domingo, 17 de noviembre de 2019

Mauro Fernández Acuña.

Mauro Fernández. León Pacheco.
Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
San José, Costa Rica. 1972.
A finales del año 2018, asistí a una graduación escolar. Iba solamente con la intención de acompañar a mi queridísima ahijada Génesis Giuliana, que había terminado la primaria con excelentes calificaciones pero, al igual que todos los demás familiares de los otros estudiantes, antes de poder felicitarla, me tocó presenciar en silencio una ceremonia que se prolongó por  mucho más tiempo de lo que esperaba.
Además de la entrega de diplomas, hubo numerosos reconocimientos a estudiantes destacados y homenajes a maestros de distintas disciplinas. Los discursos fueron breves, pero uno tras otro. Llegó el momento en que uno aplaudía solamente por cumplir la parte que le correspondía en el montaje. Ya estaba cabeceando, cuando una maestra, al hacer uso de la palabra, citó a Mauro Fernández
No recuerdo exactamente lo que dijo, pero era una de esas máximas de ocasión, algo así como que la escuela es un segundo hogar, o la cuna del saber, el faro de cultura o el nido del civismo. La maestra no se extendió en el asunto, sino que se limitó a repetir las palabras de don Mauro. 
Sentado en mi butaca, me preguntaba de dónde habría sacado la maestra aquella cita. Es más, de dónde sacarían todos los maestros las citas de Mauro Fernández, porque en Costa Rica, en todos los actos escolares, nunca falta alguno, que acabe citando una breve sentencia suya. Me puse a sacar cuentas y noté que la tradición lleva más de un siglo. Mauro Fernández murió en 1905 y todavía a finales del 2018 sus palabras se repiten una y otra vez en todas las escuelas del país. De boca en boca, o más bien de acto cívico en acto cívico, se ha transmitido la idea de que Mauro Fernández es el maestro por excelencia y ha  llegado a ser considerado un prócer de la educación pública costarricenese. Curiosamente, Mauro Fernández nunca fue maestro y la famosa reforma educativa que impulsó no alcanzó grandes logros y, vista a la distancia, tiene aspectos bastante cuestionables.
Segundo hijo, y único varón, de don Aureliano Fernández Ramírez y doña Mercedes Acuña Díez Dobles, Mauro Fernández nació en San José el 19 de diciembre de 1843. En aquella época aún no existían en Costa Rica escuelas propiamente establecidas. Desde los primeros años de la época colonial lo que se acostumbraba era que alguien que supiera, generalmente un cura o un pariente, le enseñara las primeras letras a los niños. Las familias acomodadas tenían un tutor para sus hijos y algunos municipios contrataban a una persona instruida para que recibiera niños pobres y le pagaba una modesta cantidad por cada alumno que lograra aprender a leer y escribir.
Una pariente suya que era maestra, doña Chepita Fernández, empezó a darle clases al pequeño Mauro cuando tenía apenas cuatro años de edad. Como dio muestras de aprender rápido y estar muy interesado en los estudios, al cumplir los siete años empezó a recibir también lecciones en inglés a cargo de Miss Sophie Joy, la institutriz particular de los hijos del Dr. José María Montealegre Fernández. Posteriormente el niño también aprendió a hablar francés.
Tras la muerte de su padre, Mauro Fernández, que era apenas un adolescente, debió hacerse cargo de su madre y de sus dos hermanas, Isolina y María Práxedes. Como lo conocía desde pequeño y sabía que era un muchacho serio y estudioso, el Dr. José María Montelegre, entonces Presidente de la República, nombró al joven Mauro, de apenas dieciséis años de edad, como escribiente en el Ministerio de Gobernación. Muy pronto fue ascendido y le correspondió trabajar directamente a las órdenes de don Julián Volio Llorente, quien fue el gran impulsor de la escuela primaria gratuita, obligatoria y costeada por el Estado.
A pesar de tener un trabajo a tiempo completo, don Mauro continúo estudiando. Entre sus principales mentores cabe destacar al guatemalteco Lorenzo Montúfar y al nicaragüense Máximo Jerez. En 1869 se graduó de abogado en la Universidad de Santo Tomás y, casi de inmediato, viajó a Inglaterra, donde permaneció durante más de un año.
