Obispos, Arzobispos y representantes de la Santa Sede en Costa Rica. Ricardo Blanco Segura. EUNED. Costa Rica, 1983. |
El nombre del primer obispo ha llegado a ser tema de discusión entre los especialistas. Don Diego Alvarez Osorio, sacerdote misionero que ejercía su ministerio en Panamá, fue el primero en ser designado para el cargo. Se trasladó a Nicaragua, pero como solamente un obispo puede consagrar a otro obispo (y en Centroamérica no había ninguno), don Diego murió en 1536 sin haber recibido la consagración episcopal.
Su sucesor, Fray Francisco de Mendavia, prior de un monasterio en Salamanca, España, fue nombrado en 1537 y consagrado en 1538, pero murió en 1542 en Madrid y tal parece que nunca viajó a Centroamérica.
Como el primero no fue consagrado y el segundo no estuvo en el territorio, muchos se inclinan a señalar que el dominico Fray Antonio de Valdivieso, nombrado, consagrado y residente en Nicaragua, aunque haya sido el tercero, debe ser considerado el primer obispo de la diócesis. El final de Fray Antonio de Valdivieso fue trágico. Tuvo serios enfrentamientos con las autoridades civiles y fue asesinado a puñaladas en su propia casa por el hijo del Gobernador. El obispo murió desangrado en brazos de su madre.
Tras este desafortunado incidente, la sede estuvo vacante por varios años. Vino luego una larga lista de sucesores entre los que hubo sacerdotes diocesanos, jeronimianos, franciscanos, dominicos, agustinos, benedictinos, mercedarios y trinitarios, todos ellos nacidos en España. Entre ellos cabe mencionar a Jerónimo Gómez Fernández de Córdova, obispo de 1571 a 1574, nieto del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdova y pariente, por tanto, de Francisco Fernández de Córdova, fundador de Nicaragua.
En Costa Rica, la primera Semana Santa se celebró en la isla de Chira en 1513, los primeros bautizos se realizaron en Nicoya en 1522. El templo de Nicoya se edificó en 1540 y en 1563 se fundó Cartago. Sin embargo, el primer obispo en visitar el territorio costarricense fue don Pedro de Villareal, andaluz, que permaneció en la provincia desde enero de 1608 a enero de 1609 y fue el primero en administrar el sacramento de la Confirmación en Costa Rica.
Los obispos residían en León, Nicaragua y, cuando realizaban la visita pastoral a Costa Rica, se quedaban un año entero para recorrer todos los poblados. El recorrido, a lomo de mula, era tan agotador, que ninguno repitió la visita.
Durante la época de la Colonia, en poco más de doscientos años, hubo once visitas episcopales de periodicidad bastante irregular. Entre la tercera visita, en 1637, y la cuarta, en 1674, pasaron treinta y siete años. Ese fue el lapso más largo. El más corto, de apenas nueve años, fue entre la octava, en 1751 y la novena, en 1760.
Pedro Morel de Santa Cruz (1694-1768) realizó la octava visita pastoral en 1751. Esteban Lorenzo de Tristán (1723-1793) realizó la décima visita pastoral en 1782. |
La octava visita, por cierto, acabó siendo famosa porque el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz escribió un detallado informe en que hace una descripción minuciosa de todas las poblaciones que recorrió. Otra visita memorable, por lo fructífera, fue la décima, en 1782, cuando el obispo Esteban Lorenzo de Tristán, además del primer hospital y la primera casa de estudios en Costa Rica, fundó la ciudad de Alajuela. Morel de Santa Cruz, que había nacido en La Española (hoy República Dominicana) fue luego obispo en Cuba, mientras que Tristán, nacido en Andalucía fue nombrado obispo de Guadalajara, México. Ambos prelados tuvieron que ver con el culto a Nuestra Señora de Los Angeles en Cartago. Morel autorizó que el Santísimo permaneciera en el humilde santuario de adobe y techo de paja en que se veneraba la Negrita y Tristán estableció la costumbre de "la pasada".
Cuando Llorente murió, en 1871, hubo una larga vacante que duró nueve años, durante la cual, en su última etapa, la Iglesia costarricense fue administrada por el obispo italiano Luigi Bruschetti, quien consagró al segundo obispo de Costa Rica, el alemán Bernardo Augusto Thiel.
Poco después de la muerte de Thiel, el Dr. Carlos María Ulloa, costarricense, fue nombrado obispo, pero murió en 1903 sin haber sido consagrado. La designación cayó entonces en el Dr. Juan Gaspar Stork, quien, al igual que Thiel, era alemán.
