La mujer del sargento. Ricardo Blanco Segura. Ilustraciones de Hugo Díaz. Editorial Costa Rica, Costa Rica, 1983 |
En La mujer del sargento, Ricardo Blanco Segura ofrece una serie de episodios históricos que ocurrieron en Costa Rica en el Siglo XIX, algunos durante la época de la Colonia y otros unos años después de la declaración de Independencia. La mayor parte de los relatos se ocupa de asuntos cotidianos, algunos pintorescos y hasta absurdos que se rescatan por lo que pudieran tener de cómicos. La historia que da título al libro trata de un hombre que se negaba a ser reclutado en el ejército y optó por refugiarse en la casa de un matrimonio joven. Tomó como mujer suya a la señora, mientras que al marido lo tenía tan atemorizado que lo obligaba, no solo a servirle sino hasta a presenciar las enormes palizas que le propinaba a su esposa. Cuando las autoridades militares lograron llevárselo por la fuerza al cuartel, la mujer abandonó a su marido y decidió seguir a su agresor, del que creía estar enamorada. Se cuenta también, en otro apartado, la historia de un hombre que le perdonaba constantes infidelidades a su esposa con tal de no perderla. Uno de los amantes de la mujer era casado y su señora, al descubrirlo in fraganti con la otra, la tomó del cabello con tanta fuerza que le arrancó un largo y abundante mechón de pelo que, posteriormente, sirvió de evidencia en la corte. Hay también un relato sobre un rapto de mutuo acuerdo, sobre la regulación de ventas ambulantes, sobre un curandero farsante que estafaba a los ingenuos que creían en sus fabulosos poderes y sobre los pleitos entre un corregidor y un cura, ambos personas de muy cuestionables costumbres.
A pesar del gran aprecio y respeto que le guardo a don Ricardo Blanco Segura, este tipo de repasos sobre las menudencias de la vida cotidiana en otras épocas nunca ha despertado mi interés. La riña que protagonizaron en 1721 doña Dionisia Fallas de la Vega y doña Antonia Salmón Pacheco, reproducida hasta en sus más escabrosos detalles en el libro, debió haber sido algo escandaloso en su momento, pero de ninguna manera parece digno de figurar en los anales de la historia. Lo que ocurre es que cuando un asunto se ventila en los tribunales, el expediente queda archivado y, años o siglos después, nunca falta el investigador que, fascinado por la trama, crea conveniente darlo a conocer. En el fondo, creo, el único interés que puede generar este tipo de episodios es el deleite por el chisme. Chisme histórico, tal vez, pero chisme a fin de cuentas. En todo caso, quien disfrute enterarse de detalles sobre infidelidades, riñas, estafas y pleitos sobre bienes, no tiene que remontarse tantos siglos atrás, ya que las páginas de sucesos de los periódicos brindan abundante y fresco material de este tipo.
Ricardo Blanco Segura, (1932-2011). |
Lo verdaderamente valioso del estudio de la vida cotiana en otras épocas, no radica en detalles sobre los hechos y los protagonistas, sino en las pistas que brindan para poder hacerse una idea de la sociedad en aquellos tiempos. En este sentido, el libro de don Ricardo ofrece información realmente valiosa. Desde 1577 existían en Costa Rica cofradías que organizaban fiestas populares con el fin reunir fondos para edificar cada una su respectivo templo. Como la población era escasa y se buscaba atraer a la mayor cantidad de público posible, procuraban que sus convocatorias no coincidieran en la misma fecha y se turnaban para realizarlas. De ahí la palabra "Turno", que es como se llama en Costa Rica a una fiesta de pueblo. Los turnos poco a poco se fueron caracterizando, no solo por las atronadoras bombetas, fuegos de pólvora, corridas de toros y música de cimarrona, sino también por los bailes, rifas, juegos de azar y consumo de bebidas alcohólicas que, en determinado momento, llegaron a alcanzar extremos que rozaban con la alteración del orden. Irónicamente, los fieles devotos construyeron sus templos con el dinero que gastaron en bailongos, apuestas y borracheras.
Todos sabemos que los habitantes de Costa Rica, durante la Colonia, preferían vivir lo más lejos posible de sus vecinos. En vez de congregarse en poblados, preferían abrir un espacio en el monte para sembrar la tierra, criar ganado, vivir acompañados solamente por su familia y alejarse de todos los demás, a quienes veían únicamente los días de Misa y mercado. En el libro, don Ricardo, al repasar el hecho de que la población de San José se hizo a la fuerza, cita la disposición del gobernador que amenazó con quemar los ranchos de los habitantes de los alrededores que no se trasladaran a la recién fundada Villa.
Las poblaciones eran tan pequeñas, que bastaba sacrificar una sola res por semana para abastecer de carne a todos los habitantes. En Villa Vieja (Heredia), el 22 de abril de 1780, hubo un gran pleito porque el proveedor de carne elegido, entregó un toro flaco y enfermo.
La pobreza, durante la Colonia, era la norma general. En el libro aparece un inventario de una persona que se consideraba rica y que, aunque tenía algunas joyas, incluye, como parte de sus valiosas posesiones, hasta las sillas, las sábanas y las camisas. Había prendas de ropa con un precio mayor al de diez matas de cacao e, incluso, al de un esclavo. Se incluye el resumen de un pleito, en 1773, en que unas personas exigieron que les fuera devuelto un mulato de quince años que habían vendido. El comprador accedió a devolverlo, siempre y cuando le devolvieran lo que había pagado por él y el asunto se complicó con argumentaciones de precio, uso y beneficios en que ni las partes, ni el juez, parecían tener presente que hablaban de una persona.