Cuando regresó a Costa Rica, abrió su bufete y se dedicó a diversas actividades profesionales, financieras y comerciales. Fue abogado de Minor Cooper Keith, funcionario de la Corte Suprema de Justicia, diplomático en misión especial a El Salvador, trabajó en la banca y fue miembro de varias juntas directivas de sociedades privadas en instituciones caritativas. Su carrera en el sector público consistió fundamentalmente en la redacción de códigos. Contra lo que comúnmente se cree, Mauro Fernández nunca fue maestro. Su esposa, la británica Ada Le Capellain, con quien contrajo matrimonio en 1874, sí se dedicaba a la enseñanza.
Aunque era lector asiduo de Stuart Mill y Herbert Spencer, don Mauro no escribió ensayos filosóficos ni era colaborador frecuente en la prensa. Don Cleto Gonzalez Víquez decía que "Mauro Fernández no fue un escritor, sino un orador, y más que un orador un propagandista". Se sabe que llegó a publicar tres libros: Los sentidos y el intelectoLa Refutación y Tres semanas en Sevilla. Sin embargo, tal parece que esas obras se perdieron, ya que no se consiguen en ninguna parte.
En 1885, el Presidente Bernardo Soto Alfaro, nombró a don Mauro ministro de Hacienda, Comercio e Instrucción Pública. Por su experiencia previa, don Mauro estaba ampliamente calificado para las carteras de Hacienda y Comercio, pero fueron sus disposiciones como Ministro de Instrucción Pública por las que acabaría siendo recordado. Simultáneamente a su cargo en el poder Ejecutivo, don Mauro era diputado y Presidente del Congreso, lo que le permitía participar en el debate de las leyes que proponía reformar.
Mauro Fernández Acuña.
(1843-1905)
Aunque don Mauro fue el promotor de la famosa reforma educativa realizada durante el gobierno de Bernardo Soto, quien estuvo a cargo de todo el planteamiento y estructuración fue el educador Buenaventura Corrales, a quien pocos recuerdan, porque el mérito siempre se lo lleva el superior jerárquico que es, a fin de cuentas, el responsable del asunto.
Lo que pretendía la reforma era eliminar la formación puramente teórica y clásica que se impartía en la Universidad de Santo Tomás y sustituirla con un impulso a la educación secundaria y la fundación de un instituto de educación técnica y práctica.
La universidad, de hecho, se cerró, pero la educación secundaria no fue reforzada como se había prometido, ni tampoco se estableció ningún centro de formación técnica.  Es decir, la reforma de don Mauro logró destruir lo que quería destruir, pero no logró construir nada nuevo. Se atribuye a don Mauro Fernández ser el fundador del Liceo de Costa Rica y del Colegio Superior de Señoritas. Valdría recordar, sin embargo, que fundar es partir de cero, o casi de cero, y ese no fue el caso en ninguna de esas dos instituciones porque ya funcionaban el Instituto Nacional, donde estudiaban los varones y la Escuela de Niñas, donde estudiaban las mujeres. Cambiarle el nombre a una institución ya existente no significa fundar una nueva. Lejos de promover la educación secundaria, don Mauro intentó, sin éxito, intervenir el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago, así como impedir el establecimiento del Instituto de Alajuela y del Colegio San Agustín, que sería el futuro Liceo de Heredia.
Si tanto quería fortalecer la enseñanza media, de primera entrada resulta difícil comprender su oposición, que llegó a extremos de verdadero boicot, a que los alajuelenses y heredianos contaran con escuela secundaria. La razón por la que actuó como lo hizo, fue que la intención de crear ambos centros de enseñanza surgió de los propios vecinos, quienes estaban dispuestos a instalar, sostener y administrar sus colegios, tal y como Cartago hacía con el suyo. Don Mauro pretendía que todas las instituciones educativas fueran creadas y dirigidas por el gobierno. Su posición era contraria al espíritu y a la letra de la ley impulsada por don Julián Volio Llorente quien, al proponer la educación gratuita, obligatoria y costeada por el Estado, le reservaba la inspección al gobierno, pero dejaba abierta la posibilidad de que la Iglesia, las órdenes religiosas, las municipalidades, los vecinos y hasta personas particulares fundaran escuelas. Si alguien quiere y está en capacidad de enseñar, que enseñe. Si alguien quiere y está en capacidad de aprender, que aprenda. El Estado, según don Julián Volio, no debía monopolizar la enseñanza, sino solamente supervisarla y, lo más importante, financiarla. Don Mauro proponía un proyecto centralista en el que nadie, salvo el Estado, podría establecer ni administrar escuelas.
