miércoles, 23 de noviembre de 2022

Presentación para el homenaje a Rafael Cardona.

Rafael Cardona.
1892-1973

Hay varias razones para que un poeta acabe siendo olvidado y, en el caso de Rafael Cardona, se cumplen todas. En primer lugar, está muerto. Mientras un poeta vive, tanto el propio poeta como sus amigos se mueven para que sus creaciones obtengan un poco de atención. Después de que el poeta muere, si sus obras no se reeditan, ni se incluyen en antologías, ni se mencionan en estudios históricos,  a la larga es como si esas obras no hubieran existido. Por otra parte, la poesía, como todas las creaciones artísticas, cambia de temas y de técnicas de generación en generación. Con el paso de los años, lo novedoso acaba siendo anticuado, la sensibilidad y el foco de atención de los lectores cambia con el tiempo y, lo que se admiraba en una época es lo que se rechaza en otra. Son innumerables los ejemplos que podrían citarse de poetas que fueron aplaudidos por sus contemporáneos y acabaron siendo objeto de burla en la generación siguiente.

Todo lo dicho se cumple en el caso de Cardona. Muerto en 1973, sus obras no se reeditan, ni se incluyen en antologías, sus poemas son difíciles de encontrar, quienes han escrito sobre la historia de la literatura costarricense ni siquiera lo mencionan y, para rematar, tanto los temas de los que se ocupa como la forma en que escribe, están a un siglo de distancia de las preocupaciones, los intereses y los gustos de los lectores actuales. A todo esto habría que agregar que. siendo aún joven, Cardona se marchó de Costa Rica, se estableció por un breve periodo en Guatemala y acabó radicándose definitivamente en México. Por otra parte, en determinado momento de su vida, Cardona abandonó la creación poética, se sumió en un profundo aislamiento del mundillo literario en particular y del mundo en general y no se preocupó por difundir su obra. 

El propio año de su muerte, 1973. apareció, publicado por la Editorial Costa Rica, el libro Obra Poética de Rafael Cardona, que el poeta no alcanzó a ver impreso. Se hizo famosa la afirmación que Rómulo Garzunier incluyó en el obituario del poeta, publicado en la prensa mexicana, que decía:"Ojalá que su obra se dé a conocer ahora que no está el para oponerse".

La obra de Cardona, en todo caso, no es extensa. Consta de solamente tres libros: Oro de la mañana (1916) prologado por Ricardo Fernández Guardia, Medallones de la Conquista (1918) y Estirpe (1949) prologado y editado por Joaquín García Monge.  Poco antes de publicar su primer libro, ya Cardona había sido uno de los galardonados en los Juegos Florales de 1914, certamen en que compartió honores no solamente con otra gran revelación, entonces tan joven como él, el gran poeta Rogelio Sotela, sino también con su propio padre, don Genaro Cardona, notable novelista, autor de El primo y La esfinge del sendero.

Porque a la hora de hablar de cualquier Cardona, además de la biografía, resulta inevitable mencionar la genealogía. Don Alejandro Cardona Llorens, español nacido en las Baleares, abuelo del poeta y fundador de su familia en Costa Rica, llegó al país justo a tiempo para sumarse a las filas del ejército que marchó a luchar contra las tropas de William Walker, y fue el compositor del himno patriótico que cantaba la tropa antes de entrar en batalla. Su hijo, Ismael Cardona Valverde fue también compositor y notable violinista. Su otro hijo, Genaro Cardona Valverde, como ya se dijo, fue novelista. Dos hijos de Genaro, Jorge y Alvaro, fueron también escritores. Jorge Cardona Jiménez, por cierto, fue el padre del poeta Alfredo Cardona Peña. Alvaro Cardona Hine fue quien escribió Hombres y máquinas. Figuras contemporáneas de esta familia son el compositor Alejandro Cardona y la violinista Dylana Jenson. Un dato curioso que vale la pena mencionar es que José Luis Cardona Cooper, quien fue durante muchos años director general de protocolo de la Cancillería, fue actor en El Retorno, la primera película costarricense filmada en 1930 y, además, tenía un programa de radio llamado El hombre de la luna, en que contaba relatos a los niños. Rafael Cardona Lynch, hijo del poeta Rafael Cardona Jiménez, llegó a ser un reconocido empresario radial en México, país en que su padre decidió establecerse y donde finalmente murió. Aunque, a diferencia de sus ancestros, tíos y primos, no es recordado por sus dotes en la literatura o la música, otro miembro de esta familia que acabó siendo conocido fue don Edgar Cardona Quirós, sobrino del poeta, combatiente de la revolución de 1948, ministro de seguridad de la Junta Fundadora de la II República, quien intentó darle un golpe de Estado a don Pepe, evento que acabó siendo conocido como El Cardonazo.

Aunque no hace mucho todas estas figuras mencionadas estaban vivas y activas, sus nombres, sus obras y sus andanzas, evocados hoy, parecen salir de un pasado remoto que solamente pocos recuerdan. Sin embargo, aunque a veces resulte difícil observar con claridad la conexión, lo que hayan hecho quienes estuvieron antes, constituye la base de lo que nosotros podamos hacer ahora.

Hay poetas jóvenes que creen que no le deben nada a Rubén Darío, como hay músicos que creen que no le deben nada a Mozart. A quienes así piensan, hay que recordarles que no descubrieron el fuego, sino que recogieron una antorcha que ya venía encendida. Es natural que la juventud tenga su mirada puesta en el futuro, pero debe tener claro que si va a lograr llegar hasta extremos a los que no se había llegado antes, se lo deben en parte a que, quienes los precedieron, empujaron hacia adelante el punto de partida.

Me alegró muchísimo, cuando el poeta Mateo Desolá me contactó para informarme que un grupo de escritores jóvenes estaba organizando un homenaje al poeta Rafael Cardona. El hecho de que poetas activos en la segunda década del Siglo XXI le presten atención a un poeta que surgió en la primera década del Siglo XX es alentador. En la apreciación de la poesía, como en todas las artes, debe prevalecer el criterio antes que el gusto o la afinidad. Naturalmente, en estos tiempos, a estas alturas del partido, es poco probable que algún poeta joven quisiera imitar el estilo de Cardona, pero saben que su obra y su figura son dignos de respeto y, precisamente para formar criterio, tienen claro que vale la pena conocerlo.

