Feliz año Chaves Chaves. Alberto Cañas. Editorial Costa Rica, 1981 |
El 31 de diciembre es un día que suele estar cargado de nostalgia. La víspera de año nuevo uno no tiene la sensación de que algo empieza sino, más bien, de que algo termina, así sean solamente las vacaciones navideñas. Además, como la cuenta regresiva hacia la medianoche empieza desde el momento mismo en que uno se levanta, el día se hace larguísimo. Si se goza de buena compañía, el lento paso de las horas resulta menos tedioso, pero si los amigos, familiares o seres queridos están muertos o muy lejos y, para colmo de males, uno no hizo planes y no tiene ni la más mínima idea de dónde lo van a sorprender las campanadas de las doce, se corre el riesgo de amanecer a solas con los pensamientos que, por cierto, esa noche no suelen ser muy alegres. De nada vale buscar a alguien: el 31 de diciembre es un día en que nadie aparece. Unos salieron de vacaciones a sitios lejanos y, los que se quedaron en la ciudad no hay forma de saber en dónde están. Uno llama por teléfono y nadie contesta o toca la puerta y la casa está sola.
Al joven diputado de provincias Bruno Chaves Chaves lo sorprendió el 31 de diciembre sin saber a dónde dirigir sus pasos. La única actividad que tenía programada para ese día era un almuerzo con unos señores importantes ("importantes para otros", pensaba, "porque ahora son como yo") del cual esperaba salir temprano y decidir luego si se iba a San Luis, su pueblo natal, o se quedaba en San José. Desafortunadamente el asunto se fue alargando. A las once de la mañana se sentaron en una mesa del club a tomar un aperitivo y ya eran más de las dos de la tarde, el litro de whisky iba para abajo de la mitad y nada que comían. Para acabar de hacerla, la conversación era un verdadero fastidio y Bruno, en vez de relajarse, se iba poniendo cada vez más tenso. Estaba en compañía de tres hombres que le sonreían y lo adulaban (el único que no le palmoteaba la espalda era el del frente porque no tenía cómo). A veces daba la impresión de que querían decirle algo, que lo habían invitado con un propósito, pero las agujas del reloj seguían pasando sin que se decidieran ni a entrar en materia ni a pedirle al salonero otra cosa que más hielo.
Llegó el momento en que ni siquiera los escuchaba. Su mente se puso a repasar momentos de su juventud, no muy lejana, en que jugaba fútbol y era bueno para repartir puñetazos en los pleitos colegiales. Recordó el funeral de su padre y la vez que llevó a su primera novia a nadar en la poza de un cafetal donde, con el agua helada hasta la cintura y una nube de mosquitos zumbando alrededor, le dio un beso inolvidable. Tanto su padre muerto como la novia a la que nunca volvió a ver estaban definitivamente fuera de su vida, pero no de su mente. Su pensamiento también volvía de vez en cuando al presente. Sabía que los líderes del partido por el que había sido electo diputado y dentro del cual, hasta hace poco, parecía tener futuro, estaban pensando no solo en expulsarlo, sino en acabar con su carrera. Bruno, joven inteligente e idealista, ganó la diputación de San Luis con amplio margen de votos. Todo el pueblo, salvo su cuñado, que hizo hasta lo imposible por perjudicarlo, confió en el nuevo líder comunal que, parecía, estaba destinado a ser figura nacional. Bruno tenía la cabeza llena de sueños, ilusiones y buenos propósitos. Quería iniciar, junto con sus compañeros de generación, una nueva forma de hacer política pero, cuando empezó a recibir golpes bajos, no tuvo más remedio que devolverlos. Aprendió que, más que pronunciar discursos, era necesario poner a circular chismes, más que convencer con argumentos, había que saber planear una intriga. Cuando los propios líderes de su partido elogiaban su progresos en el dominio de las reglas del juego, sucedió lo imprevisto. Allá en San Luis, su pueblo, justo en el Cerro de la Concepción que parece una postal con sus árboles y vaquitas, se descubrió un yacimiento mineral. Una compañía transnacional, con el apoyo de los diputados del partido contrario, propuso un contrato para explotarlo. El partido de Bruno se oponía rotundamente. Los argumentos que se escucharon en el debate abarcaban toda la gama de tonos desde el nacionalismo más sentimental hasta el más frío sentido práctico. La compañía gastó un dineral en propaganda y, segú las malas lenguas, hasta en sobornos para lograr el contrato. En San Luis, hasta el tonto del pueblo se veía en un futuro no muy lejano nadando en dólares. El día de la votación, 28 de diciembre, el contrato fue aprobado gracias al voto decisivo de Bruno Chaves Chaves, que "traicionó" (la palabra resonaba en su cabeza) la línea de su partido. Bruno ni siquiera estaba de acuerdo con el contrato. Sabía que el cerro, y probablemente también su pueblo, desaparecería apenas iniciaran las excavaciones, pero no pudo votar de acuerdo con su conciencia y sus ideas por no enfrentarse a los vecinos de la comarca, conocidos de toda la vida, cuyos votos, a fin de cuentas, lo habían llevado hasta donde estaba.
