Mostrando las entradas para la consulta anselmo llorente ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta anselmo llorente ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de noviembre de 2017

Anselmo Llorente Lafuente, primer obispo de Costa Rica.

Anselmo Llorente y Lafuente, primer
obispo de Costa Rica. Víctor Manuel
Sanabria Martínez. Prólogo de Carlos
Meléndez Chaverri. Editorial Costa Rica.
Costa Rica, 1972.
La extensa biografía de Mons. Anselmo Llorente Lafuente, primer obispo de Costa Rica, fue la primera investigación histórica que realizó Mons. Víctor Manuel Sanabria Martínez. quien, con exceso de modestia, la presentó como Apuntamientos históricos, cuando en realidad se trata de una obra verdaderamente rica, tanto en datos como en análisis. Fue publicada en 1933 pero la edición completa, ya impresa, fue mandada a destruir por el arzobispo Rafael Ottón Castro Jiménez, a quien no le hizo ninguna gracia que un cura joven (Sanabria tenía apenas treinta y cinco años), hubiera publicado un libro en que Monseñor Llorente era retratado como un hombre de carne y hueso, que cometió errores de tacto y que en ocasiones fue incapaz de comprender las circunstancias en que vivía inmerso.
Pese a la censura que sufrió su primera obra, Sanabria, apasionado de revisar libros y documentos antiguos, continuó investigando. En 1935 publicó el libro sobre La primera vacante y en 1941 la biografía de Bernardo Augusto Thiel y los Documentos sobre la Virgen de los Angeles.
Irónicamente, cuando Sanabria fue nombrado Arzobispo de San José, se convirtió en el inmediato sucesor de Mons. Castro Jiménez, quien había mandado destruir su primer libro.
La segunda edición de la biografía de Anselmo Llorente fue publicada por la Editorial Costa Rica en 1972, cuando ya Sanabria cumplía veinte años de muerto. En el prólogo, don Carlos Meléndez Chaverri destaca la rigurosidad que caracteriza a Mons. Sanabria como historiador, así como su labor de pionero en ese campo. Sanabria, por cierto, dedicó su primer libro a don Cleto González Víquez quien también fue un gran investigador que llegó publicar numerosos trabajos sobre la historia de Costa Rica.
Cabe señalar que Anselmo Llorente Lafuente no solo fue el primer obispo de Costa Rica, sino también el primer obispo costarricense. El segundo costarricense en ser consagrado obispo fue Mons. Guillermo Rojas Arrieta, primer Arzobispo de Panamá. El segundo y tercer obispo de Costa Rica, Mons Bernardo Augusto Thiel y Mons. Juan Gaspar Stork, eran alemanes. Así que, desde la muerte de Llorente, en 1871, hasta la consagración de Mons. Castro Jiménez, en 1921, pasaron cincuenta años en que la Iglesia de Costa Rica no fue gobernada por un obispo nacido en el país.
El primer intento por establecer una sede episcopal en Costa Rica tuvo lugar en 1560, cuando se propuso para ocuparla al misionero Juan Estrada Rávago, pero la iniciativa no tuvo éxito por la escasa población de la provincia. Costa Rica dependía, en lo eclesiástico, de la Diócesis de León, Nicaragua. Los obispos de León realizaban la visita pastoral al alejado territorio de Costa Rica. Fueron memorables las visitas de Mons. Pedro Morel de Santa Cruz y Mons. Esteban Lorenzo de Tristán, pero lo cierto es que ninguno de los obispos de León llegó a emprender el pesado viaje una segunda vez. 
Tras la independencia, tanto el clero como las autoridades civiles de Costa Rica consideraron importante contar con un obispo propio. Braulio Carrillo solicitó formalmente a la Santa Sede el nombramiento, haciendo la salvedad de que prefería que el elegido no fuera costarricense ni centroamericano. Su solicitud, en todo caso, no fue atendida.
En 1848, tras la proclamación de Costa Rica como República soberana e independiente, el Dr. José María Castro Madriz le escribió al Papa Pío IX, manifestándole que no era conveniente que la Iglesia costarricense dependiera de la de Nicaragua, "un país que nos hostiliza y vive casi anarquizado."
El Dr. Castro trató de presentar como candidato a obispo a su tío materno y mentor intelectual, el padre Juan de los Santos Madriz Cervantes, primer rector de la Universidad de Santo Tomás que había sido también presidente del Congreso y era un verdadero sabio. Sanabria declara, en su libro, que en su investigación no encontró el expediente de vida y costumbres del padre Madriz. Tal vez se trate de una mentirilla de su parte, porque todo el mundo en Costa Rica sabía que el padre Madriz tenía hijos con varias mujeres y uno de ellos, por cierto, era sacerdote, cosa que Sanabria debió haber sabido también y que pesó en que su candidatura no prosperara.
Don Juan Rafael Mora Porras, por su parte, trató de impulsar la candidatura del padre Rafael del Carmen Calvo, hermano de su ministro y hombre de confianza Joaquín Bernardo Calvo, pero cuando se percató que su candidato no tenía muchas posibilidades, le pidió al Papa que nombrara en su lugar a un obispo español o romano. Por alguna razón don Juanito, al igual que Braulio Carrillo, no quería que el deseado obispo de Costa Rica fuera tico.
Sin embargo, cuando en 1850 el Papa Pío IX creó la Diócesis de Costa Rica, nombró como primer obispo a don Anselmo Llorente Lafuente, nacido en Cartago el 21 de abril de 1800 y que se desempeñaba como rector del Seminario Tridentino de Guatemala. La noticia de la creación de un obispado en Costa Rica, cayó como una bomba en Nicaragua, no solo porque la Iglesia costarricense se desligaba administrativamente de Nicaragua y pasaba a ser sufragánea del arzobispado de Guatemala, sino porque el Papa, al establecer los límites de la Diócesis de Costa Rica, reconoció la soberanía costarricense sobre todo Guanacaste, territorio que, pese a la anexión proclamada en 1824, todavía Nicaragua seguía reclamando.
Anselmo Llorente Lafuente (1800-1871).
Primer obispo de Costa Rica.
En Costa Rica, el nombre del primer obispo fue una verdadera sorpresa, ya que nadie lo conocía. Tenía un año de edad cuando murió su padre y siete cuando murió su abuelo y, siendo niño, se había trasladado a Guatemala con sus hermanos varones. Allá estudió, se ordenó sacerdote, fue testigo de la proclamación de independencia el 15 de setiembre de 1821, llegó a ser presidente del hospital, rector del Seminario y hasta diputado en la Asamblea Constituyente de Guatemala en 1848.
Desde que partió, en la infancia, hasta su nombramiento de obispo, cuando ya había cumplido los cincuenta años, Anselmo Llorente Lafuente solamente había regresado a Costa Rica en dos ocasiones, en 1823 y 1830, para visitar a su madre y sus hermanas que vivían en Cartago.
Aunque nació en Costa Rica, Mons. Llorente era de una familia española por tres de los cuatro costados. Su padre, Ignacio Llorente Arcedo, era hijo de Manuel Llorente y Petronila Arcedo, naturales de Vizcaya, en el país Vasco. Su madre, Feliciana Lafuente Alvarado, era hija del teniente español Antonio de la Fuente, nacido en Castilla y de María Francisca Alvarado, criolla, descendiente de Jorge de Alvarado, el hermano de don Pedro de Alvarado, adelantado de Guatemala.
Algunos se preguntan por qué, si hay dos distritos nombrados en memoria del obispo (Llorente de Tibás, en San José y Llorente de Flores, en Heredia), el apellido Llorente haya desaparecido de Costa Rica. La razón es muy sencilla: todos los varones Llorente Lafuente se fueron a vivir a Guatemala. Cuatro de ellos, además, fueron ordenados sacerdotes. Ignacio y Anselmo fueron curas seculares, Nicolás ingresó a la Orden de Predicadores y Juan Tomás a la orden franciscana. Del otro hermano, Domingo, no se tienen registros en el país, por lo que es probable que se hayan radicado en Guatemala.
Las únicas que se quedaron en Costa Rica fueron sus hermanas que, aunque se casaron y tuvieron hijos, no transmitieron el apellido. Su descendencia, sin embargo, es muy numerosa. De su hermana Petronila Llorente Lafuente, casada con Joaquín Yglesias, descienden, entre otros muchos, los expresidentes Rafael Yglesias Castro, Federico Tinoco Granados y Abel Pacheco,  así como don Arturo Volio Jiménez y su hermano el general Jorge Volio, don Luis Demetrio Tinoco Castro, el escritor Joaquín Gutiérrez Mangel, el Lic. Fernando Soto Harrison y el Dr. Longino Soto Pacheco. De su hermana Margarita Llorente Lafuente, casada con Francisco Sáenz, descienden el Dr. Carlos Sáenz Herrera y don Guido Sáenz González. Don Guido, por cierto, me contó una vez que entre sus reliquias familiares tenía el reloj de oro del obispo Llorente y lo donó al Museo Nacional.
Una anécdota, contada por Sanabria en el libro, le resultó muy simpática a don Guido, quien fue dueño de Ladrillera La Uruca. Resulta que Mons. Llorente estaba tan ilusionado con la construcción del Seminario, que se ponía a amasar barro para fabricar los ladrillos que se usarían en la obra. Un día, al lavarse las manos al final de la jornada, se percató que no tenía su anillo pastoral, que debió haber quedado en alguno de los ladrillos. 
El libro de Sanabria sobre Llorente es exhaustivo hasta detalles inesperados. Llega a mencionar incluso los libros de texto que utilizó durante sus estudios en Guatemala, cita sus cartas pastorales una por una, se refiere a su correspondencia oficial y privada y hace un recuento bien documentado de los asuntos administrativos que le tocó atender. También intenta delinear un retrato psicológico del prelado. Sanabria pinta al obispo como huraño, rencoroso e irascible. Cita a Castro Madriz, quien mencionó que Llorente tenía "arrebatos pasajeros y violentos, acaloramientos momentáneos de su sangre ardiente." No se ofrecen detalles, pero con cierta frecuencia se subraya el hecho de que Llorente tenía muy mal genio.
Sin embargo, todos los testimonios coinciden en que era un hombre muy recto. Exigía disciplina en el clero y predicaba con el ejemplo. La austeridad con que vivía rayaba en la pobreza. El viajero irlandés Thomas Francis Meagher, que dejó escritos sus recuerdos del encuentro que sostuvo con él, lo describe como muy serio, muy alto, muy flaco, con dedos huesudos, el cabello blanco y la tez amarillenta. Su único vicio era fumar cigarrillos que enrollaba él mismo y su única distracción era jugar, con la baraja española, malilla y tresillo. Era aficionado a la mecánica y, aunque en la Costa Rica de aquel tiempo había pocas máquinas, cuando alguna se descomponía llamaban al obispo para que la arreglara.
A la izquierda, don Julián Volio Llorente y, a la derecha, don
Francisco María Yglesias Llorente, sobrinos y asesores del
obispo y adversarios políticos de don Juan Rafael Mora.
Sanabria deja claro que Llorente, quien tomó posesión de su cargo el 27 de diciembre de 1851, no logró entenderse bien ni con el pueblo, ni con el clero, ni con el gobierno. Su hermano, el padre Ignacio Llorente, fue su vicario desde 1852 y sus dos colaboradores más cercanos eran sus sobrinos, Julián Volio Llorente y Francisco María Yglesias Llorente, ambos enemigos políticos de don Juanito Mora. Por la cercanía de sus parientes, los curas criticaban al obispo de nepotismo. La palabra nepotismo, por cierto, viene de nepote, que en italiano significa sobrino, por lo que, en este caso, calzaba a la perfección.
El obispo y el presidente se guardaban la cortesía debida, pero se miraban uno al otro con recíproca desconfianza. Don Juanito, paranoico sobre las conspiraciones que pudieran hacer sus adversarios, creía ver, en cada palabra del obispo, la influencia de sus sobrinos. Llorente, por su parte, era supersensible ante cualquier acción, disposición o declaración de don Juanito.