La batalla que libró don Miguel Obregón Lizano, contra don Mauro Fernández, para fundar el Instituto de Alajuela, puede calificarse de heroica. Fue el propio don Miguel Obregón, además, quien logró que la vasta biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, sirviera de base para fundar la Biblioteca Nacional.
Don Mauro se equivocó al pretender fortalecer la educación estatal, limitando la educación privada, autónoma o municipal. Los números no mienten. Cuando don Mauro murió, en 1905, además de las instituciones religiosas y privadas, como el Colegio Seminario, el Salesiano y el de Sión, funcionaban en Costa Rica solamente cinco colegios públicos: el Colegio San Luis Gonzaga, el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas, el Instituto de Alajuela y el Liceo de Heredia. En 1948, cuando don Pepe llega a la Presidencia de la Junta Fundadora de la Segunda República, funcionaban los mismos cinco colegios públicos. No se fundó un solo centro de enseñanza secundaria en casi medio siglo. Si las municipalidades, los vecinos o los particulares de Liberia, Puntarenas, Limón, Turrialba, San Ramón o cualquier otra comunidad alejada del valle central hubieran querido establecer un colegio, la ley se los habría impedido. Lo irónico es que el Estado, que no estaba en capacidad de hacerse cargo de la fundación de nuevos colegios, consideraba las iniciativas particulares o comunitarias como competencia, cuando en realidad eran complemento.
No hay que olvidar que, en todo caso, los colegios graduaban bachilleres pero en Costa Rica la universidad se había cerrado. Algunos autores han especulado que el cierre de la Universidad de Santo Tomás se debió a una motivación anticlerical ya que, por solicitud del Presidente Juan Rafael Mora, el Papa Pío IX le había otorgado el título de Universidad Ponticia, lo cual le daba gran autoridad de supervisión al obispo diocesano. Sin embargo, ni Mons. Anselmo Llorente ni Mons. Bernardo Augusto Thiel se molestaron en supervisar la universidad que, pese a su título pontificio, era más bien un centro en que imperaban las ideas ilustradas y liberales. El asunto iba más bien por otro lado. La Universidad de Santo Tomás era autónoma, en el sentido de que tenía recursos propios para su mantenimiento y no dependía del Estado. Al cerrarla, el Estado logró adueñarse de todos los activos de la Universidad. Por otra parte, los programas de estudios en la Universidad de Santo Tomás eran teóricos y clásicos. Se enseñaba Filosofía, Derecho Romano, matemáticas puras y lenguas muertas y, en opinión de don Mauro "una universidad en que se cultiva la ciencia pura y abstracta no tiene razón de ser en Costa Rica."
Al cerrarse la universidad, solamente quedaron funcionando las escuelas de Derecho y de Farmacia. El gobierno disponía de presupuesto para enviar a costarricenses a estudiar al exterior pero mientras don Mauro fue ministro, hasta las becas estuvieron restringidas. Si había recursos suficientes para enviar a estudiar afuera a once personas, don Mauro aprobaba solamente siete becas. En su libro de memorias Al través de mi vida, don Carlos Gagini cuenta que en repetidas ocasiones le rogó a don Mauro que le concediera una beca para ir a estudiar lingüística y filología a Europa, pero que la beca nunca le fue concedida y Gagini no tuvo más remedio que formarse solo de manera autodidacta. Pese a no haber contado con estudios formales, las abundantes y cuidadosas investigaciones de Gagini son verdaderamente apreciables. Tal vez, de haber tenido la oportunidad de estudiar en una universidad especializada, sus trabajos habrían sido más científicos y menos empíricos, pero definitivamente don Mauro, quien no le encontraba razón de ser al conocimiento puro, jamás habría aprobado una beca en carreras tan poco prácticas como la lingüística y la filología.
Su promesa de educación técnica y de ciencia práctica tampoco se cumplió. Como ya se dijo, en Costa Rica solamente se podía estudiar Derecho o Farmacia. Los médicos, ingenieros y arquitectos estudiaban en el exterior, ya sea becados por el Estado o patrocinados por su familia. Irónicamente, en un país eminente agrícola, como era Costa Rica, la Escuela de Agronomía se estableció en 1926, más de dos décadas después de la muerte de don Mauro.