Los tres hombres que lo acompañaban ese medio día, no hacían más que elogiar su voto. Uno de ellos era el representante de la compañía minera y, los otros dos un par de acólitos locales. Ya sea por el hambre, el whisky, los recuerdos lejanos, las enemistades recientes, el sentimiento de culpa, los nubarrones en el horizonte o, muy probablemente, por la suma de todos esos factores, a Bruno Chaves se le colmó la paciencia, hizo una escena bastante grosera, soltó un discurso con palabrotas más dirigido a sí mismo que a sus compañeros de mesa, salió a la calle y se puso a caminar sin saber hacia dónde iba. Necesitaba compañía, es decir, alguien que lo escuchara, pero un 31 de diciembre uno no encuentra a nadie.
Días antes había conocido a una muchacha. Ni siquiera recordaba su nombre, pero se habían contado algo de sus vidas y la soledad de ambos los hizo creer que se comprendían. Bruno, que en el tumulto de la capital se sentía como un árbol con las raíces al aire, creyó que la única persona que podría entenderlo sería precisamente alguien que no lo conociera.
A María Eugenia, que así se llamaba la joven, también le habría gustado encontrarse con Bruno. Su 31 de diciembre no iba nada bien. Era una muchacha que se quedaba sin trabajo periódicamente y vivía con su madre, que no hacía más que ofenderla. El pulpero de la esquina, además, cuando la veía venir, salía a la puerta para gritarle las obscenidades más grotescas. Al final de la noche, que era también el final del año, Bruno y María Eugenia se encuentran, están un rato en los chinamos y el amanecer los sorprende en la carretera en un viaje que no se sabe en qué podrá parar.
Feliz año Chaves Chaves, publicada en 1981, es, en mi opinión, la novela más audaz de don Beto Cañas. Mientras en Una casa en el barrio del Carmen o Los Molinos de Dios, también obras fascinantes, amenas y meritorias, la narración es bastante convencional y concentra en consignar los hechos, en Feliz año Chaves Chaves se nos invita a recorrer un laberinto de emociones y recuerdos, de ilusiones estrelladas contra la realidad, de paisajes bucólicos llenos de historias y situaciones absurdas así como de acontecimientos insignificantes que llegan a ser gran importancia. En esta novela se reflexiona con profundidad, ironía y gran sentido del humor, tanto sobre lo social en el sentido más amplio como sobre lo personal hasta el alcance más íntimo. Al relatar unas doce horas en las vidas de dos solitarios que acabaron pasando el año nuevo juntos, don Beto nos pasea por distintas épocas y paisajes y nos presenta un singular desfile de seres humanos de todo tipo. Gerardo el macuco, el pulpero vulgar, tacaño y cochino, la vieja que sonríe sin dientes, el chofer de bus enamorado en silencio, Negrodilo el de los mandados del líder, Jorgito Meneses el de las tretas, Alvin Finch y su sonrisa de cómo ganar amigos, el tuerto de Sinoel Cascante y tantos otros, son mucho más que sombras alrededor de Bruno y María Eugenia. Hasta los personajes que aparecen fugazmente llegan a ser memorables.
El final de la novela queda abierto. No sabemos en qué paró ninguna de las historias que se cuentan. Podemos imaginarnos lo peor o inclinarnos por el final feliz. También queda abierta la posibilidad de que, al final, no ocurra nada que sea particularmente bueno ni malo y las cosas sigan más o menos como estaban. La novela termina al amanecer del 1 de enero y, como todos sabemos, el 1 de enero es un día muy distinto al 31 de diciembre. El 1 de enero no se piensa en el pasado, sino en el futuro. No se experimenta la sensación de que algo termina, sino de que algo empieza. Todo parece nuevo y fresco y da la impresión de que el reloj corre a toda prisa.
INSC: 0671
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