Monseñor Llorente se escandalizaba ante el hecho de que hubiera curas moristas. El padre Nereo Bonilla llegó a afirmar: "Solo tres sacerdotes están con el obispo, los demás estamos con el gobierno."
Amargado y cansado de intrigas, Llorente escribió su carta de renuncia en setiembre de 1854. El documento fue conocido de manera pública, se logró una reconciliación más o menos amistosa y el obispo continuó en su puesto.
Por su experiencia como presidente de un hospital en Guatemala, Llorente fue nombrado presidente de la Junta Edificadora del Hospital San Juan Dios en San José. Costa Rica, había llegado a la mitad del siglo XIX sin hospital. El único intento anterior, el Hospital San Juan de Dios de Cartago, fundado por el obispo Tristán, apenas funcionó doce años, de 1782 a 1794. Llorente puso gran dedicación al proyecto, pero se molestó cuando el gobierno utilizó las instalaciones recién construidas como cárcel para reos comunes y asilo para enfermos mentales. Renunció entonces a la presidencia del hospital. Los galerones de abobe levantados, en todo caso, fueron muy útiles durante la epidemia del cólera.
En 1853, a petición del gobierno, el Papa Pío IX le dio el título de pontificia  a la Universidad de Santo Tomás. La declaratoria implicaba brindarle atribuciones y poderes al obispo sobre la institución y esto acabó desencadenando una agria polémica. Curiosamente, la iniciativa de declarar pontificia la universidad no surgió del Papa del ni del obispo, sino de las autoridades civiles, que solamente cuando el hecho estuvo consumado se percataron de lo que habían hecho.
Por esos años, don Juanito inauguró el Teatro Mora, primera sala de espectáculos cómicos, dramáticos y musicales en San José. El obispo Llorente, austero en sus costumbres hasta el extremo, no miró con buenos ojos esa actividad e instó a los fieles católicos a no asistir al teatro. Adolphe Marie, redactor del gaceta oficial, le hizo ver en un artículo que en la propia Roma, gobernada por el Papa, había teatros y hasta los monseñores de la curia asistían a ellos, pero el obispo Llorente, se negó a levantar la prohibición.
Llorente le resentía a don Juanito Mora el que, con tal de mantenerse en el poder, metiera a la cárcel y desterrara a quienes sospechaba que eran sus enemigos políticos. Entre las víctimas de la represión oficial hubo, en diversas oportunidades, familiares cercanos del obispo. El presidente y el obispo también chocaron por asuntos de dinero, ya que don Juanito pretendía que los fondos de diezmos que percibía la Iglesia, pasaran a disposición del Estado. Pero, pese a las diferencias y constantes encontronazos, el obispo Llorente apoyó a Mora cuando se dispuso a emprender la guerra contra los filibusteros de William Walker.
La proclama con que el obispo arengó a las tropas e instó a los costarricenses a enlistarse en la lucha, parece el anuncio de una cruzada, en que llama a "defender la religión de nuestros padres", amenazada por unos enemigos sobre los cuales no se ahorra insultos. El hecho que un obispo llame a la guerra no parece muy acorde con el Evangelio, pero Llorente, temperamental como era, se dejó llevar por el calor del momento. Un sobrino suyo, el Dr. Andrés Sáenz Llorente, acompañó las tropas en calidad de médico. A su sobrino predilecto, don Julián Volio Llorente, don Juanito se lo llevó y acabó nombrándolo comandante de Liberia. No quería tenerlo cerca, pero tampoco creyó conveniente dejarlo en la capital. Dos sacerdotes, don Raimundo Mora y don Francisco Calvo, acompañaron el ejército costarricense como capellanes. 
Tras el primer encuentro con los filibusteros, el 11 de abril de 1856 en la batalla de Rivas, don Juanito le pidió al padre Calvo que, en su informe al obispo, no presentara los hechos como una derrota. Aunque posteriormente el 11 de abril llegó a ser fiesta nacional para celebrar el triunfo de la batalla de Rivas, lo cierto fue que, en el momento y por la enorme cantidad de muertos y heridos, el resultado de la expedición fue considerado catastrófico. Para colmo de males, los soldados que regresaron trajeron con ellos la peste del cólera.
Durante la epidemia, por temor a que las aglomeraciones de personas facilitaran el contagio, Monseñor Llorente dispuso que la Santa Misa dominical se celebrara al aire libre, en la puerta de los templos. Algunos curas se negaban a impartir los sacramentos a los moribundos por miedo a resultar contagiados. Llorente los obligó a cumplir con su deber y él mismo administró la Unción de los enfermos a numerosos afectados. Para rogar por el fin de la peste, se estableció la procesión del Dulce Nombre.
En el plano puramente religioso, hubo una ampliación de patronazgo. La Catedral estaba dedicada a San José pero, después de la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción de María, en 1856, Llorente declaró patrona de la Catedral a María Inmaculada. Por eso, la imagen de la Virgen preside la nave central del templo. Curiosamente, en la Catedral se celebra solemnemente el 19 de marzo, día de San José, pero no hay fiestas tan sonadas el 8 de diciembre, día de la Inmaculada.
Para 1858, las relaciones entre el obispo y don Juanito Mora habían llegado a ser insostenibles. Don Juanito preparaba su nueva reelección y el obispo era de los muchos que consideraba que esas reelecciones, en circunstancias no del todo claras, no eran más que la pantalla de don Juanito para quedarse indefinidamente en el poder. Incluso un buen número de ciudadanos que habían sido moristas por años consideraban que había llegado el momento de que don Juanito abandonara la presidencia. 
Tras un intercambio de documentos escritos en tono diplomático, pero de duro contenido, el 24 de diciembre de 1858 don Juanito tomó la decisión de expulsar "a perpetuidad" a Monseñor Llorente de Costa Rica. Le dio veinticuatro horas para abandonar el país. Llorente se trasladó a Nicaragua y se estableció en Rivas. Lo acompañó su asistente, el joven seminarista Domingo Rivas, que fue ordenado por Llorente en Nicaragua. Rivas, posteriormente, obtuvo el título de Doctor, fue Rector de la Universidad de Santo Tomás y vicario de Mons. Llorente con miras a ser su sucesor. 
El destierro "a perpetuidad" a fin de cuentas duró menos de un año. Mora fue derrocado y Monseñor Llorente regresó a Costa Rica el 8 de setiembre de 1859, llamado por el nuevo presidente, el Dr. José María Montealegre.
Montealegre nombró a don Julián Volio Llorente, sobrino del obispo, como ministro de Relaciones Exteriores y Culto, por lo que le correspondía ser el enlace del gobierno con las autoridades de la Iglesia. Su sucesor, el Dr. Jesús Jiménez Zamora, mantuvo a don Julián en el puesto.
Monseñor Llorente tenía una relación muy cercana con el Dr. Montealegre, que era su médico personal y se llevó muy bien con el Dr. Jesús Jiménez, que ni se metía en los asuntos de la Iglesia ni habría permitido jamás que el obispo se metiera en los asuntos del gobierno. Según Sanabria, con solamente una pizca de diplomacia por ambas partes, Llorente y don Juanito Mora se habrían comprendido mejor, pero el hecho es que no fue así. 
De izquierda a derecha: Padre José María Brenes,
don Vicente Segreda, Mons. Anselmo Llorente y
el Dr. Carlos María Ulloa. Grupo que viajó al
Concilio Vaticano en 1869.
La masonería apareció en Costa Rica entre 1824 y 1825, pero fue durante el episcopado de Llorente que alcanzó verdadero auge. El Dr. Castro Madriz, así como don Julián Volio, eran miembros activos. El padre Francisco Calvo, considerado fundador de la primera Logia en San José, atrajo a la hermandad a otro sacerdote, el Dr. Carlos María Ulloa, que también fue iniciado. En 1867, el obispo Llorente obligó a los dos curas a retractarse y abandonar la masonería, lo cual le valió severas críticas por parte del Dr. Lorenzo Montúfar en la prensa.
Aficionado a declarar condenas, sanciones, suspensiones y excomuniones a diestra y siniestra, en la lista de penas declaradas por Llorente hay una en verdad simpática. En 1868 condenó con excomunión a quienes dañaran los postes de telégrafo que empezaban a instalarse en el país.
En 1869 viajó por primera y única vez a Europa para asistir a las sesiones del Concilio Vaticano. Lo acompañaban los sacerdotes José María Brenes y el Dr. Carlos María Ulloa, e iba como secretario don Vicente Segreda. No se sabe exactamente qué pasó, pero tal parece que el mal genio de Mons. Llorente salió a relucir. Se enojó con los dos sacerdotes y los mandó de vuelta a Costa Rica. El Dr. Carlos María Ulloa declaró a su regreso que Llorente había salido llorando de la audiencia que tuvo con el Papa Pío IX y que se lamentaba diciendo: "De todos los obispos que hay aquí, solo yo me encuentro en esta situación".
El 18 de agosto de 1871, Monseñor Llorente fue a Alajuela a bendecir la inauguración de los trabajos del ferrocarril y a administrar el sacramento de la Confirmación. Exactamente un mes después, el 17 de setiembre, declaró sentirse muy enfermo y, por primera vez en su vida, se quedó en cama. Murió el 22 de setiembre de 1871. El acta de defunción, firmada por su médico de cabecera, el Dr. José María Montealegre y por su sobrino, el Dr. Andrés Sáenz, estableció como causa de su muerte la fiebre tifoidea. El funeral se efectuó el 24 de setiembre en la antigua iglesia de la Merced y su cuerpo fue sepultado en el atrio de la Catedral que estaba en construcción.
Ultima fotografía de Monseñor Anselmo
Llorente, en 1871, año de su fallecimiento.
En su testamento, Mons. Llorente lega su biblioteca al Seminario, su casa de Cartago a una comunidad religiosa, sus ornamentos y todos sus bienes a la Iglesia y solamente le deja algunos objetos a sus parientes. Establece una partida para que sea distribuida entre mendigos y otorga la por entonces astronómica suma de cien pesos a sus servidores domésticos, Gregorio Cruz, Margarita Valverde y Casilda Sandí. Hay también, en el documento, un dato curioso. Establece una beca para que un hijo de su sobrino Carlos Volio Llorente, vaya al Seminario a prepararse para el sacerdocio. El hijo mayor de don Carlos Volio, a la muerte de Mons. Llorente, era Juan Bautista Volio Jiménez, que entonces solamente tenía diez años de edad y que, posteriormente, se convertiría en el primer jesuita costarricense. Otros dos hijos de don Carlos, nacidos ya cuando Mons. Llorente había muerto, fueron ordenados sacerdotes, Mons. Claudio María Volio, obispo de Santa Rosa de Copán, Honduras, y Jorge Volio Jiménez quien fue luego fundador del Partido Reformista. Sin embargo, ninguno de los tres estudió en el Seminario de San José. Juan Bautista se formó en California y Claudio María y Jorge en Bélgica.
Para la nueva catedral se mandaron a traer de Europa altares de mármol. El amplio y sólido altar de madera en que Mons. Llorente celebraba la Santa Misa fue trasladado a la Iglesia del Carmen, donde aún se encuentra. El 7 de julio de 1882, Mons. Thiel dispuso trasladar los restos de Mons. Llorente al presbiterio de la Catedral ya concluida. A las ocho de la noche, rodeado de los familiares de Llorente, antes de darle sepultura, Thiel ordenó que se abriera la urna. Pese a los once años transcurridos desde su muerte, el cuerpo de Mons. Llorente estaba conservado y Thiel pudo contemplar el rostro de su antecesor, a quien no había conocido en vida. La exposición se prolongó durante dos horas y Monseñor Llorente fue sepultado, a las diez de la noche, frente al altar de San José, al lado del Evangelio.
INSC: 2740