Cardona escribía sobre temas que los poetas de hoy no desarrollarían, en un estilo que los poetas de hoy no estarían dispuestos a imitar. Cada generación tiene sus propias preocupaciones y su manera particular de expresarlas. Pero quienes estén haciendo algo hoy, deben estar al tanto de qué fue lo que se hizo antes. Un creador que se tome en serio su oficio, no debe darle la espalda a quienes hacen las cosas de manera distinta a cómo él las hace. Para tener una idea del ancho panorama, no hay que mantenerse en la afinidad, sino más bien prestarle atención a la diversidad.

Felicito y saludo a los organizadores del homenaje a Rafael Cardona, un poeta que cumple todas las condiciones para estar sumido en el olvido y, sin embargo, aún se le recuerda

martes, 4 de octubre de 2022

Anotaciones al margen de los faroles de Zingonia Zingone.



Anotaciones al margen de los faroles.
Zingonia Zingone.
Abstracta Ediciones.
España, 2019
Un 3 de octubre, víspera de la fiesta de San Francisco de Asís,
Zingonia Zingone arribó a la bella ciudad andaluza de Córdoba. Viajaba sola y llevaba en su bolso una pequeña libreta negra en la que iba anotando sus impresiones. Los apuntes eran breves y el viaje fue corto. Por eso, el libro Anotaciones al margen de los faroles, publicado por la editorial Abstracta, que recoge las impresiones de Zingonia en su viaje cordobés, es un tomito pequeño, encuadernado en pasta dura, con una cinta para marcar las páginas que, imagino, no debe ser muy distinto de la libreta negra en que se plasmó, sobre la marcha, su borrador.

No se trata sin embargo del típico libro de viajes. Las crónicas de viajeros suelen ser descriptivas y anecdóticas y, por lo general, no hacen más que evocar un tiempo, en un lugar. Zingonia hizo algo distinto. No escribió ni sobre la ciudad ni sobre sus andanzas en ella sino que, haciendo a un lado el entorno y  concentró su atención únicamente en ciertos detalles significativos. La memoria, y muy especialmente la memoria del viajero, es selectiva. Lo que a la larga acaba siendo inolvidable de un viaje no son los datos históricos, geográficos o arquitectónicos del lugar que, en todo caso, son accesibles hasta para quienes nunca lo han visitado, sino más bien ciertos acontecimientos mínimos que ocurrieron sin buscarlos ni esperarlos. La mayor atracción turística a la larga deja un recuerdo borroso, mientras que alguna escena callejera o el rostro de una persona desconocida, sin saber por qué, se recuerdan con cierta frecuencia, incluso muchos años después del fugaz instante del encuentro.

Ese tipo de memorias, las pequeñas y memorables, son las que Zingonia comparte en su libro. Y, curiosamente, yéndose a lo más pequeño, Zingonia logra asomarse a lo más grande. Anotaciones al margen de los faroles, son unos apuntes de viajes que van más allá del espacio y más allá del tiempo. Naturalmente disfruté enormemente de la forma de plantear relatos, emociones y refexiones, así como de los poemas que inserta ocasionalmente entre sus apuntes. Pero para mí la lectura de este libro fue ante todo una profunda alegoría espiritual.

Quien escribe viajaba sola, pero de alguna manera sabía que de alguna manera estaba acompañada. Era consciente que el pavimento de piedra guardaba ecos de voces lejanas. Las páginas de un libro le permitían entrar en contacto con el poeta Azarías Pallais, cuyas palabras, escritas hace mucho tiempo, guardaban un mensaje para ella que, por alguna misteriosa razón, la alcanzó en el inicio de su recorrido.

Vagando sin plan y sin rumbo, se encuentra ante la tumba del poeta Luis de Góngora y, poco después, también sin buscarla, encuentra la casa en la que el poeta falleció. Levanta la vista en una esquina cualquiera y se percata que se encuentra en la calle San Felipe Neri, dedicada a la memoria del santo florentino que quiso ser misionero en tierra de infieles y acabó siéndolo en la propia Roma. Zingonia reza por el eterno descanso de un cuñado que no conoció. Recuerda a su hijo que, como todo joven, empieza forjar su propio destino. Por casualidad, se encuentra un par de veces a un muchacho con cara de estar hambriento. Un hombre se le aproxima, le estrecha la mano, le dice un par de palabras y se marcha. Zingonia supone que es un ángel y es casi seguro que en verdad lo sea. La palabra ángel significa "enviado" y, con frecuencia, la misión de los ángeles no es tanto hacer algo, como anunciar algo.

Uno nunca viaja solo. El recuerdo de los seres queridos que, aunque estén lejos, tenemos siempre presentes; las palabras de los escritores con los que, a través de los libros, hemos mantenido un coloquio prolongado; la memoria de quienes ya no están es este mundo, la intercesión protectora de ángeles y santos, así como los rostros desconocidos, ya sean bellos, sonrientes, severos o tristes, que encontramos en el camino,  nos demuestran a cada paso que la soledad es en realidad aparente.

Cuando uno viaja, carga en la mochila la propia vida entera, con sus preocupaciones, temores, tristezas, alegrías, esperanzas, deseos y aspiraciones. Durante el viaje, uno tiene presente que el tiempo que uno podrá estar en ese sitio es limitado, que igual que como llegó, en algún momento tendrá que marcharse. Lo mismo ocurre, aunque con frecuencia lo olvidemos, con la vida misma. Todo es fugaz, los años se construyen con instantes que pasan. Planeamos cosas que no suceden y nos suceden cosas que no planeamos. Con frecuencia, tanto lo mejor como lo peor que nos ha ocurrido, ha sido lo inesperado.

Bellísimo, simplemente bellísimo, es este libro de Zingonia. Un libro de viajes en el que no hay descripciones ni narraciones detalladas, sino solamente anotaciones breves sobre instantes pasajeros que, al menos a mí (y espero que a otros lectores también) me hicieron descubrir, en pequeños detalles, grandes verdades sobre esta maravillosa aventura que es la vida.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Gregorio José Ramírez.

Gregorio José Ramírez.
Carlos Meléndez Chaverri.
José Hilario Villalobos.
Ministerio de Cultura Juventud
y Deporte. San José, Costa Rica.
1973
Líder armado, y triunfador, de la primera guerra civil en la historia de Costa Rica, tras la cual fue dictador por poco más de una semana, Gregorio José Ramírez es un personaje en verdad interesante al que la posteridad no le ha brindado la atención que merece. Su hazaña, para quienes no la conocen, puede resumirse en pocas líneas.

