace poco, han caído totalmente en el desuso. Además, es probable que los lectores más jóvenes no sepan qué es un horcón o un atado de dulce. Por ello, las ediciones más recientes de los Cuentos de Magón incluyen un glosario en las páginas finales.
Curiosamente, mientras el vocabulario de estos relatos se vuelve cada vez más difícil de comprender, los títulos de los Cuentos de Magón se han convertido en expresiones que forman parte del vocabulario del costarricense. Cuando un tico se entera de que alguien que hizo una trastada finalmente recibió su merecido exclama "Para justicias el tiempo". Cuando mira un niño que no se parece a sus padres dice que es "un clis de sol" y cuando tiene una relación seria y estable con una mujer la llama "la propia".
No me atrevería a calificar ninguno de los cuentos de Magón como mi favorito, pero cada vez que tengo el libro en mis manos hay uno que siempre leo de primero. Se trata de Un día de mercado en la Plaza Principal. El relato es muy simple, solamente cuenta que el saco donde llevaba la compra se le rompió y dejó frutas y verduras regadas por el suelo. Lo que me fascina de este relato es la descripción detallada y minuciosa que hace del lugar, los vendedores, el público, la mercadería y la dinámica con que funcionaba todo. En aquellos años el mercado no era un lugar, sino un día. Un día en que los pobladores de San José se despertaban muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, por el ruido que hacían las ruedas de las carretas de bueyes que venían cargadas a la capital desde lugares tan lejanos como Santa Ana. El mercado se montaba frente a la Catedral y cada vendedor levantaba un puesto con armazones de madera y techo de manta. En un sector estaban las frutas, en otro las verduras, en otro los herreros que ofrecían hachas, machetes y herramientas. Aparte estaban los hojalateros con ollas, sartenes, cuchillos y tijeras. El jabón lo elaboraban en grandes bloques y los vendedores, armados de una regla y un cuchillo, partían trozos a gusto del cliente. Los compradores llevaban un canasto y un saco. Con el canasto iban de puesto en puesto y, cuando el canasto estaba lleno, vaciaban su contenido en el saco. Mientras hacían sus compras, dejaban el saco en cualquier esquina sin nadie que lo cuidara. "Andá compráte las vainicas; aquí te espero, y si no me hallás aquí, las echás al saco y te me juntás en la venta de cacao de ñor Bejarano."
Magón escribe sobre una Costa Rica que yo no conocí. Desde que tengo memoria el parque frente a la Catedral tiene su quiosco enorme y me resulta difícil imaginármelo como mercado. Sí alcancé a bañarme en la poza de un río y a ver pasar carretas de bueyes frente a mi casa. Las nuevas generaciones de ticos, para poder nadar en un río deben ir bastante lejos de San José y solamente ven carretas de bueyes el día del desfile. Esa Costa Rica que ya no existe no podemos añorarla quienes no la conocimos, pero por alguna extraña circunstancia, tal vez por una fibra de memoria colectiva que se tensa, los cuentos de Magón provocan nostalgia.
Magón fue declarado Benemérito de la Patria en 1953. Desde 1961, el máximo reconocimiento y homenaje que otorga el Estado de  Costa Rica a quien haya dedicado su vida entera a la promoción de la cultura se llama Premio Magón.
INSC: 1299
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