En 1889, cuando cayó el gobierno de Bernardo Soto, don Mauro realizó un largo viaje a Europa y, cuando regresó al país, se dedicó a su bufete de abogado y a la actividad bancaria. Aunque nunca más volvió a involucrarse en temas relacionados a la enseñanza y su reforma educativa no cumplió con lo prometido, fue precisamente en la época de su retiro que se le empezó a venerar como el gran impulsor de la educación costarricense, al punto que en 1902, mientras era diputado por última vez, se dispuso que su retrato fuera colocado en todas las escuelas y en todas las Juntas de Educación del país.
Don Mauro Fernández Acuña murió el 16 de julio de 1905. Su esposa, Ada Le Capellain, murió cinco años después. Como se sabe, su hija, María Fernández Le Capellain, era la esposa de Federico Tinoco Granados y, cuando Tinoco era presidente, se inauguró un monumento a don Mauro Fernández en el Parque Morazán. El busto de bronce, obra del escultor Juan Ramón Bonilla, acabó en el suelo derribado por los mismos manifestantes que le prendieron fuego al diario La Información en 1919. Naturalmente, este acto de vandalismo no iba dirigido contra la memoria de don Mauro en lo personal, sino solamente en su calidad de suegro de Federico Tinoco. El monumento fue puesto de nuevo en su sitio, donde aún se encuentra, en el sector sureste del parque, entre la estatua de Simón Bolívar y el Templo de la Música.
León Pacheco.
(1898-1980)
Considerando el hecho de que Mauro Fernández es un personaje interesante y una figura destacada y muy recordada de la historia de Costa Rica, resulta extraño que no se haya escrito aún una amplia biografía suya. En 1972, el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes publicó un pequeño ensayo sobre su vida y obra, escrito por León Pacheco, quien era gran admirador de don Mauro. Aunque el texto está compuesto en tono reverencial y, más que un estudio biográfico, es un homenaje, Pacheco, consciente de que cerrar la universidad fue un error y que la famosa reforma educativa no dio los frutos esperados, en vez de cantar un elogio a la obra de don Mauro, plantea argumentos en su defensa. En su exposición, intenta justificar, de manera no muy convincente por cierto, el hecho de que don Mauro haya dejado a Costa Rica sin universidad durante cincuenta años..
Aunque la adquisición de una cultura general es una tarea profundamente personal y la educación de los niños es, ante todo, derecho, deber y responsabilidad de los padres, don León Pacheco hace malabarismos retóricos para defender la posición de don Mauro de que la educación es función exclusiva del Estado. Las figuras históricas son recordadas por lo que destruyeron y por lo que construyeron, por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer, pero León Pacheco propone que la obra de don Mauro Fernández debe ser valorada por sus intenciones más que por sus logros.
El libro incluye al final una pequeña antología de textos de don Mauro en la que solamente hay reportes burocráticos y administrativos ya que, como los tres libros que publicó no se encuentran en ninguna parte, sus documentos oficiales como ministro es lo único que se conserva de su obra escrita.
Resulta entonces un verdadero misterio el hecho de que todos los maestros de Costa Rica, desde hace más de un siglo, tengan siempre a mano una frase bonita de Mauro Fernández para citarla al hacer uso de la palabra en los actos cívicos.
INSC: 1745
Ultíma foto de don Mauro Fernández Acuña, tomada en 1904.

sábado, 16 de noviembre de 2019

La Costa Rica del año 2000.

La Costa Rica del año 2000.
Oscar Arias Sánchez. Compilador
Ministerio de Cultura Juventud y Deportes.
San José, Costa Rica. 1977.
Siempre es arriesgado hablar del futuro. De hecho, si hay un oficio en que el fracaso es casi seguro, es el de profeta o adivino. Por más serias que intenten ser las predicciones, la información con que contamos hoy no es suficiente para pronosticar cómo serán las cosas dentro de un par de años. En el futuro siempre ocurre lo inesperado. 
Sin embargo, aunque la experiencia haya dejado claro que el futuro es impredecible, siempre resulta atractivo preverlo o imaginarlo.
En 1976, durante el gobierno de Daniel Oduber Quirós, el entonces ministro de Planificación, Dr. Oscar Arias Sánchez, organizó un simposio para debatir sobre la Costa Rica del año 2000.
Durante varios días los panelistas invitados, que incluyeron una amplia muestra de intelectuales, políticos, académicos y formadores de opinión, celebraron en el Teatro Nacional varias mesas redondas sobre una amplia variedad de temas, que iban desde la economía y la educación, hasta la familia y los recursos naturales. Al año siguiente, 1977, todas las intervenciones fueron publicadas en el libro La Costa Rica del año 2000, editado por el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes. 