viernes, 2 de noviembre de 2018

Los obispos de Costa Rica.

Obispos, Arzobispos y representantes de la Santa
Sede en Costa Rica. Ricardo Blanco Segura.
EUNED. Costa Rica, 1983.
La Diócesis de Nicaragua y Costa Rica fue creada por el Papa Clemente VIII el 26 de febrero de 1531, veintinueve años después de la visita de Cristóbal Colón y treinta años antes de las incursiones de Juan de Cavallón y Juan Vásquez de Coronado. Es decir, cuando el territorio costarricense no había sido aún explorado ni conquistado por los españoles.
El nombre del primer obispo ha llegado a ser tema de discusión entre los especialistas. Don Diego Alvarez Osorio, sacerdote misionero que ejercía su ministerio en Panamá, fue el primero en ser designado para el cargo. Se trasladó a Nicaragua,  pero como solamente un obispo puede consagrar a otro obispo (y en Centroamérica no había ninguno), don Diego murió en 1536 sin haber recibido la consagración episcopal. 
Su sucesor, Fray Francisco de Mendavia, prior de un monasterio en Salamanca, España, fue nombrado en 1537 y consagrado en 1538, pero murió en 1542 en Madrid y tal parece que nunca viajó a Centroamérica.
Como el primero no fue consagrado y el segundo no estuvo en el territorio, muchos se inclinan a señalar que el dominico Fray Antonio de Valdivieso, nombrado, consagrado y residente en Nicaragua, aunque haya sido el tercero, debe ser considerado el primer obispo de la diócesis. El final de Fray Antonio de Valdivieso fue trágico. Tuvo serios enfrentamientos con las autoridades civiles y fue asesinado a puñaladas en su propia casa por el hijo del Gobernador. El obispo murió desangrado en brazos de su madre.
Tras este desafortunado incidente, la sede estuvo vacante por varios años. Vino luego una larga lista de sucesores entre los que hubo sacerdotes diocesanos, jeronimianos, franciscanos, dominicos, agustinos, benedictinos, mercedarios y trinitarios, todos ellos nacidos en España. Entre ellos cabe mencionar a Jerónimo Gómez Fernández de Córdova, obispo de 1571 a 1574, nieto del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdova y pariente, por tanto, de Francisco Fernández de Córdova, fundador de Nicaragua.
En Costa Rica, la primera Semana Santa se celebró en la isla de Chira en 1513, los primeros bautizos se realizaron en Nicoya en 1522. El templo de Nicoya se edificó en 1540 y en 1563 se fundó Cartago. Sin embargo, el primer obispo en visitar el territorio costarricense fue don Pedro de Villareal, andaluz, que permaneció en la provincia desde enero de 1608 a enero de 1609 y fue el primero en administrar el sacramento de la Confirmación en Costa Rica.
Los obispos residían en León, Nicaragua y, cuando realizaban la visita pastoral a Costa Rica, se quedaban un año entero para recorrer todos los poblados. El recorrido, a lomo de mula, era tan agotador, que ninguno repitió la visita.
Durante la época de la Colonia, en poco más de doscientos años, hubo once visitas episcopales de periodicidad bastante irregular. Entre la tercera visita, en 1637, y la cuarta, en 1674, pasaron treinta y siete años. Ese fue el lapso más largo. El más corto, de apenas nueve años, fue entre la octava, en 1751 y la novena, en 1760.
Pedro Morel de Santa Cruz (1694-1768) realizó la octava visita pastoral en 1751.
Esteban Lorenzo de Tristán (1723-1793) realizó la décima visita pastoral en 1782.
La octava visita, por cierto, acabó siendo famosa porque el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz escribió un detallado informe en que hace una descripción minuciosa de todas las poblaciones que recorrió. Otra visita memorable, por lo fructífera, fue la décima, en 1782, cuando el obispo Esteban Lorenzo de Tristán, además  del primer hospital y la primera casa de estudios en Costa Rica, fundó la ciudad de Alajuela. Morel de Santa Cruz, que había nacido en La Española (hoy República Dominicana) fue luego obispo en Cuba, mientras que Tristán, nacido en Andalucía fue nombrado obispo de  Guadalajara, México. Ambos prelados tuvieron que ver con el culto a Nuestra Señora de Los Angeles en Cartago. Morel autorizó que el Santísimo permaneciera en el humilde santuario de adobe y techo de paja en que se veneraba la Negrita y Tristán estableció la costumbre de "la pasada".
Desde la época colonial se realizaron esfuerzos para que Costa Rica contara con un obispo propio. Tras la independencia, Braulio Carrillo, el Dr. José María Castro Madriz y don Juan Rafael Mora Porras, solicitaron al Papa la creación de una sede episcopal en el país. La diócesis fue finalmente erigida en 1850 y don Anselmo Llorente la Fuente fue, además del primer obispo de Costa Rica, el primer costarricense en ser consagrado obispo.
Cuando Llorente murió, en 1871, hubo una larga vacante que duró nueve años, durante la cual, en su última etapa, la Iglesia costarricense fue administrada por el obispo italiano Luigi Bruschetti, quien consagró al segundo obispo de Costa Rica, el alemán Bernardo Augusto Thiel. 
Poco después de la muerte de Thiel, el Dr. Carlos María Ulloa, costarricense, fue nombrado obispo, pero murió en 1903 sin haber sido consagrado. La designación cayó entonces en el Dr. Juan Gaspar Stork, quien, al igual que Thiel, era alemán.
Curiosamente, mientras el segundo y tercer obispo de Costa Rica eran alemanes, el segundo y el tercer costarricense en ser consagrados obispos ocuparon sedes en otros países. El segundo costarricense en ser nombrado obispo fue Guillermo Rojas Arrieta, nacido en Cartago en 1855, que fue el primer Arzobispo de Panamá. El tercer costarricense en ser nombrado obispo fue el Dr. Claudio María Volio Jiménez, nacido en Cartago en 1874, nombrado obispo de Santa Rosa de Copán, Honduras. Monseñor Volio tuvo dos hermanos sacerdotes. Juan Bautista, el primer jesuita costarricense y Jorge Volio Jiménez, quien además de sacerdote fue general y fundador del Partido Reformista.
Anselmo Llorente Lafuente (1800-1871) y Guillermo Rojas
Arrieta (1855-1933) primer y segundo costarricense en ser
consagrados obispos.
En 1921 se crea la provincia eclesiástica de Costa Rica y dos costarricenses son consagrados obispos: el Dr. Rafael Ottón Castro como primer Arzobispo de San José y el Dr. Antonio del Carmen Monestel Zamora como primer obispo de Alajuela. El vicariato apostólico de Limón, sin embargo, desde su fundación y durante sesenta años fue administrado por obispos alemanes. Tras Blessing, Wollgarten, Odendahl y Hoefer, don Alfonso Coto Monge, en 1980, se convirtió en el primer costarricense en ser obispo de Limón. Curiosamente, estos obispos alemanes en la Santa Misa, que celebraban en latín, predicaban tres homilías, una en español, otra en inglés y otra en francés.
En 1954 se creó la diócesis de San Isidro del General y en 1961 la de Tilarán. Más recientemente fueron creadas las diócesis de Puntarenas y Cartago. 
Bernardo Augusto Thiel y Juan Gaspar Stork eran grandes apasionados por la investigación histórica, pero fue Monseñor Víctor Manuel Sanabria el primero que intentó hacer una lista completa de los obispos que habían tenido jurisdicción en Costa Rica. El episcopologio de Sanabria, pese a ser una obra muy meticulosa y bien cuidada, venía con un buen número de errores que don Eladio Prado, investigador de la historia eclesiástica de Costa Rica, le hizo notar. 
En 1983, don Ricardo Blanco Segura publicó el libro Obispos, Arzobispos y representantes de la Santa Sede en Costa Rica, en el que ofrece una lista completa de los obispos que han ejercido su autoridad en el territorio nacional, acompañada por una síntesis biográfica de cada uno. La obra incluye desde los tres primeros, don Diego Alvarez, Fray Francisco de Mendavia y Fray Antonio de Valdivieso, hasta los que estaban en el cargo en el momento de la publicación del libro.
Podría pensarse que se trata de un texto de referencia, de esos que uno, más que leer, simplemente consulta. Sin embargo, don Ricardo, que fue verdaderamente cuidadoso y exacto con los datos que incluye en cada apartado, se permitió ciertas licencias en las secciones de comentarios. Con total desenfado, expresa opiniones y valoraciones personales sobre los obispos biografiados y hasta se permite reproducir chismes que escuchó o hechos que presenció sobre asuntos verdaderamente delicados. En el prólogo del libro, por cierto, don Ricardo debió manifestar una disculpa a los familiares del Arzobispo Rafael Ottón Castro, ya que unas declaraciones suyas que brindó a otro investigador,  al aparecer publicadas afectaron la imagen del ilustre prelado. Monseñor Castro murió en 1939, cuando don Ricardo, nacido en 1932, tenía solamente siete años de edad. No había manera de que a don Ricardo le constara lo que insinuó de él (que era alcohólico) y, por ello, se vio obligado a brindar disculpas y explicaciones. Sin embargo, tal parece que no aprendió la lección y en los comentarios de este libro se distrae en especular extensamente sobre aspectos de la personalidad de los obispos hasta extremos que rozan la grosería o la burla. Retrata a Llorente como impulsivo, opina que Monseñor Rodríguez Quirós no era la persona apropiada para ser arzobispo, califica la labor de Monseñor Rubén Odio como "desteñida" y acerca del Nuncio Paul Bernier, a quien tuvo oportunidad de tratar de cerca, solo deja constancia de que le resultó muy antipático.
El mayor problema de este libro es su falta de definición. Si don Ricardo quería manifestar su opinión (muy autorizada y muy bien informada, por cierto) sobre el desarrollo de la Iglesia costarricense, debió haber escrito un ensayo histórico. Si quería compartir chismes de sacristía en tono jocoso, debió haber publicado un libro de cuentos. Y si lo que pretendía era ofrecer una lista de biografías de los obispos de Costa Rica, debió haberse limitado a los datos. Al tratar de meterlo todo en el mismo saco, acabó ofreciendo una obra bastante irregular. 
Sin embargo, y esto que quede claro, si se ignoran los comentarios fuera de tono y de lugar, el libro es un formidable trabajo de investigación y una valiosa obra de referencia.
Conforme pasa el tiempo, los obispos de Costa Rica son cada vez figuras más modestas y menos protagónicas. Bernardo Augusto Thiel, Rafael Ottón Castro, Víctor Manuel Sanabria o Carlos Humberto Rodríguez Quirós, habían obtenido con honores Doctorados en prestigiosas universidades, tenían una cultura general enciclopédica, eran verdaderas autoridades en Teología, Filosofía, Derecho, Historia y Literatura y, además, hablaban con fluidez  media docena de idiomas. 
Las credenciales de los obispos actuales no son tan impresionantes ni sus biografías tan atractivas como las de sus predecesores. El día que un investigador decida ampliar la lista de obispos que dejó don Ricardo, en vez de agregar los nombramientos que han venido luego, lo cual es tarea fácil, debería asumir el verdadero reto que sería intentar recopilar mayor información sobre la labor de los obispos de la época colonial sobre los que se sabe verdaderamente poco.
INSC: 0315.