En cuanto llegó la noticia de la Independencia a Costa Rica, delegados de las distintas poblaciones se reunieron para decidir qué hacer ante la nueva situación. Gregorio José Ramírez, como representante de Alajuela, participó en las reuniones y fue uno de los firmantes del Acta de Independencia de Costa Rica del 29 de octubre de 1821. Lo que se acordó fue que la provincia (por la costumbre, todavía no se decía "el país" y, en todo caso, Costa Rica seguía siendo provincia centroamericana) sería gobernada por una Junta de Legados que, sin distraerse en largas deliberaciones, en pocas semanas redactó el Pacto de Concordia, nuestra primera constitución, sancionada el 1 de diciembre de 1821. En enero de 1822 tomó posesión la Junta Superior Gubernativa, nuestro primer gobierno constitucional.

Todo parecía indicar que el tránsito de provincia española a territorio independiente gobernado por los propios habitantes con leyes proclamadas por ellos mismos se estaba llevando a cabo sin sobresaltos. Sin embargo, el Sábado Santo de 1823, poco menos de un año y medio después de que hubiera llegado la noticia de la independencia, los conservadores de Cartago desconocen las autoridades locales y pretenden proclamar la anexión de Costa Rica al imperio mexicano de Agustín de Iturbide. En Heredia, había también simpatías por la anexión a México, pero los vecinos principales de San José y Alajuela, estaban en contra y decidieron alzarse en armas contra la propuesta imperialista. 

Gregorio José Ramírez, aunque era pequeño, flaco (dicen que también un poco bizco) y sufría de asma, fue elegido comandante del alzamiento. Sin perder tiempo reunió hombres y armas para marchar inmediatamente hacia Cartago.

El 5 de abril de 1823 tuvo lugar la batalla de Ochomogo, nuestra primera y brevísima guerra civil. Ese mismo día, tras el triunfo, Gregorio José Ramírez asumió como dictador. Trasladó la sede del gobierno a San José y, en la plaza principal de la nueva capital, levantó un patíbulo con una horca, amenazando con colgar a quien quisiera revertir lo hecho y por hacer. También se cuenta que Ramírez, personalmente, le medía grilletes en los tobillos a sus enemigos prisioneros, pero sin llegar nunca a cerrarlos. La horca, por cierto, tampoco fue utilizada. Su dictadura duró solamente diez días, del 5 al 15 de abril de 1823 y tras dejar el poder en manos de una nueva Junta Gubernativa, se retiró a su casa, donde murió, en diciembre de ese mismo año, a los veintisiete años y ocho meses de edad.

La nota irónica de este suceso histórico, es que los conservadores cartagineses se anexaron a un imperio que ya no existía. La proclama de anexión en Cartago fue realizada el 29 de marzo de 1823 y el juramento de lealtad estaba programado para el 6 de abril, pero el Imperio de Iturbide en México había terminado diez días antes de la proclama, el 19 de marzo de 1823. Las noticias no corrían muy rápido en aquellos tiempos y resulta hasta divertido imaginar qué habría pasado si los imperialistas hubieran ganado.

La guerra de Ochomogo es mencionada en la escuela y ha sido discutida por historiadores, pero la figura de Gregorio José Ramírez sigue siendo poco conocida. En Bosquejo histórico de Costa Rica, de Felipe Molina, publicado en 1851, se le menciona. Joaquín Bernardo Calvo, Francisco Montero Barrantes y Francisco María Yglesias Llorente, se refieren a él. Pedro Pérez Zeledón publicó una reseña elogiosa de Ramírez en 1900. Manuel de Jesús Jiménez, Ricardo Fernández Guardia y Hernán Peralta, han sido más bien críticos de sus actuaciones. Hasta Carmen Lyra llegó a contar su hazaña en un relato dirigido a niños escolares. Pero no sería sino hasta 1973. siglo y medio después de la batalla de Ochomogo, que aparecería, publicada por el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, una biografía completa de Gregorio José Ramírez, escrita por Carlos Meléndez Chaverri y José Hilario Villalobos.

Aunque en el libro hay algunos detalles imprecisos, como decir que Gregorio José Ramírez tuvo solamente una hermana, cuando en realidad tuvo cuatro, el retrato que hace, tanto de él como de su época, es completo y esclarecedor. 

Unico hijo varón de Gregorio Ramírez Otárola y María Rafaela Castro Alvarado, Gregorio José Ramírez nació en San José el 27 de marzo de 1796. Fue bautizado el mismo día de su nacimiento por el padre Félix Velarde, gran impulsor del cultivo del café en el Valle Central y, como dato curioso, el niño que recibía el agua del Bautismo de sus manos, acabaría eventualmente transportando café costarricense a otros países.

Desde pequeño, Gregorio padecía de asma y, en busca de un clima más cálido y menos húmedo su familia se trasladó a Alajuela. El padre murió cuando su hijo apenas tenía siete años de edad. En los documentos de su sucesión se consigna que no dejó mayores bienes y que la viuda no sabía leer, ni escribir, ni firmar. Hecho irónico, porque su marido, recién fallecido, había sido fundador de una escuela. 

Al cumplir quince años, Gregorio se traslada solo a Puntarenas y se embarca como marinero en una nave propiedad de Juan Aizótegui. Su patrón acabó siendo como un padre para él, lo hospeda en su casa en Panamá y viajan para comprar y vender mercadería a los puertos de Guayaquil, en Ecuador, o de Paita o El Callao en Perú. El muchacho se esmera en aprender y, cuatro años después, llega a ser el segundo de a bordo. En el mar su salud mejora y, por la amenaza constante de corsarios o piratas durante el trayecto, así como de asaltantes y timadores en tierra, participa en enfrentamientos armados.

En 1820 llega a ser capitán del barco Nuestra Señora de los Angeles, también conocido como El Costarrica, que le alquila al canario, residente en Cartago, don Antonio Figueroa. Con esta nave viaja ida y vuelta de Puntarenas a Panamá, llevando y trayendo mercaderías que pudiera adquirir a buen precio en un sitio y las pagaran mejor en el otro. En uno de sus primeros viajes lleva a Panamá 125 quintales de azúcar, 86 quintales de carne de puerco, 38 quintales de sebo, veinte quintales de ajos, catorce de jabón, doce de carne de res, cinco de queso y un único quintal de café. Llama la atención que llevara mucho más quintales de ajos que de café, pero las exportaciones de nuestro grano de oro apenas estaban empezando.