Quien, bastantes años después del 2000, lea ese libro escrito y publicado bastantes años antes del 2000, acabará notando que muy poco de su contenido tiene relación con la realidad que conoce. Al repasar sus páginas, ya amarillentas, se escuchan voces lejanas, provenientes de una Costa Rica del pasado que ya no existe, hablando de una Costa Rica fruto de su imaginación que creían ver aproximarse pero nunca se concretó.
Uno de los panelistas invitados, el Dr. Roberto Murillo, sabiamente intuyó que los costarricenses del futuro posiblemente reaccionarían con una sonrisa burlona al repasar los discursos del simposio.
Si se sacan cuentas solamente con el calendario, el año 1976 estaba bastante cerca del 2000, pero las circunstancias cambiaron por completo en ese breve lapso de veinticuatro años. En 1976, aunque ya existían numerosas industrias, la economía del país seguía siendo principalmente agrícola. La naciente clase media, con nuevos hábitos de consumo, estaba concentrada exclusivamente en la Meseta Central. El turismo no era una actividad significativa, al punto que ni siguiera fue incluida en el Simposio. El estatismo imperaba al punto que don Eduardo Lizano hizo notar que de cada seis costarricenses que trabajaban, uno lo hacía para el Estado. El crédito estaba en manos de los políticos ya que, como señaló don Mario Echandi, la banca no se nacionalizó, sino que se "gobernizó".
Ninguno de los panelistas de entonces pudo haber supuesto que para el año 2010, por ejemplo, el sector de servicios en Costa Rica moviera más dinero que la agricultura, la industria y el turismo.
En algunas disertaciones, se entra en el interesante, pero con frecuencia estéril, debate teórico. Don Alberto de Mare hizo notar que sobre ciertas aspiraciones existe un consenso unánime cuando se plantean a nivel abstracto, pero que esas mismas aspiraciones generan grandes desacuerdos cuando se discute cómo implementarlas a nivel práctico. 
En su participación, una de las más brillantes por cierto, don José Figueres Ferrer, con su característica combinación de sabiduría y sencillez, deja claro que no se pueden hacer previsiones sobre cómo será la Costa Rica del futuro ya que los pronósticos que se hagan (él utiliza la palabra "profecías") no dependen solamente de factores internos, de manera que aventurarse a profetizar el futuro de un país, sin saber lo que va a pasar en el resto del mundo es ilusorio. Sobre el futuro, todo lo que se diga no serán más que deseos, temores o esperanzas. Manifestó entonces sus tres deseos. Dijo que quería que, en el futuro, Costa Rica fuera apegada a la ley en lo político, socialista en lo económico y cristiana en lo ético.
Otros panelistas intentaron presentar como análisis lo que era simple y llanamente sus opiniones personales. Don Manuel Mora Valverde, por ejemplo, manifestaba su deseo de que Costa Rica tomara rumbo a la izquierda aunque, de manera realista, dejaba claro que no creía posible que su aspiración pudiera concretarse para el año 2000, al tiempo que manifestaba su temor de que las dictaduras militares se extendieran por todo el continente. Jamás se habría imaginado don Manuel que ni las dictaduras militares ni la Unión Soviética llegarían al año 2000.
Tenía razón don Pepe. Todo lo que se diga del futuro no será más que la expresión de los deseos y temores de quienes lo imaginan.
Más que perspectivas o propuestas, en la lectura de las ponencias del simposio La Costa Rica del año 2000 lo que se encuentra son solamente especulaciones de verdaderamente poco interés. Un breve discurso, sin embargo, sorprende por su contundencia, claridad de conceptos y hasta por su frescura y actualidad a pesar de los muchos años transcurridos desde que se pronunció. Al hacer uso de la palabra, el Sr. Richard Beck, fundador de Atlas Eléctrica y uno de los empresarios más influyentes del país, acabó siendo el único, en todo el simposio, que en vez de irse por las nubes, habló con los pies bien puestos en la tierra.