domingo, 10 de diciembre de 2017

La invención de Costa Rica. Ensayos de Carlos Cortés.

La invención de Costa Rica. Carlos
Cortés. Editorial Costa Rica.
Costa Rica, 2003.
El libro La invención de Costa Rica, publicado en 2003, recoge una serie de artículos y conferencias de Carlos Cortés sobre diversos aspectos de la historia, la literatura y algunos escritores costarricenses.
El primer texto, que da título al libro, se refiere a los mitos presentes en la historia del país. Cabe aclarar que la historia, en general, está llena de mitos y la de Costa Rica no tendría por qué estar exenta de ese fenómeno. Inevitablemente la imaginación acaba infiltrándose en el relato de los acontecimientos que, con mucha frecuencia, no ocurrieron como comunmente se cree. Separar lo real de lo imaginario es tarea difícil, ya que hay mitos tan populares que acaban siendo repetidos automáticamente.
Algo así sucedió en este caso. Carlos Cortés plantea la construcción simbólica que puede haber detrás de Juan Santamaría, del culto a la Virgen de los Angeles, la arcadia tropical, el igualitarismo de los costarricenses y la democracia rural. Sin embargo, en su exposición, que pretende ser desmitificadora, acaba, tal vez inadvertidamente, repitiendo mitos.
Menciona que Cristóbal Colón llamó a esta tierra Costa Rica, cuando en realidad el nombre de Costa Rica aparece por primera vez treinta y siete años después de la breve visita del Almirante a Cariay. Llama Juana Pereira a la mujer que encontró la imagen de la Virgen de los Angeles, pese a que el nombre del personaje histórico es desconocido. Juana Pereira es un nombre que inventó Monseñor Víctor Manuel Sanabria. Señala al Dr. José María Montealegre como el artífice del derrocamiento de Juan Rafael Mora, cuando los responsables fueron, principalmente, Vicente Aguilar y Lorenzo Salazar. Al Dr. Montealegre le ofrecieron la presidencia cuando el golpe ya estaba consumado y ni siquiera el propio Juan Rafael Mora lo culpó por su caída. Declara que Costa Rica tiene una historia militar muy escasa, pasando por alto el hecho de que, desde la Independencia hasta el año 1900, hubo diez golpes de Estado y al menos cinco conflictos armados considerables.
Como se ve, los mitos son tan fuertes que hasta quienes pretenden cuestionar unos, no solo repiten otros sino que acaban creado mitos nuevos. Verdaderamente temeraria es la afirmación, incluida en el ensayo, de que Monseñor Anselmo Llorente Lafuente apoyó el derrocamiento de Mora. El obispo ni siquiera se encontraba en Costa Rica, la mayoría del clero era morista y no hay documento que implique a Llorente en los hechos, aunque, por supuesto, el que Mora hubiera desterrado al obispo pesó entre los múltiples motivos de su caída.
Algunos mitos tienen una base real. El caso de Juan Vásquez de Coronado, mencionado en el ensayo, es un buen ejemplo. Era, en verdad, conciliador más que conquistador y prefirió la negociación con los habitantes nativos más que la confrontación armada.
Otros mitos son más bien materia legendaria. El cacique Garabito, que no aparece en el ensayo, es casi un espejismo y tal parece que las tropas de Juan de Cavallón lucharon contra un enemigo inventado para confundirlos.
También están por supuesto, los mitos que son deformaciones deliberadamente manipuladas de la historia. En esta categoría, Carlos Cortés brinda un verdadero aporte al desenmascarar uno de los más sonados casos. En 1989, el gobierno decidió celebrar “El centenario de la democracia”, para conmemorar el alzamiento que, en 1889, obligó a dimitir al presidente Bernardo Soto y llevó al poder a José Joaquín Rodríguez Zeledón. Por alguna razón que nunca estuvo clara, la versión oficial era que Costa Rica había gozado de democracia desde 1889, cuando en realidad el gobierno del presidente Rodríguez Zeledón, instalado ese año, indiscutiblemente fue el más antidemocrático de la historia del país. Ignoró la Constitución, mandó desterrar y encarcelar ciudadanos, suspendió todas las garantías, cerró periódicos y llegó hasta el extremo de clausurar el Congreso. En aquellos años circulaba la broma de que lo peor que pudo haber hecho Rodríguez Zeledón fue desaparecer el poder legislativo porque, si un día recobraba la razón y se daba cuenta de que debía renunciar al cargo, no tendría ante quién presentar la renuncia. A los cuatro años, repudiado por todos los sectores, dejó como presidente a su yerno, Rafael Yglesias Castro quien, también atropellando la Constitución y la voluntad popular, se quedó en el cargo por dos periodos. Las elecciones de Ascención Esquivel Ibarra, la primera de don Cleto González Víquez (1906) y la de Alfredo González Flores no fueron tampoco nada democráticas y vino luego la dictadura de Federico Tinoco. En los comicios presidenciales de 1944 y 1948, así como en los de diputados de 1946, hubo fradude y hasta muertos.
Señalar 1889 como el año a partir del cual Costa Rica vive una democracia fue, definitivamente, un invento sacado de la manga. En toco caso, aunque en su momento el asunto sirvió de excusa para una celebración muy sonada, el mito acabó cayendo por su propio peso.
Este primer ensayo, en todo caso, es el único que se refiere a Historia. En los siguientes Carlos Cortés escribe sobre literatura, que es lo suyo. Hace un recuento de la producción literaria costarricense reciente en el que formula valoraciones verdaderamente dignas de considerar. Sin embargo, la época que pretendió abarcar es tan amplia que el texto acaba siendo una ráfaga de nombres de autores y títulos de libros en los que apenas se detiene unos instantes, cuando muchos de ellos merecerían una atención más reposada.
Me llamó la atención que dos de los ensayos sobre literatura empezaran con la misma afirmación planteada casi con las mismas palabras. “La ambición del escritor costarricense” dice, “es inscribirse en la literatura latinoamericana.”
Naturalmente, cuando alguien publica lo que escribe alberga la ilusión de que su obra llegue a un público amplio, pero no creo que todos los escritores compartan la ambición de convertirse en figuras continentales. El asunto hasta tiene sus riesgos, puesto que quien escribe con el propósito de ganar notoriedad y volverse famoso más allá de las fronteras, puede acabar produciendo literatura de exportación al gusto y estilo imperante en el mercado del momento. Mi punto de vista, tal vez más romántico y hasta ingenuo, es que quien escribe lo hace respondiendo a motivos más internos que externos. El escritor escribe sobre lo que lo apasiona, sobre lo que lo inquieta, sobre lo que le interesa. Si luego su obra logra apasionar, inquietar o interesar a otros, ojalá a muchos, esa ya es otra historia pero, en el fondo, la ambición del literato está más centrada en la obra misma que en el reconocimiento que podría obtener por ella.
Joge Luis Borges lo dijo de una forma muy hermosa al afirmar que “La mayor ambición del escritor es lograr unas páginas que valgan la pena de ser leídas. Solamente unas páginas”, recalcó, “porque un libro entero ya sería esperar demasiado.”
Es natural que un autor se alegre si su obra llega a ser traducida o editada en otros países, pero tampoco se amarga si no lo logra. Hay quienes ni siquiera lo intentan. Recuerdo en particular el caso de don Alberto Cañas. Fue ministro, fue diplomático, viajó mucho, tuvo relaciones de estrecha amistad con escritores europeos y latinoamericanos, sus obras teatrales se montaron en distintos países del continente pero, curiosamente, nunca ni siquiera intentó publicar fuera del país. Una vez le pregunté el motivo y me respondió que tenía claro que en sus novelas, Costa Rica era tanto su tema como su público.
Incluso hoy, en un mundo globalizado con grandes facilidades de comunicación, existen escritores que aspiran a escribir unas páginas dignas de ser leídas aunque vayan dirigidas casi exclusivamente a sus más allegados.
Volverse famoso, o rico, por medio de la literatura, es algo que puede ocurrir, pero con lo que no hay que contar. Si alguien se pone a escribir en busca de fama o fortuna, quizá sería mejor que dedicara su energía y talento a una empresa menos arriesgada.
Carlos Cortés es bastante severo en sus juicios sobre el panorama cultural y literario durante el cambio del siglo XX al XXI, especialmente en lo que se refiere al Ministerio de Cultura, una institución que, en sus inicios, desarrolló ambiciosos y exitosos proyectos, pero que acabó convertida en un aparato burocrático de alto costo y escasos frutos. Cuando se dio inicio a la reestructuración de la Orquesta Sinfónica, don Pepe Figueres soltó su famosa frase “¿Para qué tractores sin violines?” y, apenas treinta años después, la dura crítica del libro lleva por título “¿Para qué violines sin ideas?”
Las últimas páginas de La invención de Costa Rica están dedicadas a semblanzas de nueve escritores costarricenses, de los cuales solamente a dos, Max Jiménez y Eunice Odio, Carlos Cortés no tuvo oportunidad de conocer en persona. Las notas sobre los demás, don Joaquín Gutiérrez, don Fabián Dobles, don Alberto Cañas, doña Carmen Naranjo, Alfonso Chase, Mía Gallegos y Rodrigo Soto, además de la semblanza personal y literaria, vienen acompañadas de recuerdos personales.
Agradezco que mi nombre haya sido mencionado en la nota sobre don Beto, pero me sorprendió que Carlos Cortés, en otro ensayo, al mencionar su propia obra, pusiera: “Cruz de olvido, de Carlos Cortés logró darle...” No comprendo por qué optó por referirse a sí mismo en tercera persona, cuando habría sido más fácil, y hasta más natural, decir simplemente “En Cruz de olvido, logré darle...”
La invención de Costa Rica es un libro que merece ser leído con calma y hasta ser repasado con frecuencia. Como verdadero conocedor de la literatura costarricense, Carlos Cortés logró plantear su visión personal de lo escrito y publicado en la segunda mitad del Siglo XX con provocadoras valoraciones e interpretaciones. Sus puntos de vista, ya sea que se compartan o se discutan, definitivamente no pueden pasarse por alto.
INSC: 1815