Pero además de mercadería en sacos, también llevaba y traía ideas. Como marino mercante, le chocaban las restricciones que ponían las autoridades españolas al comercio entre las provincias. Los impuestos, además de elevados, le parecían no solamente injustos, sino absurdos. En Perú y en Ecuador había entrado en contacto con las ideas liberales y trajo a Costa Rica material impreso sobre el tema para ponerlo en manos de quienes lo pudieran valorar y aprovechar.

De regreso en Costa Rica, le informó al gobernador español, Juan Manuel de Cañas, que había visto corsarios navegando cerca de la costa. Se disponía a embarcarse de nuevo cuando llegó la noticia de la Independencia. Suspendió su viaje y decidió quedarse a ver qué ocurría. Cabe recordar que, al momento de la independencia, se estima que la población de Costa Rica apenas sobrepasaba las cincuenta mil personas, repartidas en poblados distantes y aislados que eran como pequeñas islas en la montaña.

Conscientes de la escasa población y los escasos recursos, nadie pensaba que Costa Rica pudiera convertirse, ni a corto ni a mediano plazo, en una república soberana. Necesariamente, había que seguir siendo parte de un Estado más grande. Por lo pronto, no romper lazos con las otras provincias centroamericanas pero, a largo plazo, unos (los conservadores, encabezados por José Santos Lombardo) pensaban que habría que unirse al Imperio mexicano, mientras que otros (los liberales, con el Bachiller Rafael Francisco Osejo y el propio Gregorio José Ramírez), sostenían que lo más conveniente era unirse a la Colombia de Simón Bolívar

Gregorio José Ramírez.
1796-1823

A lo interno, también había diferencias. La mayoría de los habitantes eran pobres y analfabetos, por lo que las decisiones las tomaban en cada pueblo "los vecinos principales", es decir, los ricos que sabían leer y escribir. Ante la nueva situación, los conservadores abogaban porque los cambios fueran mínimos. De hecho, como dato en verdad irónico, el propio gobernador español, Juan Manuel de Cañas, cuyo mandato quedaba sin efecto por la independencia, fue quien tomó el caballo para anunciar la noticia y, mientras se decidía la forma de instalar las nuevas autoridades, siguió al frente del gobierno, al extremo de presidir las reuniones de las asambleas de vecinos.

Pero, aunque todo siguiera igual, algo había cambiado y el Bachiller Osejo y Gregorio José Ramírez, abogaban por establecer normas más liberales y republicanas, menos oligárquicas y más democráticas. La vida y las ideas eran muy distintas en Cartago, San José, Heredia y Alajuela. Los vecinos principales de Cartago y Heredia, los poblados más grandes, eran conservadores. San José se había convertido en un centro emprendedor y dinámico en que se producía y comerciaba más que en las poblaciones conservadores. En San José nadie presumía de abolengo ni de autoridades heredadas. De lo único que podían presumir era de su trabajo, de su arrojo y de la riqueza que habían obtenido fruto de su esfuerzo. La joven villa de Alajuela, fundada hacía menos de treinta años, en 1783, pretendía seguir el ejemplo josefino. Es revelador el dato que, pese a ser Cartago la sede del gobierno, fue el ayuntamiento de San José el que tomó la iniciativa de fundar la Casa de Enseñanza de Santo Tomás y traer a un profesor, el Bachiller Osejo, no solamente calificado y culto, sino también ilustrado y liberal.

Como no había consenso y la discusión iba para largo, en vez de nombrar un gobernante, se decidió que las asambleas siguieran funcionando y que Costa Rica fuera gobernada, no por una persona, sino por una Junta. 

Gregorio José Ramírez tuvo un pleito, que acabó en los tribunales, con Antonio Figueroa, el dueño de la nave que comandaba. Ramírez ganó el pleito, rompió relaciones con Figueroa y se compró su propio barco, el Jesús María, al que puso como sobrenombre El Patriota. Se hizo a la mar y, de abril a diciembre de 1822 no estuvo en Costa Rica, ya que se dedicó a comerciar en América del Sur. Durante ese viaje, tuvo la oportunidad de estar presente en Guayaquil, precisamente en los días en que, en esa ciudad, se entrevistaban Simón Bolívar y José de San Martín. Es poco probable que el joven marinero costarricense haya tenido oportunidad de conocer a los libertadores, a quienes, a lo sumo, habrá visto pasar de lejos. Pero es fácil imaginar los artículos que se publicaban o el ambiente que se vivía en las tertulias en aquel lugar y en aquel momento. Regresó a Costa Rica entonces, más liberal y más republicano, cargado de folletos propagandísticos (Catecismos políticos, les decían, porque estaban compuestos en formato de preguntas y respuestas), para compartir con sus amigos.

No sorprende entonces que pese a su mala salud y debilidad física, los liberales lo hayan nombrado comandante de las fuerzas que impedirían la anexión de Costa Rica al Imperio Mexicano. La situación era en verdad tensa. Nunca antes había habido en Costa Rica un conflicto armado entre costarricenses. Se trató de lograr un acuerdo negociado pero, aunque el representante de Cartago, Manuel García Escalante, fue recibido y escuchado en San José, el representante de San José, el padre Juan de los Santos Madriz Linares, fue devuelto apenas llegó a Taras y no se le permitió ingresar a Cartago.

Como era sabido que Gregorio José Ramírez era, no solo creyente, sino muy religioso y devoto, un cura de Cartago le hizo llegar un mensaje que venía ni más ni menos que de la Virgen de los Angeles, que se había manifestado para ordenarle que desistiera de sus planes. Precisamente por ser un hombre religioso, aquella artimaña más bien le resultó ofensiva y condenó severamente que se recurriera a la manipulación de símbolos sagrados. 

Gregorio José Ramírez reunió su tropa con hombres de Alajuelita, El Murciélago (actualmente Tibás), Zapote y Mata Redonda. Los oficiales al mando de los batallones fueron Cayetano de la Cerda y el marino portugués Antonio Pinto Soares, el famoso Tata Pinto.

Los hombres de Cartago, comandados por Joaquín de Oreamuno, Salvador de Oreamuno y Pedro Mayorga, esperaban en Ochomogo. Sobre la batalla, hay un relato detallado escrito por Pedro Pérez Zeledón, pero es un texto más literario que histórico, compuesto setenta y siete años después de los hechos. 

Con gran delicadeza, don Manuel de Jesús Jiménez escribió que "en ambos bandos hubo deserciones", lo cual, traducido a lenguaje coloquial significa que, como era de esperarse, muchos salieron corriendo en cuanto sonaron los primeros tiros. El enfrentamiento fue breve. En el bando de San José hubo diecisiete muertos y treinta y dos heridos, mientras que en el de Cartago fueron cuatro muertos y nueve heridos. Sin embargo, pese al disparejo número de bajas. los josefinos avanzaron y los cartagos retrocedieron.