Señaló que el problema principal de Costa Rica no es de recursos, ni de instituciones, ni de programas sino, de actitud. Existe una tendencia generalizada de quejarse de los problemas sin proponer soluciones ni estar dispuesto a ser parte de ellas. Algo así como decir que el problema me afecta a mí, pero espero que la solución la propongan y la realicen otros. Tanto en los individuos, como en las comunidades y los diversos sectores sociales, existe una gran dependencia de las acciones del Estado. Señala como responsables a los políticos, a quienes insta a ser más responsables y dejar de ofrecer el espejismo de una vida gratuita o subsidiada. Abrumados por las falsas expectativas que ellos mismos han creado, los gobernantes improvisan programas que al solucionar un pequeño problema del presente acaban generando problemas mayores en el futuro. Da ejemplos de cómo los problemas más serios en una época, son fruto de las supuestas soluciones de la época anterior. Sin darle muchas vueltas al asunto, declara que la mejor forma de distribuir la riqueza y reducir la pobreza es el trabajo intenso y constante sin esperar auxilio de otros porque, digan lo que digan los teóricos, no hay sustituto para el esfuerzo propio. Si cada uno asume la responsabilidad propia, es posible salir de cualquier crisis política o económica, pero si se mantiene una actitud de dependencia, existe el riesgo de caer en una crisis moral que resultaría muy difícil de superar.
Más que un vaticinio, un deseo o un temor, don Richard Beck lo que hizo fue un diagnóstico que sonó entonces, y sigue sonando ahora, como una campanada de alerta. En este libro de setecientas páginas, solamente la breve intervención del Sr. Beck, son las únicas que tienen algo que decir a un lector de hoy, o de mañana. 
Los políticos, intelectuales y pensadores, al especular sobre el futuro, dieron rienda suelta a la fantasía. Pero el emprendedor y hombre de acción, fue el único que, ante el futuro, propuso cómo prepararse para afrontarlo.
INSC: 2623
Inauguración del Simposio La Costa Rica del Año 2000. El último a la derecha
es el Sr. Richard Beck Hemicke. (Foto tomada de https://oscararias.cr/sitioweb/)

sábado, 9 de noviembre de 2019

El diario de mamá. Novela de Alfonso Ussía.

El diario de mamá. Alfonso Ussía. Planeta.
España. 2009.
Cuando la madre del marqués de Sotoancho murió, le dejó a su hijo mucho dinero y un poco de tranquilidad. La relación que mantuvieron entre ellos nunca fue buena y, a decir verdad, el marqués llegó a considerar el fallecimiento de su progenitora como un verdadero alivio.
Sin embargo, la madre acabaría incomodando a su hijo incluso después de muerta. Registrando sus pertenencias, el marqués encontró un diario del que él mismo era protagonista principal. El hecho de que su madre no lo quisiera no era, en todo caso, una noticia nueva para él. Los desprecios, ofensas y maltratos que le había dirigido constantemente a lo largo de toda su vida se lo habían dejado claro. Lo que llegó a sorprenderlo fue descubrir que su madre lo aborrecía casi desde el instante mismo en que había nacido. En el diario descubrió que a ella le daba asco amamantarlo y que, al referirse a él, lo llamaba simplemente "la cosa."
Por el diario, supo también que recién nacido, el día que recibió el sacramento del Bautismo, se cayó de los brazos de una ama que lo sostenía y se dio un gran golpe de cabeza contra el suelo. Su madre creyó que a raíz del accidente, "la cosa" seguramente quedaría idiota para toda su vida y así lo consignó en su diario.
Es fácil imaginar el drama al que se enfrentó el pobre marqués. Leer el diario sin lugar a dudas le resultará doloroso y, posiblemente, en algún momento, tras leer apenas un par de páginas, debió haber pensado en destruirlo. Sin embargo, como la curiosidad es poderosa y, aunque le duela cada línea que lea, es posible que no pueda resistir la tentación de revisarlo de cuando en cuando hasta terminarlo. "Sus páginas rezuman tanta maldad que no pueden leerse de un tirón."
Encontré El diario de mamá en una librería, que más parecía tienda de regalos, ubicada en un centro comercial. Nunca había escuchado hablar de esa novela ni de su autor, Alfonso Ussía. El libro estaba envuelto en plástico transparente, por lo que no tuve oportunidad de picotear un poco en su interior. Sin embargo, el texto de la parte de atrás me hizo decidirme, no solamente a comprar un ejemplar para mí, sino incluso a adquirir otro para regalárselo a un amigo que, por alguna razón, siempre reacciona con risa ante las historias trágicas.
Es conocido el viejo refrán de que no hay que comprar un libro por la portada. Con El diario de mamá aprendí que tampoco es buena idea comprarlo por la contraportada.