lunes, 11 de diciembre de 2017

Las anécdotas del padre Alberto Mata Oreamuno.

Semblanzas y anécdotas eclesiásticas.
Alberto Mata Oreamuno.
Costa Rica, 1988.
Cuando estaba cerca de cumplir los ochenta y cinco años de edad, Monseñor Alberto Mata Oreamuno acató la recomendación que recibía constantemente de parte de sacerdotes jóvenes y escribió un libro sobre personajes que había conocido y hechos que había presenciado o protagonizado durante su ya larga vida.
No se trata de sus memorias, que ya había publicado unos años antes, sino más bien de una recopilación de recuerdos, anécdotas y semblanzas que valía la pena dejar escritas para que fueran conocidas cuando ya no estuviera él para contarlas.
El libro, titulado Semblanzas y anécdotas eclesiásticas, que tiene tanto páginas jocosas como emotivas, está lleno de sorpresas. Algunas son francamente divertidas y otras son verdaderas revelaciones de gran importancia histórica.
Nacido en Cartago en 1904, el padre Mata era bisnieto, por el lado paterno, de Jacinta de la Fuente, hermana de Feliciana, la madre del obispo Anselmo Llorente La Fuente, primer obispo de Costa Rica, quien, según cuenta, se entretenía jugando partidas de naipe con sus tíos abuelos. Por el lado materno tenía cierto parentesco con Mons. Luis Javier Muñoz, el obispo de Guatemala que fue expulsado por el dictador Jorge Ubico.
Las primeras páginas están dedicadas a breves notas biográficas de los papas, de Pío IX a Juan Pablo II y, tras una nota sobre el cardenal Rafael Merry del Val (1865-1930), vienen apartados sobre los obispos de San José, desde Mons. Llorente hasta Mons. Carlos Humberto Rodríguez Quirós.
Cuenta que era un niño de doce años de edad la primera vez que vio a los padres paulinos alemanes con quienes posteriormente recibiría su formación sacerdotal. El obispo Juan Gaspar Stork llegó a Cartago acompañado de los sacerdotes Carlos Trapp y Agustín Blessing, en agosto de 1916, para celebrar la fiesta de la Virgen de los Angeles. El santuario era entonces un amplio galerón de madera ya que el templo (como prácticamente toda la ciudad) había sido destruido por el terremoto de mayo de 1910 que solamente dejó media docena de casas en pie.
Alberto Mata Oreamuno.
(1904-1996)
Con sincera admiración y profundo afecto, menciona uno por uno los nombres de todos los paulinos alemanes que vinieron a Costa Rica. Aquellos religiosos eran serios, severos, estrictos, estudiosos, trabajadores, austeros y cultos. Hablaban varios idiomas y constantemente hacían gala de tener una memoria prodigiosa. No solo porque citaban la Sagrada Escritura, los cánones y las sentencias de los Padres y Doctores de la Iglesia sin consultar ningún libro, sino porque se sabían los nombres y los apodos de cada uno de los estudiantes de la secundaria y de los mayoristas. Cuando felicitaban a algún estudiante, lo llamaban por el nombre, pero cuando lo regañaban lo llamaban por el apodo. Tenían además un sexto sentido para darse cuenta de todo lo que ocurría dentro del Seminario. Una vez, en la biblioteca donde hacían la tarea, un estudiante cometió una falta de urbanidad (con ruido y mal olor) y el padre Felipe Vetter, desde el otro extremo del salón, señaló al responsable y le gritó: "Pezuña, ¡No sea cochino!"
El rector, padre José Ohlemüller, era una verdadera eminencia pero, en sus últimos años, ya senil, decía incongruencias. Una vez, un sacerdote joven se atrevió a mencionar el deterioro mental del padre Ohlemüller y el padre Wilhelm Hennicken, al oírlo, le espetó: "El padre Ohlemüller leyó y estudió muchísimo durante toda su vida, así que esté tranquilo porque eso no le va a pasar a usted."
Además del Seminario, había paulinos alemanes en distintos puntos del país. Dos residían permanentemente en Talamanca y otros dos estaban a cargo de todo el territorio de la actual diócesis de San Isidro de El General. El vicariato apostólico de Limón fue confiado también a ellos porque la Misa, que se celebraba en latín, tenía tres homilías: una en español, otra en inglés y otra en francés. El hecho de que sacerdotes tan bien preparados con títulos de prestigiosas universidades europeas se hubieran trasladado como misioneros a los lugares más remotos de Costa Rica fue siempre una gran inspiración para los seminaristas.
En cuanto al clero local, se menciona que, curiosamente, siempre han habido curas con el mismo apellido. Simultáneamente hubo tres Badilla, tres Volio que eran hermanos, tres Valenciano que eran primos, cuatro Zúñiga y cuatro Mata. Las anécdotas que se cuentan de ellos son bien divertidas. El padre Rafael Badilla era lo que podría llamarse un cura maicero. Párroco rural, le predicaba a los campesinos en su propio lenguaje porque él también era uno de ellos. En aquellos tiempos había unas ollas de hierro o de barro que, para manterlas estables sobre la leña del fogón, tenían tres patitas diminutas que eran como picos. Una vez el sermón del padre Badilla fue interrumpido por el llanto de un recién nacido y, para indicarle a la madre que lo amamantara, le gritó desde el púlpito: "¡Dale la pata de olla!"
Francisco de Paula Castillo Arcas, uno de los tres Castillos, era un sacerdote andaluz dicharachero y que tocaba la guitarra, que fue párroco de San Rafael de Oreamuno. Allí encausó y alentó la vocación de un jovencito llamado Víctor Manuel Sanabria Martínez. Cuando Sanabria fue nombrado Arzobispo, el padre Castillo se jactaba de que, gracias a él, la Iglesia costarricense había llegado a tener tan brillante prelado. Sin embargo, Monseñor Sanabria, medio en broma medio en serio solía decir: "En el clero tenemos tres Castillos, pero de los tres no se hace un rancho."
Beato Fray Remigio de Papiol.
(1885-1937)
Naturalmente, no todo el libro está escrito en clave humorística. Verdaderamente emotivo es el recuerdo de Fray Remigio de Papiol, sacerdote capuchino al que el Padre Mata le servía de monaguillo cuando era niño. Ver de cerca el recogimiento con que el fraile celebraba la Santa Misa fue uno de los grandes estímulos que despertaron su vocación sacerdotal.
Nacido en Barcelona en 1885 con el nombre de Esteban Santacana Armengol, Fray Remigio de Papiol ejerció su ministerio en Filipinas, México, Bluefields en Nicaragua, Colón en Panamá y Cartago en Costa Rica. Compañero suyo de viaje fue el hermano Fray Casiano de Madrid, que acabó desarrollando una gran obra social en Puntarenas. Fray Remigio regresó a España y, tras haber ingresado durante un breve período a la Orden Cartuja, acabó residiendo en Madrid.
Cuando el padre Mata fue ordenado, le escribió comunicándoselo y Fray Remigio le respondió que rezaba constantemente por su monaguillo. Fray Remigio de Papiol murió mártir en 1937, víctima de la represión contra la Iglesia durante la Guerra Civil Española y fue beatificado por el Papa Francisco el 21 de noviembre de 2015.
En cuanto a datos importantes para la historia de Costa Rica, el libro reproduce la homilía que pronunció el padre Alfredo Hidalgo (reconocido calderonista) en el Te Deum cantado a propósito de la instalación de la Junta Fundadora de la Segunda República presidida por don José Figueres y que acabó generando un serio disgusto entre Monseñor Sanabria y el gobierno.
Monumento a Mons. Alberto Mata Oreamuno
en los jardines del Templo Parroquial de
Guadalupe de Goicoechea.
Sorprendente es la revelación de que Monseñor Carlos Gálvez, nacido en 1910, cuando tenía apenas nueve años de edad, mientras jugaba con sus amiguitos en una acera de Barrio Amón, fue testigo del asesinato del General Joaquín Tinoco y, por ser el mayor de los niños allí presentes, lo llamaron a brindar declaración ante el juzgado.
Las menciones que el padre Mata hace de su familia son en verdad conmovedoras. Último hijo de una familia numerosa, cuenta que nunca pudo ver sano a su padre, el poeta Félix Mata Valle, quien era abogado, fue diputado en varias oportunidades y pronunció un poema escrito por él mismo en el funeral del obispo Bernardo Augusto Thiel ya que, desde que tuvo memoria, ya su padre yacía postrado por el cáncer que, lentamente, acabó con su vida.
Don Félix Mata Valle le hizo la declaración de amor a la que sería su esposa, doña María Josefa Oremuno Ortiz, por medio de una carta. El libro reproduce el texto de la misiva, de octubre de 1878, en la que el joven enamorado le confiesa que desde hace tiempo la admira, que ha llegado a amarla y que fuera de ella no encuentra cómo llenar su alma y hacer latir su corazón. Le confiesa que es pobre pero que nunca le ha huido al trabajo y que sabe cuánto cuesta la vida como para alcanzar, no la riqueza, sino al menos cierta comodidad. Insiste en que no quiere incomodarla y se despide pidiéndole que disculpe su atrevimiento.
Al final viene el breve discurso pronunciado por el padre Mata el 24 de abril de 1988 en la inauguración del monumento que el pueblo de Guadalupe de Goicoechea erigió en su honor en los jardines del templo cuando era párroco don Oscar Fernández, quien luego sería obispo de Puntarenas. Aunque al principio se opuso a la idea, acabó aceptando el homenaje de la comunidad citando, eso sí, un versículo de Evangelio de San Lucas: "Siervos inutiles somos y hemos hecho lo que debiamos."
Por más cuidada que esté la edición, inevitablemente todos los libros tienen erratas, dedazos o palabras mal escritas. Guardo mi ejemplar con mucho cariño porque lo recibí directamente de las manos del padre Mata quien, antes de dármelo, corrigió con un lapicero los pequeños errores que se le habían escapado.
INSC: 1466