Cuando Gregorio José Ramírez se disponía a entrar a la vieja metrópoli, los cartagos le enviaron un mensajero proponiendo entablar negociaciones. Su respuesta fue tajante: "No voy a negociar con quienes han perturbado el orden público y han derramado sangre de hermanos. Entreguen las armas o reanudemos la batalla."

Señorones de las prestigiosas y antiguas familias, acabaron presos y, como ya se dijo, hasta se les midieron los grilletes en los tobillos sin llegar a cerrarlos. El 1 de mayo de 1823 se declaró San José como capital de Costa Rica, con un patíbulo recién levantado en su plaza principal.

Los heredianos, que no sabían nada de lo sucedido en Ochomogo se aprestaban a marchar sobre San José, pero en cuanto se enteraron de cómo estaban las cosas, acabaron devolviéndose. 

A pesar de la horca y los grilletes, Gregorio José Ramírez no fue vengativo. Llamó a todos a volver a sus labores habituales dándoles la seguridad de que no tenían nada que temer. Puso las tareas de investigación, resolución y sentencia sobre lo sucedido en manos de los jueces. Fue dictador diez días, durante los cuales procuró que se reuniera un congreso de delegados de los pueblos y una nueva junta de gobierno. En cuanto estuvieron instaladas las autoridades legítimas, se fue para su casa y no volvió a involucrarse más en asuntos políticos. En todo caso, le quedaba poco de vida.

Siete meses después de haberse retirado, dictó su testamento. Llama la atención que, en aquella época en que las mujeres no tenían derechos políticos, en su testamento llama a su madre "La ciudadana Rafaela Castro". Sin poder ya levantarse de la cama, Gregorio José Ramírez agonizaba en una pequeña casa de adobe con pocos muebles y solamente dos cuadros colgados en la pared, uno del Patriarca San José, su Santo Patrono (por Gregorio José) y otro de la Santísima Virgen María. No tenía dinero. El gobierno le debía pagos atrasados por servicios que había brindado con anterioridad (tanto antes como después de la Independencia), pero nunca quiso cobrarlos porque consideraba que el dinero se gana en el comercio privado, pero que el servicio público debe hacerse sin cobrar. Poco antes de morir, empeñó joyas para comprar leña, fósforos, candelas y comida. Tras su muerte se inventariaron sus bienes. Llamó mucho la atención que Gregorio tenía un guardarropa mucho más amplio del que solía ser la norma en aquella época. Disponía de abundantes camisas, zapatos, sombreros, trajes, abrigos y levitas. Sin embargo, pese a ser vanidoso en el vestir, pidió ser enterrado con el hábito de San Francisco de Asís. Fue sepultado en el cementerio de Alajuela, pero a su tumba nunca se le puso lápida por lo que el sitio exacto se desconoce. Su casa fue rematada en 300 pesos y no se sabe de la suerte que corrió su madre al quedar sola, analfabeta, sin ingresos y sin familia.

En Cartago, cuando se supo la notica de la muerte de Gregorio José Ramírez, celebraron el acontecimiento con pólvora, música callejera y bailes.

En 1971, Gregorio José Ramírez fue declarado Benemérito de la Patria. En Alajuela, una plaza, un colegio y una urbanización llevan su nombre. Su figura, sin embargo, sigue siendo poco recordada, pese a lo mucho que da para reflexionar su corta vida de veintisiete años y su aún más corta dictadura de diez días.

INSC: 1878

jueves, 28 de octubre de 2021

La ruta de los héroes de Adriano Corrales.


La ruta de los héroes.
Adriano Corrales.
Segunda edición. Editorial Arlekin.
Costa Rica. 2021

Cada vez que, al inicio de una novela, aparece la leyenda de que todos los personajes y situaciones son ficticios y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia, es porque sin lugar a dudas, dentro de sus páginas hay figuras y hechos que, por más disimulados que estén, pueden ser perfectamente reconocidos. Tal es el caso de la novela La ruta de los héroes, de Adriano Corrales que, en ciento veintitrés breves relatos, se refiere tanto a importantes episodios de la historia nacional como a hechos tan recientes que todavía andan por ahí muchos que los protagonizaron o presenciaron.

Delfín Dorado, el protagonista, es un joven rebelde y transgresor con grandes inquietudes artísticas y sociales. Interesado en la literatura y la historia de Costa Rica, estudia ambos temas de manera obsesiva. Pero su vocación no es de simple analista, sino que aspira a ser promotor de un cambio de paradigma. Le interesa mucho lo que se ha hecho hasta ahora, pero sus miras están puestas en lo que se puede hacer de ahora en adelante.  Se involucra entones con movimientos políticos clandestinos, al tiempo que se relaciona con jóvenes escritores que frecuentan talleres literarios. Ambos colectivos no pasan de ser grupos de soñadores. Los amigos con quienes pasa tardes enteras discutiendo de literatura, se llaman escritores pero no tienen obra publicada, por lo que no cuentan ni con un solo lector. Los revolucionarios  de comité a puerta cerrada, sueñan con la transformación total del país, pero no tienen respaldo popular. El público, ni siquiera sabe que existen esos escritores que sueñan con dar la gran sorpresa, mientras que el pueblo al que consideran oprimido, también ignora que haya un movimiento dispuesto a salvarlo.En ambos escenarios, Delfín Dorado se enfrenta a grandes frustraciones. La literatura que se lee, se promociona y se premia es, un su opinión, mediocre. Los partidos por los que vota la mayoría, no solo  no ofrecen soluciones, sino que, le parece, son más bien la causa de todas las situaciones que deben ser corregidas. Considera que tanto las obras literarias de verdadero valor artístico, como las propuestas políticas más audaces y creativas, son las que se mantienen en la sombra, conocidas solamente por unos pocos que tampoco logran ser capaces de darlas a conocer masivamente.

No es de extrañar, entonces, que a pesar de su afición por construir castillos en el aire y soñar con todo lo que podría ser, pero no es, las tertulias con sus compañeros de letras y de luchas estén teñidas de un amargo tono de queja.   El entorno político y el entorno literario, de la última década del Siglo XX, no solamente les parece opaco sino, en muchos aspectos, absurdo.