Curiosamente, mientras el segundo y tercer obispo de Costa Rica eran alemanes, el segundo y el tercer costarricense en ser consagrados obispos ocuparon sedes en otros países. El segundo costarricense en ser nombrado obispo fue Guillermo Rojas Arrieta, nacido en Cartago en 1855, que fue el primer Arzobispo de Panamá. El tercer costarricense en ser nombrado obispo fue el Dr. Claudio María Volio Jiménez, nacido en Cartago en 1874, nombrado obispo de Santa Rosa de Copán, Honduras. Monseñor Volio tuvo dos hermanos sacerdotes. Juan Bautista, el primer jesuita costarricense y Jorge Volio Jiménez, quien además de sacerdote fue general y fundador del Partido Reformista.
Anselmo Llorente Lafuente (1800-1871) y Guillermo Rojas Arrieta (1855-1933) primer y segundo costarricense en ser consagrados obispos. |
En 1954 se creó la diócesis de San Isidro del General y en 1961 la de Tilarán. Más recientemente fueron creadas las diócesis de Puntarenas y Cartago.
Bernardo Augusto Thiel y Juan Gaspar Stork eran grandes apasionados por la investigación histórica, pero fue Monseñor Víctor Manuel Sanabria el primero que intentó hacer una lista completa de los obispos que habían tenido jurisdicción en Costa Rica. El episcopologio de Sanabria, pese a ser una obra muy meticulosa y bien cuidada, venía con un buen número de errores que don Eladio Prado, investigador de la historia eclesiástica de Costa Rica, le hizo notar.
En 1983, don Ricardo Blanco Segura publicó el libro Obispos, Arzobispos y representantes de la Santa Sede en Costa Rica, en el que ofrece una lista completa de los obispos que han ejercido su autoridad en el territorio nacional, acompañada por una síntesis biográfica de cada uno. La obra incluye desde los tres primeros, don Diego Alvarez, Fray Francisco de Mendavia y Fray Antonio de Valdivieso, hasta los que estaban en el cargo en el momento de la publicación del libro.
Podría pensarse que se trata de un texto de referencia, de esos que uno, más que leer, simplemente consulta. Sin embargo, don Ricardo, que fue verdaderamente cuidadoso y exacto con los datos que incluye en cada apartado, se permitió ciertas licencias en las secciones de comentarios. Con total desenfado, expresa opiniones y valoraciones personales sobre los obispos biografiados y hasta se permite reproducir chismes que escuchó o hechos que presenció sobre asuntos verdaderamente delicados. En el prólogo del libro, por cierto, don Ricardo debió manifestar una disculpa a los familiares del Arzobispo Rafael Ottón Castro, ya que unas declaraciones suyas que brindó a otro investigador, al aparecer publicadas afectaron la imagen del ilustre prelado. Monseñor Castro murió en 1939, cuando don Ricardo, nacido en 1932, tenía solamente siete años de edad. No había manera de que a don Ricardo le constara lo que insinuó de él (que era alcohólico) y, por ello, se vio obligado a brindar disculpas y explicaciones. Sin embargo, tal parece que no aprendió la lección y en los comentarios de este libro se distrae en especular extensamente sobre aspectos de la personalidad de los obispos hasta extremos que rozan la grosería o la burla. Retrata a Llorente como impulsivo, opina que Monseñor Rodríguez Quirós no era la persona apropiada para ser arzobispo, califica la labor de Monseñor Rubén Odio como "desteñida" y acerca del Nuncio Paul Bernier, a quien tuvo oportunidad de tratar de cerca, solo deja constancia de que le resultó muy antipático.
El mayor problema de este libro es su falta de definición. Si don Ricardo quería manifestar su opinión (muy autorizada y muy bien informada, por cierto) sobre el desarrollo de la Iglesia costarricense, debió haber escrito un ensayo histórico. Si quería compartir chismes de sacristía en tono jocoso, debió haber publicado un libro de cuentos. Y si lo que pretendía era ofrecer una lista de biografías de los obispos de Costa Rica, debió haberse limitado a los datos. Al tratar de meterlo todo en el mismo saco, acabó ofreciendo una obra bastante irregular.
Sin embargo, y esto que quede claro, si se ignoran los comentarios fuera de tono y de lugar, el libro es un formidable trabajo de investigación y una valiosa obra de referencia.
Conforme pasa el tiempo, los obispos de Costa Rica son cada vez figuras más modestas y menos protagónicas. Bernardo Augusto Thiel, Rafael Ottón Castro, Víctor Manuel Sanabria o Carlos Humberto Rodríguez Quirós, habían obtenido con honores Doctorados en prestigiosas universidades, tenían una cultura general enciclopédica, eran verdaderas autoridades en Teología, Filosofía, Derecho, Historia y Literatura y, además, hablaban con fluidez media docena de idiomas.
Las credenciales de los obispos actuales no son tan impresionantes ni sus biografías tan atractivas como las de sus predecesores. El día que un investigador decida ampliar la lista de obispos que dejó don Ricardo, en vez de agregar los nombramientos que han venido luego, lo cual es tarea fácil, debería asumir el verdadero reto que sería intentar recopilar mayor información sobre la labor de los obispos de la época colonial sobre los que se sabe verdaderamente poco.
INSC: 0315.
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