viernes, 6 de octubre de 2017

La primera vacante episcopal en Costa Rica. 1871-1880

La primera vacante de la Diócesis de
San José. Víctor Manuel Sanabria M.
Editorial Costa Rica, 1973.
Anselmo Llorente Lafuente, primer obispo de Costa Rica, murió el 23 de setiembre de 1871. Casi nueve años después, el 27 de febrero de 1880, Bernardo Augusto Thiel fue designado como su sucesor. Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez, no solo escribió extensas biografías de los dos prelados, sino también un interesante estudio histórico sobre el largo periodo vacante que hubo entre ambos. El libro, publicado en primera edición por la imprenta Lehmann en 1935 y reeditado por la Editorial Costa Rica en 1973,  además de explicar las razones de la prolongada demora en el nombramiento episcopal, brinda valiosos datos e innumerables sorpresas sobre la letra menuda de la historia eclesiástica costarricense.
El Concordato vigente en aquel entonces le otorgaba al gobierno costarricense el beneficio de patronazgo, es decir, el Poder Ejecutivo tenía el derecho tanto de proponer como de vetar candidatos a la sede episcopal. Lo que sucedió, para hacer la historia corta, es que la Santa Sede y el gobierno no lograron ponerse de acuerdo. Un año antes del fallecimiento de monseñor Llorente, don Tomás Guardia había derrocado al presidente Jesús Jiménez Zamora. A la muerte del obispo, todo parecía indicar que el llamado a sucederlo iba a ser el Dr. Domingo Rivas Salvatierra quien, por cierto, fue designado vicario capitular y administrador de la Diócesis hasta el nombramiento del nuevo obispo. Sin embargo, el Dr. Rivas, que había sido miembro del Consejo de Gobierno de don Jesús Jiménez, era un reconocido adversario de don Tomás Guardia y el gobierno, por tanto, prefirió buscar otro candidato. El elegido fue el padre Ramón Isidro Cabezas Alfaro, que había sido cura de Esparza y quien no solo era ferviente partidario de don Tomás y padrino de una de sus hijas sino que, al momento de ser propuesto como candidato a obispo, ocupaba el cargo de diputado por la provincia de Heredia.
Mons. Dr. Domingo Rivas Salvatierra (1836-1900).
El asunto no prosperó porque el gobierno cometió tres errores en la propuesta. Primero, nunca consultó al Padre Cabezas si aceptaría el cargo; segundo, no incluyó un informe sobre los méritos del sacerdote propuesto y, tercero, presentó un único candidato, cuando lo normal, en estos casos, es presentar varios para que el Papa decida. Ante el tropiezo, se desató entonces una trama de intrigas y vanidades heridas en que se llegó hasta los ataques personales. En cuanto supo de las gestiones, el padre Cabezas manifestó que no le interesaba el cargo ya que no se consideraba capacitado para ejercerlo. Don Domingo Rivas envió un informe a Roma en que pintaba al padre Cabezas como ignorante, parrandero, usurero y vicioso. El padre Cabezas apenas había cursado un mínimo de estudios, se había enriquecido gracias al contrabando, bebía guaro y jugaba billar en las cantinas, prestaba plata con altos intereses y era implacable a la hora de cobrar. El hecho de que no vistiera nunca sotana y acostumbrara realizar salidas nocturnas para echarse una canita al aire también fue mencionado. Al enterarse de lo que se decía de él, el padre Cabezas cambió de actitud y decidió entonces proseguir con su candidatura episcopal. Una cosa era reconocer la incapacidad y los vicios ante los amigos y vecinos que, en todo caso, ya estaban enterados y otra, muy distinta, era que sus fechorías se expusieran por escrito ante la Santa Sede. El gobierno, entonces, mantuvo como único candidato al Padre Cabezas y el Dr. Domingo Rivas, por su parte, se dedicó a entorpecer la comunicación entre la diplomacia costarricense y el Vaticano. Con la cancha tan embarrialada, ni Cabezas ni Rivas tenían ninguna posibilidad de alcanzar el nombramiento episcopal, pero ninguno dio un paso atrás.
Luigi Bruschetti (1826-1881). Administrador de
la Iglesia costarricense de 1877 a 1880.
A los cinco años de sede vacante, el gobierno, en una maniobra subterránea hecha a espaldas de don Domingo Rivas (a quien querían quitarse de enmedio), le solicitó al Papa Pío IX que nombrara un administrador para la Diócesis. Al Papa, que ya debería de estar preocupado por la avalancha de correspondencia que recibía de Costa Rica, le pareció bien la propuesta y le encargó la difícil misión a Monseñor Luigi Bruschetti, diplomático de cincuenta años de edad que se encontraba entonces en Brasil. El gobierno y la Santa Sede mantuvieron el acuerdo en secreto y no se molestaron en notificar a Mons. Rivas, quien se enteró del envío de Bruschetti apenas unos días antes de que el obispo llegara al país. Monseñor Bruschetti desembarcó en Puntarenas el 17 de diciembre de 1876. Viajando a lomo de mula, dos días después llegó a Alajuela y de allí, ya más cómodamente, se trasladó en ferrocarril a San José. Monseñor Bruschetti era el primer representante de la Santa Sede con residencia en Costa Rica y, de 1876 a 1880, con el título de Administrador Apostólico, fue obispo de Costa Rica. Como al momento de su arribo no había en el país ni Nunciatura Apostólica ni Palacio Episcopal, el gobierno dispuso (para tenerlo de su lado o, al menos, para tenerlo cerca) hospedarlo en la Casa Presidencial.
La vieja catedral de San José estaba hecha una ruina. Durante los oficios, los murciélagos que volaban dentro cuiteaban a los fieles. Había innumerables goteras y las vigas estaban tan podridas que muchas personas habían dejado de asistir a Misa por miedo de que el techo les cayera encima. Monseñor Bruschetti, entonces, estableció como Catedral el antiguo templo de la Merced y puso toda su atención y esfuerzo en la construcción, ya iniciada, de la nueva catedral metropolitana en avenida segunda. Hizo también lo que pudo por mantener un mínimo de disciplina y armonía en el clero costarricense. Los sacerdotes, salvo raras excepciones, no eran cultos ni estudiosos. Tampoco se distinguían por ser piadosos o trabajadores. Pese a los intentos de Monseñor Llorente por corregir esa costumbre, los curas ticos casi nunca utilizaban sotana y preferían vestir como seglares sin distintivo alguno y, muchos de ellos, estaban involucrados en relaciones personales impropias, actividades políticas y negocios clandestinos. Cuando eran convocados a reunión o a Ejercicios Espirituales, más de la mitad se negaba a asistir alegando cualquier pretexto sacado de la manga. Bruschetti, ya en el terreno, se dio cuenta que no sería fácil encontrar la persona indicada, pero siempre tuvo claro que su principal deber era lograr, cuanto antes, el nombramiento de un nuevo obispo.
Circulaba por entonces la broma de que el Papa Pío IX había dicho que mientras él fuera la cabeza visible de la Iglesia, el padre Cabezas no sería la cabeza de la iglesia costarricense. No se sabe si el Papa en verdad dijo esas palabras o son parte de la leyenda, pero lo cierto es que apenas murió Pío IX, el gobierno costarricense hizo un nuevo intento por lograr el nombramiento del padre Cabezas, que tampoco prosperó. El Dr. Domingo Rivas, que tampoco se daba por vencido, fue más allá. Viajó a Roma y se entrevistó en persona con el Papa León XIII, pero su desesperado esfuerzo, al igual que el de sus adversarios, fue inútil.
Un cura de Cartago, de quien Sanabria no da el nombre y llama solamente XXX, intentó falsificar un milagro para demostrar que una señal del cielo indicaba que él debía ser nombrado obispo. Otro sacerdote intentó contraer matrimonio, y matrimonio por la Iglesia además, alegando que contaba con el permiso del General Guardia. La Logia Masónica, tuvo como fundador al Padre Francisco Calvo quien era, además de primo hermano de José María Castro Madriz, uno de los hombres de confianza del General Guardia, a quien acompañaba en sus viajes tanto dentro como fuera del país.
Por su doble condición de Representante del Papa y Administrador Apostólico, Mons. Bruschetti era la máxima autoridad eclesiástica en Costa Rica. Sin embargo, por el estado de Sede Vacante, legalmente no estaba autorizado a establecer cambios sustanciales. La única parroquia nueva que creó fue la de Santa María de Dota, el 4 de octubre de 1879, solamente porque el decreto ya estaba hecho, pero Monseñor Llorente murió antes de firmarlo.
El ocho de marzo de 1878, Bruschetti colocó la primera piedra del nuevo edificio del Hospital San Juan Dios. También recibió a las Hermanas de Sión, que había traído doña Emilia Solórzano Alfaro, la esposa del General Guardia, para instalar un colegio en San José. Doña Emilia, por cierto, era la presidente del comité de edificación de la nueva catedral. El 28 de marzo de 1878, nombró a los primeros sacerdotes que se establecerían en Puerto Limón, los capuchinos Fray Bernardino y Fray Fernando. En el camino, Fray Fernando se ahogó en el río Pacuare. Su cuerpo fue rescatado, así que el primer oficio religioso realizado por Fray Bernardino en Limón fue el funeral de su compañero.