En la novela se repasan algunas situaciones de aquella época que, como ya dije, todavía andan (o andamos) por aquí, muchos de quienes las presenciamos. Yo estuve presente en aquella incómoda situación en la que, en medio de un recital con numeroso público, un reconocido poeta, al hacer uso de la palabra, le reclamó a una escritora, que también formaba parte del panel, el haber expresado una opinión desfavorable sobre su más reciente poemario en una entrevista. Lo que la escritora dijo sobre el libro del poeta que acababa de publicarse, fueron apenas seis palabras. Pero el poeta, dolido porque su obra no fuera de gusto y aprobación universal, al tenerla al frente, le leyó un discurso de protesta, bastante largo, que traía preparado por escrito.

Disimuladas con nombres cambiados, se cuentan otras anécdotas de este tipo. Curiosamente (vale la pena anotarlo para un lector no costarricense o poco familiarizado con el mundillo literario tico), las situaciones más descabelladas y hasta increíbles, en verdad ocurrieron. Un poeta publicó un libro de poemas dedicado a su esposa, cuyo nombre, para que quede claro, formaba parte del propio título de la obra. Dicho libro obtuvo el Premio Nacional de Poesía. Lo feo del caso, es que la esposa, a quien iban dedicados los poemas, formaba parte del jurado que otorgó el premio. El caso del bibliotecario que fue jurado en los premios nacionales de literatura, pese a no tener no solamente ningún libro, sino ni siquiera ningún artículo publicado, por increíble que parezca, también ocurrió realmente. Al igual que muchos otros, yo también escuché directamente de los labios del poeta paranoico. su explicación convencida de que las cucarachas portaban micrófonos ocultos.

A los que ya han muerto, los cita por sus nombres. Así se repasan anécdotas de Felipe GranadosAlexander Obando y el simpático Tomás Saraví, conocido como el Dr. Taurus, quien solía afirmar revelaciones totalmente inverosímiles que, a la larga, resultaban ciertas, al menos en parte. 

Pero La ruta de los héroes es mucho más que un repaso anecdótico de situaciones vividas en la última década del Siglo XX y la primera del XXI. Un descubrimiento viene a introducir en la novela un plano paralelo. 

Justo cuando Costa Rica parecía sumida en la rutina y el conformismo, cuando no había ya grandes luchas ni en mente ni en proceso, apareció un diario de un combatiente de la Campaña Nacional contra los filibusteros de William Walker. La novela entonces intenta enlazar la lucha de aquella guerra que ocurrió siglo y medio atrás, con los desafíos que debían afrontar Delfín Dorado y sus compañeros poco después del año 2000. Se plantean entonces dos líneas narrativas de alguna forma análogas. De la misma forma es que la presencia de Walker en Nicaragua alteró la serena vida de los habitantes de Costa Rica, que debieron realizar acciones y afrontar riesgos para los que no estaban preparados, así mismo, Delfin Dorado y los suyos, inspirados por el diario de combatiente, se envalentonaron para dejar de arreglar el mundo en la tertulia y pasar de una vez de las palabras a los hechos.

La credibilidad del diario es poco convincente.  Más que un documento auténtico, parece más bien una fabricación realizada a propósito para dar soporte propagandístico a una posición determinada. Salvo las breves y esporádicas menciones a su novia, Lucía, se trata de un diario sin apuntes personales. Es más bien una crónica histórica, en que presta más atención a figuras conocidas tales Juan SantamaríaPancha Carrasco, el Padre Francisco Calvo, el Dr. Carl Hoffmann. el periodista Adolphe Marie, los médicos Cruz Alvarado Velazco y Andrés Sáenz Llorente y hasta el músico español. patriarca de una gran familia de artistas, Alejandro Cardona Llorens. Son escasas y esporódicas las ocasiones en que se refiere a sus compañeros de torpa y, cuando los menciona, aparecen identificados con nombres de escritores de finales del Siglo XX.

Algo que llama poderosamente la atención, es que el relato, así como las reflexiones que se hacen sobre él tengan numerosas inexactitudes históricas. El grupo revolucionario del que forma parte Delfín Dorado decide denominarse Héroes del 56. ya que, según su interpretación de los hechos, la expulsión de los filibusteros fue "la primera derrota del imperialismo yanqui". Sobre esta apreciación, vale la pena aclarar que la incursión de Walker en Nicaragua respondió al acuerdo firmado por Byron Cole con Francisco Castellón, que fue estrictamente privado. Una vez proclamado presidente de Nicaragua, a pesar de sus múltiples y reiterados esfuerzos, Walker nunca fue reconocido por el gobierno de los Estados Unidos.  Por otra parte, Walker, ya como gobernante, consideró que la Compañía del Tránsito, propiedad del magnate Cornelius Vanderbilt, debía ser gravada con mayores impuestos, lo que le hizo ganarse un enemigo poderoso e influyente que, además, tenía la ventaja de estar más cerca de Washington. Antes, durante y después de su incursión en Nicaragua, Walker fue visto, tanto en Centroamérica como en los propios Estados Unidos, como un aventurero que actuaba por cuenta propia. Los barcos de guerra norteamericanos que se aproximaron a Nicaragua en 1857 no entraron en combate. Y, de haberlo hecho, habrían actuado más bien contra Walker. 

Curiosamente, por una parte, en la trama se desenmascaran mitos históricos que se repiten por tradición oral sin que nadie se moleste en confirmarlos pero, por otra parte, en la obra misma se repiten también mitos de este tipo. En la novela, Pancha Carrasco toma las armas y Carmen Lyra lidera la quema de la Información, pese a que ambos hechos son relatos legendarios y que no corresponden con lo que en realidad ocurrió.

Este asunto de las imprecisiones llega a estar presente incluso en los más pequeños detalles. El diario del combatiente, menciona a Schlessinger en la batalla de Rivas, cuando donde estuvo Schlessinger fue más bien en Santa Rosa. Se presenta a don Vicente Aguilar Cubero como ministro y cuñado de don Juan Rafael Mora, cuando es sabido que Vicente Aguilar Cubero era su socio, no su ministro. El cuñado de don Juanito, tampoco era don Vicente, sino el Dr. José María Montealegre Fernández.  

Conforme avanzaba en la lectura del libro, me fui dando cuenta que todas estas inexactitudes históricas eran deliberadas. No son errores sino, más bien, distorsiones, exageraciones, juegos de cambios, es decir, fantasías. La ruta de los héroes es una novela, es decir, una obra de ficción. Más que una novela histórica, da la impresión de que se trata de una novela antihistórica. Poco a poco, la fantasía va ganando más protagonismo y, ya en los últimos episodios, acaba completamente sumida, tanto en el diario del combatiente del 1856, como en las andanzas de Delfín Dorado en las primeras décadas del siglo XXI, en una realidad alternativa. Cuenta lo que pudo haber sido, pero no fue. 