La mayoría de los habitantes eran analfabetos y los pocos que podían leer y escribir habían aprendido de curas o parientes, ya que no había escuela. Santiago de Bonilla, en 1781, propuso al Ayuntamiento de Cartago la fundación de una escuela para rescatar a la juventud del "Idiotismo" en que vivía. El Concejo acogió la iniciativa y nombró maestro a don Manuel Astúa, a quien se le pagarían dos reales de plata por los niños que lean, cuatro reales por los que además sepan escribir y contar y cincuenta pesos de cacao por los huérfanos que acoja.
En los archivos de la época quedó constancia de que, mucho antes de que hubiera escuela, ya había burdel. El gobernador Tomás de Acosta mandó a María Porras desterrada a Matina tras ser declarada culpable de facilitar jovencitas a cambio de dinero. En 1834, hubo otra casa en Cartago, en que se jugaba a los dados, se expendía licor y se cometían "los más vergonzosos desórdenes de amancebamiento y alcahuetería." Las habitantes de la casa, según el expediente, colectaban "niñas para vender a los jóvenes de esta ciudad, e incluso a hombres casados, pues de noche y aún de día personas de ambos sexos entran en la casa con fin de amancebamiento." De nada les valio a las habitantes de la casa recomendarle a las visitas que entraran y salieran por la puerta de atrás y terminaron yendo a juicio. Un detalle interesante es que las proxenetas fueron castigadas, a las muchachas prostituidas se les consideró víctimas y a los clientes ni siquiera se les mencionó.
El libro relata también el caso de un juicio por intento de aborto en 1837 que, a fin de cuentas, no fue más que la elaboración de un bebedizo a base de perejil. Incluye también un relato dedicado a las acusaciones que debió enfrentar José María Figueroa, en 1843, por ser el autor de versos ofensivos así como de un dibujo considerado pornográfico.
Verdadero rescate documental son las dos proclamas que publicó José Antonio Pinto, el famoso Tata Pinto, sobre el derrocamiento y posterior ejecución de Francisco Morazán. Estas proclamas, que en el libro aparecen reproducidas íntegramente, no habían sido publicadas antes y ni siquiera son mencionadas por otros investigadores. La primera es del 11 de setiembre de 1842, cuando empezaron las hostilidades contra Morazán, y la segunda es del 16 de setiembre del mismo año, un día después del fusilamiento del general hondureño. En Costa Rica probablemente circularon como hojas sueltas, pero ambas fueron publicadas en El redactor oficial de Honduras, Comayagua, el 15 de octubre de 1852. Con lenguaje grandilocuente (don Ricardo anota que cree que el redactor de las proclamas fue el Dr. José María Castro Madriz), Tata Pinto alega que Morazán debe ser derrocado porque intenta reclutar costarricenses por la fuerza para llevarlos a hacer la guerra en los otros países centroamericanos y, tras la ejecución de Morazán, sin detenerse a justificar el hecho, llama a los pobladores de "Costa-rica", a volver a sus labores y disfrutar de la paz recobrada.
José Antonio de la Huerta Caso. Obispo de Nicaragua y Costa Rica. Murió el 25 de mayo de 1803, degollado por un gato. |
En la nota sobre Monseñor José Antonio de la Huerta Caso, obispo de Nicaragua y Costa Rica con sede en León, además de mencionar que fundó la parroquia de Escazú en 1799 y la de Cañas en 1800, se destaca el hecho de fue un gran impulsor de la educación en Costa Rica. Lo memorable, sin embargo, es el relato de las extrañas circunstancias de su muerte. La versión que cuenta don Ricardo es que el desayuno que le dejaban servido al obispo desaparecía misteriosamente y cuando el prelado descubrió que el responsable era un gato, tomó un garrote y se encerró con el animal para castigarlo. Desde afuera se escuchó primero un gran escándalo y luego el más absoluto silencio. Al abrir la puerta, el obispo yacía en el suelo, empapado en su propia sangre, mientras el gato, al lado, se lamía las garras. Otra versión sostiene que el gato era la mascota del obispo y que el hecho de que le haya abierto las venas del cuello con sus uñas fue un accidente. Lo cierto es que el obispo fue retratado en compañía de un gato. Rubén Darío decía que, cuando era niño, contemplar el cuadro del obispo con el gato le despertaba "no sé qué legendarias y diabólicas imaginaciones."
Tras leer La mujer del sargento, de Ricardo Blanco Segura, queda claro que la vida en Costa Rica, durante los siglos XVIII y XIX, aun en medio de la pobreza, el aislamiento y la monotonía que la caracterizó, estuvo llena de acontecimientos y situaciones muy particulares que acabaron siendo consignados en documentos que aún se conservan.
Una de las revelaciones más simpáticas de este libro se refiere a la práctica, tal parece que muy común por entonces, de andar por la calle disfrazado. Como los habitantes eran pocos y todos se conocían, algunos de ellos, con la excusa de hacer penitencia, salían a la calle con grandes sombreros, máscaras y capas. De esa forma podían robar, espiar o acudir a encuentros amorosos clandestinos sin ser reconocidos. La fiesta, sin embargo, les duró poco. Por el abuso que se dio de la práctica, que permitía a los colonos tener una vida secreta, el Teniente Coronel don Juan Fernández de Bobadilla, el 23 de marzo de 1776, dispuso que, para mantener el "sosiego público", quedaba prohibido que hombres y mujeres deambularan con disfraz. "Al que se encontrare disfrazado", advirtió, "bien sea en esta ciudad (Cartago) o en sus arrabales o campos, se le pondrá preso por veinte días en estas cárceles y, en caso de habérsele averiguado haberlo hecho de malicia, se le aplicará el castigo que se tenga conveniente reservado a mi arbitrio."
INSC: 0333
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