Al mes siguiente, el 17 de abril 1878, Bruschetti bendijo y consagró la Catedral de San José, aunque aún faltaba ponerle el piso de terrazo y los vidrios a las ventanas. La obra estuvo totalmente terminada el 18 de noviembre de ese mismo año. Según los libros, el total invertido en la construcción fue de 210.158.97 pesos.
Bernardo Augusto Thiel Hoffman (1851-1901)
Segundo Obispo de Costa Rica de 1880 a 1901.
Pero quizá el acto más determinante que realizó ese año fue la inauguración del Seminario, el 3 de enero de 1878, para el que se habían mandado a traer, como formadores, a tres sacerdotes paulinos bastante jóvenes: don Juan Bautista Theilloud, don Tomás Gougnon y don Bernardo Augusto Thiel.
Debido al escaso nivel cultural del clero costarricense, así como a su relajada disciplina, Monseñor Bruschetti probablemente intentaba encontrar al obispo que andaba buscando entre los sacerdotes de otras nacionalidades miembros de órdenes religiosas. Los jesuitas, por disposición del propio General Guardia, regentaban desde 1876 el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago y había en el país un pequeño grupo de misioneros capuchinos, pero no era viable, por diversas razones, nombrar un obispo jesuita ni capuchino. Era poco probable, además, que alguno de ellos aceptara el cargo.
El joven Bernardo Augusto Thiel, nacido el 1 de abril de 1850 en Elbertfeld, Alemania, impresionó favorablemente a Bruschetti. Tenía título de Doctor, dominaba el latín y el griego y hablaba con fluidez, además de alemán, francés, inglés, italiano y español. Inteligente, estudioso y metódico, era además profundamente devoto y su estilo de vida era austero, recto e intachable. Thiel también llamó la atención del padre Francisco Calvo, del propio Dr. Rivas, del padre Cabezas y de prácticamente todo el clero y la intelectualidad josefina. Solo faltaba obtener el visto bueno del General Guardia.
La cita se programó para la tarde del 28 de junio de 1879. Don Tomás Guardia llegó de visita al Seminario acompañado por don Rafael Barroeta y Baca y el padre Francisco Calvo. La reunión fue de solamente dos horas, pero la amistad que establecieron don Tomás y Thiel duró para siempre.
Aunque el Papa León XIII también dio su visto bueno, fue necesario esperar un año para el nombramiento episcopal. Cuando Thiel fue propuesto como obispo de Costa Rica tenía solamente veintinueve años de edad. Haciendo una excepción a la edad mínima requerida, tras recibir los documentos oficiales desde Roma, Bruschetti consagró a Thiel el 5 de setiembre de 1880 en la catedral de San José y puso fin, entonces, al extenso periodo de sede vacante.
El libro de Monseñor Sanabria sobre este momento histórico está ampliamente documentado. Para poder reconstruir los hechos, Sanabria debió revisar artículos de prensa, memorias de ministerios, correspondencia oficial y privada, libros de actas y hasta una que otra hoja suelta impresa que circuló al respecto. La investigación histórica es minuciosa y detallada hasta extremos impresionantes. Sin embargo, se le puede criticar que su exposición no es para nada objetiva. En ocasiones entra en demasiados detalles y en otras omite brindar datos de importancia. Totalmente parcializado, la simpatía por el Dr. Domingo Rivas y la antipatía por las autoridades civiles son evidentes. Todo lo que pueda hacer quedar mal a don Lorenzo Zambrana o al Dr. José María Castro Madriz, lo expone. Todo lo que pueda afectar la reputacion de la Iglesia, lo calla. Llama testarudos a los de un bando, pero no a los de la acera de enfrente. Con mucha frecuencia, además, pierde el tono. Llama "liberal rabioso" al Dr. Zambrana y "curas farsantes" a quienes se oponían a Rivas. Al describir el torbellino de dimes y diretes desatado durante la vacante, llega incluso a meter causas sobrenaturales en la danza. Los liberales realizaban una "impía tarea" bajo "los estandartes de Satanás", mientras que las acciones del bando contrario eran "inspiradas por el Espíritu Santo" y "acuerpadas por la Divina Providencia."
Al cura cartaginés que montó la farsa de un milagro, lo llama XXX, pero a cuanta persona se manifestó contra las acciones de Rivas la cita por su nombre. Un caso concreto, en que el expediente era claro sobre faltas graves por parte del clero, Sanabria lo resumió diciendo: "Se dijo, se volvió a decir, se juró, se volvió a jurar, se citaron casos y cosas..." sin entrar en detalles que serían, definitivamente, bochornosos.
En un momento llega a justificar lo injustificable y defender lo indefendible. Ante la acusación de que el padre Cabezas se había enriquecido con el contrabando, Sanabria lo elogia porque eso demuestra su buen juicio, ya que muchos practicaron el contrabando sin enriquecerse. Llega hasta el punto de discutir los argumentos planteados por Castro Madriz a favor de la libertad de culto. Los liberales del Siglo XIX no fueron los come curas que Sanabria pinta. Ellos también, a nivel personal, eran católicos y así criaron a sus hijos pero, en la esfera civil, defendían la libertad de pensamiento, de expresión, de prensa y de culto.
Aunque fue un investigador histórico verdaderamente notable, Monseñor Sanabria, en sus libros, se expresa más como sacerdote defensor de la Iglesia que como historiador objetivo. Cosa que, de más está decirlo, se le puede señalar pero no reclamar.
La primera vacante, en todo caso, a pesar de su visión parcializada, es un libro lleno de datos sorprendentes. Vicente Herrera Zeledón y José Joaquín Rodríguez Zeledón, quienes llegaron a ocupar la presidencia de la República, fueron notarios de la curia. Don Félix Mata Valle, el padre del recordado sacerdote don Alberto Mata Oreamuno, era el tesorero. Los amantes de la historia del arte y de la arquitectura encontrarán en este libro datos reveladores. El altar en que celebraba Misa Monseñor Llorente es el que se encuentra actualmente en la iglesia del Carmen. Monseñor Llorente, por cierto, mandó destruir unas pinturas antiguas, de la época colonial, por feas. Y, en cuanto a la construcción de la catedral, se consignan los nombres de Miguel Angel Velásquez, que hizo los planos, de José Quirce, que estuvo a cargo de la construcción y hasta de los maestros de obras que trabajaron en ella.
Sin embargo, quizá el mayor aporte que realiza este libro para nuestra memoria histórica, sea el rescate de la figura de Monseñor Luigi Bruschetti, a quien nadie menciona y nadie recuerda. Su nombre no figura en la lista de obispos de Costa Rica. Por ser Administrador interino, pese a haber inaugurado la Catedral y el Seminario y haber puesto la primera piedra del San Juan de Dios, no podía poner en el muro una lápida conmemorativa con su nombre.
Hombre discreto y reservado, durante los tres años que estuvo en Costa Rica no hizo amistad con nadie. Prefirió mantenerse alejado de todos para que no lo metieran en enredos de chismes ni conflictos de bandos encontrados. Tal vez muchas de las cosas que pudo ver en nuestro país, tanto en materia de Iglesia, gobierno o costumbres, eran muy distintas a lo que él estaba acostumbrado o a lo que se había esperado. Sin embargo, Bruschetti vino, vio y calló. No dejó escrito ningún comentario negativo sobre su permanencia en San José. Sanabria tuvo ocasión de leer las cartas que Bruschetti le escribió a Thiel y en ellas no había reportes ni quejas, solamente consejos.
Una vez terminada su misión, que era nombrar un obispo para Costa Rica, Monseñor Bruschetti, mientras le llegaba de Roma el permiso para retirarse del país, decidió apartarse de todos, del gobierno, de los curas y hasta del nuevo obispo, y se instaló en una casa alquilada en San Pedro del Mojón (hoy San Pedro de Montes de Oca) que, por aquella época, era un sitio remoto, alejado de la capital. Cuando le llegó la carta con el llamado desde Roma, Thiel se encontraba de gira en una zona alejada del país y no pudo despedirse de él. Monseñor Bruschetti viajó a Europa, se entrevistó con el Papa León XIII y fue luego a Cingoli, Macerata, su pueblo natal, a visitar a su familia. Allí murió, el 27 de octubre de 1881, a los cincuenta y cinco años de edad. En su testamento, dejó un fondo al Colegio Pío Latino Americano, para que sus rentas fueran empleadas en brindar ayuda económica a jóvenes costarricenses que estudiaran en Roma.
INSC: 2700

lunes, 27 de octubre de 2014

La biografía que quiero leer.