Para evitar arruinarle la sorpresa a quienes no han leído este libro, me abstengo de hacer comentarios sobre el desenlace. Me limito a recomendarles, para que disfruten la trama de principio a fin, que no cometan el error que yo cometí. No se distraigan con las referencias a hechos, situaciones o personajes que les resulten familiares. Esta novela, como todas las novelas, es un mundo en sí misma. Lo que sucedió hace poco, como lo que ocurrió hace mucho, tuvo lugar en un país imaginario y (en este caso la advertencia resultó ser cierta), cualquier semejanza con personajes o acontecimientos de la realidad es puramente accidental. Los novelistas, amos y señores del mundo que crean, solamente le deben fidelidad a su propia fantasía y nada, ni siquiera la realidad conocida o documentada, puede ponerle límites a sus sueños.

La lectura de La ruta de los héroes nos invita reflexionar sobre el pasado, presente y futuro de Costa Rica, pero no solamente a partir de los datos, sino también por medio de la fantasía.

En todo caso, hasta los libros de historia más rigurosos y documentados, están también llenos de inexactitudes. Las de los historiadores no solamente son inexactitudes inconscientes e involuntarias sino que en alguna medida también responden a su propio mundo imaginario. Al final, se acabe repitiendo lo que se ha descubierto, como lo que se ha interpretado. Lo que consta se altera con lo que se cree, o lo que se quiere creer. La literatura, desde la fantasía, nos puede aclarar la realidad. La historia, inevitablemente, es en gran parte fruto de la imaginación.

INSC: 2779

martes, 6 de abril de 2021

Fabio Baudrit y la leyenda del Paso de la Vaca.

 

El Paso de la vaca y otros relatos.
Fabio Baudrit González.
Editorial Costa Rica. 
Costa Rica. 1977.

En uno de sus primeros casos, como abogado recién graduado, a don Fabio Baudrit González le tocó defender a un hombre que había cometido un homicidio. Como la culpabilidad de su cliente era innegable y estaba fuera de toda duda, el único argumento que se le ocurrió plantear en su defensa fue que el asesino sufría de demencia. Su alegato fue tan convincente que su defendido acabó siendo encerrado de por vida en el hospital psiquiátrico. A decir verdad, no le hizo ningún favor. Si lo hubieran declarado culpable, lo habrían condenado a unos años de cárcel, tras los cuales, eventualmente acabaría saliendo en libertad. Pero al ser considerado un loco peligroso, aquel hombre nunca volvió a poner un pie en la calle y pasó el resto de sus días maldiciendo a su abogado defensor. 

Otros abogados se hacían ricos y famosos, pero el bueno de don Fabio no tuvo la misma suerte y se quejaba de que a su bufete solamente llegaban dos tipos de clientes: los que no tenían dinero y los que no tenían razón. Una vez, por ejemplo, una viejita mendiga le solicitó que le ayudara a conseguir una pensión para su marido, que estaba muy enfermo. Aquello fue a principios del Siglo XX y todavía el Estado otorgaba pensiones a quienes hubieran luchado en la campaña nacional contra los filibusteros de William Walker. Los únicos tres requisitos que se solicitaban eran: haber participado en la guerra, no tener medios de subsistencia y no estar en capacidad de trabajar. La ancianita le dijo a don Fabio que ella y su marido eran realmente pobres, no tenían absolutamente nada; que su marido estaba tan débil, que apenas era capaz de ponerse en pie, pero que, en los tiempos de la guerra, su marido pasó dos años escondido en la montaña para que no se lo llevaran como soldado. Para ayudar a la pobre mujer, don Fabio le manifestó con optimismo: "De los requisitos que piden, su marido tiene dos de tres". Y ahí mismo le redactó la solicitud de pensión que, poco después, acabó siendo aprobada.

Una vez pensionado, la salud de aquel hombre mejoró milagrosamente y era común su presencia en los actos cívicos de las escuelas, a los que asistía para hablarles a los niños de sus hazañas tan heroicas como imaginarias. El señor, hay que reconocérselo, fue también solidario, ya que en muchas de las solicitudes de pensión de sus amigos compareció, en calidad de testigo, y dijo "haberlos visto" en Santa Rosa y Rivas.

Fabio Baudrit González.
(1875-1954)

Hijo de don Doroteo Baudrit Murillo y de doña Adelaida González Víquez, don Fabio Baudrit González (1875-1954) fue conocido, durante su juventud, simplemente como "el sobrino de don Cleto". Su tío materno, el licenciado Cleto González Víquez, dos veces presidente de Costa Rica, con frecuencia lo regañaba por no tomarse la vida en serio. Cuando don Fabio contrajo matrimonio con María Atilia Moreno Cañas, pasó a ser reconocido como el cuñado del Dr. Ricardo Moreno Cañas. Y, finalmente, cuando su hijo mayor, Fabio Baudrit Moreno, destacó como intelectual y catedrático, don Fabio fue identificado como el padre del rector de la Universidad de Costa Rica. Curiosamente, con un tío famoso, un cuñado famoso y un hijo famoso, don Fabio Baudrit González acabó siendo una figura prácticamente desconocida.

Además de abogado de causas pintorescas y pariente de personajes destacados, don Fabio Baudrit González fue escritor, pero murió sin haber publicado nunca un libro. Sus escritos, todos de tono risueño, que incluyen cuentos, anécdotas y artículos de opinión, quedaron dispersos en muchísimos periódicos y revistas de distintas décadas. Don Adolfo Blen, un meticuloso explorador de hemerotecas, tuvo la paciencia de buscarlos hasta llegar a reunirlos todos. Sin embargo, no llegó a publicarlos. Los primeros escritos de don Fabio datan de 1903 y se mantuvo colaborando frecuentemente en la prensa hasta poco antes de su muerte, en 1954. 

Pese a no contar con libros publicados, don Fabio Baudrit fue miembro fundador de la Academia Costarricense de la Lengua, en la que ocupó el sillón H. Al año siguiente de su muerte, fue elegido para sucederlo en ese puesto, el filólogo y poeta Arturo Agüero Chaves. Ya había caído en desuso la costumbre de que los nuevos académicos dedicaran su discurso de incorporación a elogiar a su antecesor, pero don Arturo Agüero quiso realizar un ensayo crítico sobre la obra de don Fabio Baudrit recopilada por don Adolfo Blen. Ese estudio, junto con una pequeña antología, fue publicado por la Universidad de Costa Rica, pero no tuvo gran difusión.

No sería sino hasta 1977, veintitrés años después de la muerte de don Fabio, que aparecería el libro El paso de la vaca y otros relatos, publicado por  Editorial Costa Rica.  Como su producción literaria era muy abundante, no fue posible publicar todos sus escritos, de manera que se hizo una selección clasificada en cuentos, semblanzas, leyendas, minucias y otras prosas. Afortunadamente, el libro incluyó la lista completa de publicaciones realizada por don Adolfo Blen, de manera que, quien quiera rastrear alguno de los relatos o artículos no incluidos en el libro, no tiene más que ir a la hemeroteca con la seguridad de saber exactamente dónde encontrarlo. El ensayo de don Arturo Agüero también aparece al final del libro.

Los escritos de Fabio Baudrit son breves, amenos, fluidos y, en cada uno de ellos, hace gala de una fina ironía y un sentido del humor punzante. El apartado que lleva por título "Minucias", recopila artículos de opinión sobre distintos temas del acontecer nacional, expuestos y analizados en un sutil tono de burla. No se crea, sin embargo, que don Fabio era un humorista. Sus observaciones son claras, profundas y reveladoras, pero tienen el gran mérito de destacar el lado absurdo, cómico y hasta ridículo, de los temas más serios.

En el apartado de leyendas, cuenta la del Cadejos, la Cegua y la Llorona, pero, sin lugar a dudas, la leyenda que, a la larga, acabó teniendo más impacto en el pueblo, hasta el punto de llegar a convertirse, por ser repetida de boca en boca,  en un mito urbano considerado por muchos como verdad histórica, es la del Paso de la vaca.

Publicada en el periódico El Noticiero, en 1905, la leyenda se refiere al origen del nombre de un humilde barrio al noroeste de San José que, desde mediados del Siglo XIX era llamado "El Paso de la vaca". Se trataba de un caserío de trabajadores y pequeños comerciantes que tuvo solamente un vecino ilustre, ni más ni menos que el poeta Rubén Darío, que alquiló allí una pequeña casita de adobe durante los meses que vivió en Costa Rica.

Cuenta don Fabio que las familias modestas de San José mantenían con los vecinos relaciones cordiales, pero de lejos. Las conversaciones tenían lugar en la calle, el mercado, la pulpería o la salida de Misa, pero era algo muy raro, y bastante mal visto, irse a meter a otra casa. Cuando recibían visitas, las atendían desde el lado adentro de la cerca y, si las pasaban adelante, a lo más que llegaban era a sentarse en la banca del corredor.

La única ocasión en que invitaban a los vecinos, los dejaban entrar hasta la cocina y los atendían con bebidas, comidas y hasta postres y golosinas, era en el Rezo del Niño. De hecho, las casas eran estrechas, sencillas y no tenían cuadros ni adornos ni otros elementos puramente decorativos pero, incluso la familia más pobre, en la época navideña montaba un portal de tan grandes proporciones que, en muchos hogares, apenas dejaba espacio para caminar. Tener un pasito grande y lindo era un lujo con el que todos soñaban para impresionar a los vecinos en la única ocasión en que los dejaban entrar a su casa.

En algún momento vino de Guatemala un escultor que era un verdadero artista tallando santos de madera. Algunos curas le encargaron imágenes para los templos y una que otra familia rica también contrató sus servicios. Pero, entre los humildes trabajadores descalzos de San José, los únicos que pudieron reunir el dinero para hacerle un encargo al escultor "fuerero" (en aquellos años no se decía extranjero ni forastero), fueron unos Abarca a los que, por grandotes y fuertes,  les decían, como apodo, "los bueyes".

Los Abarca le pidieron al escultor que les hiciera un pasito completo, con el ángel, San José, la Santísima Virgen María, el Niño Dios, los tres reyes magos, la mula y el buey. Al oír la palabra buey, el viejo padre de familia, que no soportaba escuchar el apodo por el que era conocido, le ordenó al escultor que, en vez de buey, le hiciera una vaca. El chapín, "fuerero", le respondió que eso no era posible, que se arriesgaba hasta que el cura se negara a bendecirle su pasito, pero ñor Abarca no se dejó convencer y, tajante, le advirtió: "Le pone tetas o no le pago".

Esa Navidad, por curiosidad más que por otra cosa, todos los vecinos de San José fueron a ver el portal de los Abarca, que acabó volviéndose famoso. Entonces, cuando alguien preguntaba una dirección en la zona le decían: "es por la calle de los Abarca, los que le dicen bueyes, los del paso de la vaca".

"Y esa es", declaraba don Fabio, "la religiosa historia del Paso de la Vaca", antes de cerrar su escrito con un contundente: "Como me lo contaron te lo cuento."

Pocos días después de que su leyenda "El Paso de la vaca" apareciera publicada en el periódico,  don Fabio se encontró con su buen amigo Juan José Loaiza, un hombre ingenioso y conversador, quien no solo le dijo que había leído su escrito y lo felicitó por la forma tan amena en que contó la historia, sino que también le comentó que todavía vivían en el Paso de la vaca, descendientes de la familia Abarca que había encargado hacer su pasito al escultor guatemalteco.

Don Fabio reaccionó sorprendido ante la noticia, ya que todo, absolutamente todo, era inventado. Nunca existieron en realidad ni los Abarca, ni el escultor guatemalteco, ni el pasito con vaca en lugar de buey. Su historia era tan inventada como la demencia del asesino que le tocó defender, o las hazañas patrióticas y heroicas de aquel pobre hombre que estuvo dos años escondido en la montaña para no ir a la guerra. Sin embargo, como buen escritor, es decir, autor de ficciones, y por puro apego a la mentira, no le confesó a su amigo que nada de lo que había relatado era cierto.

La leyenda del Paso de la vaca, como ya se dijo, fue publicada en el periódico en 1905 y  don Fabio murió en 1954. Durante casi medio siglo, entonces, don Fabio pudo sonreír complacido, al ver como su relato era repetido de boca en boca, hasta convertirse en historia oficial. Su nombre, como autor, fue olvidado, pero al menos una de las páginas que escribió llegó a ser tan aceptada por el pueblo, que acabó apropiándose de ella. Incluso hoy en día, son muchos quienes repiten la historia del origen del pintoresco nombre del barrio al noroeste de San José, sin haber escuchado nunca mencionar el nombre de don Fabio Baudrit González. 

INSC: 1784

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