Bernardo Augusto Thiel. Monseñor
Víctor Manuel Sanabria. Editorial
Costa Rica, 1982.
Benjamín Disraelí decía "Cuando quiero leer un libro, lo escribo." Ojalá uno pudiera decir lo mismo. Hay libros que me gustaría leer pero que sé que no puedo escribir. Uno de ellos es una biografía amplia y detallada del obispo Bernardo Augusto Thiel.
Monseñor Sanabria escribió un libro sobre Thiel, lo conozco y lo he leído con atención. Es interesante pero tanto como documento histórico como como biografía, se queda corto. El libro de Sanabria tiene varios lados flacos. Para empezar, es un libro sobre un obispo escrito por otro obispo, de manera que es totalmente acrítico y parcializado, casi hagiográfico. Thiel es el héroe que lucha contra las fuerzas del mal que pretenden destruir la Iglesia. Las posiciones de los liberales, muchas de ellas perfectamente razonables, no encuentran en la obra de Sanabria ni la más mínima voluntad de comprensión. Todo lo contrario, el autor llega al punto de permitirse tildar con calificativos burdos y hasta groseros, a los intelectuales que, en el Siglo XIX y como parte del proceso de consolidación de la República, buscaron establecer límites claros entre las esferas que competían al Estado y a la Iglesia. Un ejemplo: en 1888 el obispo Thiel se opuso a la creación del Registro Civil. En su opinión, el Estado no tenía por qué llevar el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones ya que de eso se había encargado desde los tiempos de la Colonia, y bastante bien, la Iglesia. Que el Estado instalara su propio registro en nada afectaría la acción de la Iglesia, pero Thiel veía en la nueva institución un intento de hacer la Iglesia a un lado. A Thiel puede disculpársele esta falta de comprensión, a Sanabria, cuarenta años después, no.
El libro de Sanabria está abundantemente documentado. La afición de Sanabria a la historia eclesiástica no solo lo hizo pasar largas horas revisando el archivo eclesiástico, sino que lo organizó de manera tan eficiente que ha sido de mucha utilidad para investigadores posteriores. Sin embargo, su libro no puede ser considerado una biografía de Thiel ya que, al concentrarse en su ejercicio episcopal, deja por fuera todas sus otras interesantes facetas.
Vale la pena hacer un recuento. Además de clérigo, Monseñor Thiel era políglota y lingüista. Fue el primero en estudiar las lenguas indígenas en Costa Rica. Escribía obras de filosofía y teología que eran publicadas en Alemania por la prestigiosa editorial Herder. Era un lector y escritor compulsivo, amante de la información detallada. Realizó el primer estudio demográfico de Costa Rica con datos que se remontan hasta donde la documentación disponible se lo permitió. Dictaba clases y examinaba en persona a los estudiantes del seminario. Escribía diarios detallados sobre todas sus actividades. En tren, carreta, a caballo o a pie, visitó todas las poblaciones de su diócesis que abarcaba todo el país. Ya a nivel personal, coleccionaba monedas y estampillas, jugaba ajedrez y era muy hábil para los manejos financieros.
Thiel nació en Elberfeld, Alemania en 1850 y a los veinticuatro años, en París, fue ordenado sacerdote de la orden lazarista, fundada por San Vicente de Paul. Eran los años de la Kulturkampf de Bismark, cuyas reformas acabaron enfrentando al Estado alemán con el partido Zentrum de los católicos alemanes. Estuvo tres años en Ecuador, donde también había conflictos entre la Iglesia y el Estado, de 1874 a 1877, y luego fue trasladado a Costa Rica.
Aunque, como se dijo, Thiel era un hombre culto y estudioso, al igual que todo el clero de su época criticaba la democracia, el liberalismo y la Ilustración, estaba a la defensiva de cualquier avance de la esfera de acción del Estado que pudiera disminuir la influencia de la iglesia y añoraba los tiempos en la autoridad civil y la autoridad eclesiástica dirigían el mundo de común acuerdo. Durante la dictadura de Tomás Guardia, Thiel pudo experimentar en la práctica ese anhelo que luego se rompió, y de manera drástica, durante el gobierno de Próspero Fernández.
Fotografía de Thiel, recién consagrado obispo,
con apenas treinta años de edad.
Cuando Thiel llegó a Costa Rica, en 1877, el país no tenía obispo desde hacía seis años. La sede estaba vacante desde 1871, cuando falleció el primer obispo, Anselmo Llorente, quien también tuvo serios encontronazos con don Juanito Mora y otros presidentes precisamente porque el límite de autoridad eclesiástica y la civil no estaba del todo clara. Vale la pena hacer una aclaración histórica. Desde los primeros años de la conquista, el Papa delegó la autoridad de la Iglesia en los nuevos territorios a la corona española. Cuando los países de América Latina empezaron a independizarse, una de sus acciones más urgentes fue firmar concordatos con la Santa Sede para que las iglesias locales pasaran a depender directamente del Papa sin injerencia de las autoridades españoles que ya no pintaban nada a este lado del Atlántico. El concordato incluía entre sus cláusulas el patronazgo estatal a la Iglesia, lo que permitía al Jefe de Estado proponer y vetar nombres para el nombramiento de obispos. Muerto Llorente, la Santa Sede y el gobierno de Tomás Guardia no lograban ponerse de acuerdo para nombrar un sucesor. Cada parte se aferró tercamente a su candidato, a sabiendas de que la contraparte lo objetaba, y la vacante se extendió por nueve años.
El joven sacerdote alemán conquistó la simpatía de Tomás Guardia, al punto que propuso su nombre para que ocupara la silla episcopal costarricense. La Santa Sede estuvo de acuerdo pero fue necesario hacer una excepción a las normas y esperar un tiempo, ya que Thiel apenas había cumplido los treinta años de edad.
Aquella dupla armónica medieval de Papa y Emperador, se vivió en Costa Rica mientras don Tomás estuvo en el poder. Las relaciones de Guardia, que más que un dictador era un monarca, con Thiel, que más que un obispo era un papa, fueron excelentes no solo a nivel oficial sino personal. El el cuento Mi primer trabajo, Magón relata que a su graduación llegaron juntos don Tomás, vestido de uniforme de gala, y Thiel, vestido de púrpura. Aquellos dos, decía Magón, iban juntos a todas partes. Gonzalo Chacón Trejos, en Tradiciones costarricenses, se refiere a Thiel como inversionista en minas de oro. La señora Ana Isabel Herrera Sotillo, publicó un valioso trabajo sobre las visitas pastorales y la correspondencia de Thiel. 
Monseñor Thiel en Costa Rica. Visitas
Pastorales 1880-1901. Ana Isabel Herrera
Sotillo. Editorial Tecnológica, Costa Rica,
2009. Compilación de valiosos documentos.
La luna de miel era en verdad dulce. Ni Thiel se metía con lo que hacía el gobieno de Guardia, ni Guardia con lo que hacía la iglesia de Thiel. Ambos tenían pasión por las grandes obras. Mientras don Tomás arrancaba la gran empresa del ferrocarril, Thiel construyó (y cambió de sitio) la Catedral y la iglesia de la Merced. Construyó también el templo parroquial de San Ramón que sería posteriormente destruido por un terremoto. Durante la visita de Thiel a San Ramón, por cierto, ocurrió una anécdota simpática. En San Ramón había estado, desterrado por Guardia, don Julián Volio Llorente. Allá en el norte, don Julián se dedicó, además de al cultivo de café y de caña, a difundir la cultura entre los habitantes. Se dice que San Ramón se convirtió en tierra de poetas en buena medida por la presencia e influencia de don Julián. Cuando Thiel llegó de visita, los ramonenses, como para mostrarle la cultura del pueblo, lo llevaron a conocer la biblioteca pública, herencia de don Julián. Thiel revisó la colección y se mostró indignado de que estuvieran a disposición del público libros tan peligrosos para la moralidad y las buenas costumbres como, por ejemplo, Los tres mosqueteros. Dejó entonces, además de un donativo para formar una biblioteca con libros buenos, la advertencia de que no leyeran los que había dejado don Julián.
A la muerte de Tomás Guardia, en 1882, se desató una breve, pero encarnizada, lucha de sucesión. Ocupó la presidencia su cuñado, don Próspero Fernández con quien Thiel no logró establecer la estrecha relación que tuvo con don Tomás.
1884 fue el año de la drástica ruptura. Don Próspero introdujo en la legislación costarricense el matrimonio civil y el divorcio, secularizó la enseñanza y los cementerios, prohibió las órdenes religiosas y expulsó del país a los jesuitas y al propio Thiel. Don Ricardo Blanco Seguro publicó un libro titulado 1884 el Estado, la Iglesia y las reformas liberales, en que se refiere extensamente a todos estos acontecimientos. En países con una sociedad más amplia y compleja, un conflicto entre la Iglesia y el Estado podría ser analizado y explicado a partir de motivos ideológicos o choques de intereses. En Costa Rica, que era entonces y sigue siendo una aldea, en todos los conflictos sociales hay siempre un factor personal que no debe pasarse por alto. Al leer las cartas que, desde el exilio, le dirige el obispo a Bernardo Soto y sus correspondientes respuestas, salta a la vista que hay algo que no mencionan pero que los dos conocen. Soy de la idea de que el conflicto entre Próspero Fernández y Bernardo Augusto Thiel nació de algún tipo de roce personal bastante grave. Thiel llegó al extremo de regañar, por carta, al sacerdote que ofició el funeral de Próspero Fernández. Bernardo Soto, en sus cartas al prelado, en medio de una prosa diplomática y elegante, básicamente lo que le dice es que a Próspero no se le ha pasado el berrinche y no cree que se le pase pronto. Un sector del clero, que luego fue obligado a retractarse, se manifestó de acuerdo con la expulsión de Thiel.
Thiel regresó a Costa Rica cuando asumió la presidencia Bernardo Soto, el yerno de Próspero. Las relaciones de la Iglesia con el Estado, al retorno de Thiel, fueron frías y distantes, pero sin enfrentamientos. En 1891, el Papa León XIII publica su encíclica Rerum Novarum, que fue replicada don años después por la Carta Pastoral de Justo Salario de Thiel, que generó alguna polémica que no pasó a más. A imitación del Zentrum, partido católico alemán, Thiel propició la fundación del partido Acción Católica, que tuvo poco éxito y corta vida. 
Corta vida tuvo también Monseñor Thiel quien, al igual que su gran amigo Tomás Guardia, falleció poco después de haber cumplido los cincuenta años.
En verdad me gustaría leer una biografía completa de Thiel. Una biografía novelada, en la que el autor, aunque se documente minuciosamente, se permita llenar con imaginación los enlaces que sean necesarios y que consigne diálogos y situaciones que, aunque no ocurrieron, pudieron haber ocurrido. Aunque la figura de Thiel ha sido estudiada, creo que aún está por escribirse una biografía digna de su figura. Los historiadores profesionales hace rato que dejaron de hacer biografías, por lo que la tarea le tocará, muy probablemente a un literato. Me gustaría decir, como Disraelí, que cuando quiero leer un libro lo escribo, pero en este caso, conozco mis límites. Antes de escribir la primera línea de esta biografía, sería necesario haber pasado al menos un par de años en archivos y bibliotecas. La biografía de Thiel es una tarea que yo no haré como escritor pero confío, como lector, que alguien la haga o, mejor, que la esté haciendo.
   
INSC: 0330
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...