Me preguntaba, al romper el plástico que lo envolvía, cómo sería la novela. No sabía qué esperar, pero el argumento era prometedor. Un hombre viejo que conoce lo que pensaba su madre acerca de él desde que era niño. Tal vez ella sufría de depresión post parto y sus crueles anotaciones iniciales eran solo el reflejo de su estado de ánimo en aquel momento. Tal vez, conforme el niño iba creciendo, sus sentimientos cambiarían. O, tal vez, aunque ella empezó odiándolo sin motivo aparente, poco a poco el hijo, quizá sin darse cuenta, con sus palabras y acciones acabaría dándole a su madre motivos para reafirmar su animadversión hacia él. Sin haber leído ni siquiera la primera página, estaba seguro que el libro, en algún momento, me daría una sorpresa. En algún momento, suponía, se revelaría la causa de tanto odio y el marqués podría finalmente comprender la actitud hostil de su madre ya muerta. También, por supuesto, me interesaba saber cuál sería la reacción final del marqués al terminar de leer el diario. La lectura podría cicatrizar heridas o abrir otras nuevas.
La gran sorpresa que me llevé, al leer el libro, fue que el autor, pese a haber ideado un argumento tan atractivo, complejo y rico en posibilidades, simplemente se olvidó de él. El descubrimiento del diario y la lectura del diario, se toca solamente en las páginas iniciales. Luego se vienen en cascada una serie de acontecimientos inconexos sobre situaciones en buena medida absurdas. La novela acabó volviéndose convirtiéndose en una historieta llena de chistes sacados de la manga. Resistí la tentación de abandonarla porque guardaba la esperanza de que todo aquello no fuera más que un largo y, tal vez necesario rodeo para regresar al diario. Pero no. El diario nunca se vuelve a mencionar y otras cosas, un viaje, una boda, ciertos compromisos sociales, pasan a primer plano. 
No comprendía por qué un escritor es capaz de plantear una buena historia para luego no escribirla.
Alfonso Ussía.
Luego averigüé que Alfonso Ussía es un periodista madrileño que escribe sin parar desde su juventud. Ha sido columnista de numerosos periódicos españoles, colabora con gran cantidad de revistas y es, además, comentarista de radio y televisión. Por si todo esto fuera poco, desde 1979 ha venido publicando prácticamente un libro al año.
También me enteré que El diario de mamá, primer libro suyo que cayó en mis manos, era la décima novela, de una larga serie que en total suma catorce libros, sobre las andanzas del Marqués de Sotoancho.  La primera, La Albariza de los Juncos, fue publicada en 1979 y la última, o al menos la más reciente, titulada El rapto de la novicia, los cañones de los Pujol y Monsieur Pipet de Lagarde, apareció en 2018. 
No sería justo emitir un juicio sobre una colección de catorce libros cuando solamente se ha leído uno de ellos, pero El diario de mamá, pese a lo llamativo que me pareció de primera entrada su argumento, no es más que un libro que pretende ser chistoso sin lograrlo. Es una obra de puro entretenimiento, que resultaría apropiada en la mesita de centro de una sala de espera, pero de la que no se puede esperar más que un chistecillos y salidas de tono que se olvidan de inmediato. Sospecho, porque no me consta, que la poco más de la docena de libros que Ussía ha dedicado al marqués de Sotoancho deben de ser de similar tono y contenido. Me quedaré con la duda de averiguar si mi sospecha es acertada o no, ya que, tras mi primer encuentro con el marqués, he perdido todo interés por seguir sus aventuras.
No tengo nada contra el humorismo puro. Si un autor escribe por puro afán de divertir, habrá lectores que disfruten sus libros sin más pretensión que divertirse. Lo que me duele, de hecho, no es tanto que yo, como lector, me haya tragado el anzuelo del marketing,  sino que Alfonso Ussía, como escritor, tuvo una idea que pudo haberse convertido en una novela interesante y la desaprovechó.
INSC: 2622 

martes, 22 de octubre de 2019

Don Rogelio Sotela y José León Sánchez.

A la izquierda del Sol. José León Sánchez.
Editorial de la Universida de Costa Rica.
San José, Costa Rica. 2012
Un hermoso cuento relata la historia de la breve pero entrañable amistad que nació a partir de un encuentro casual a la orilla de un río. Los amigos, que se conocieron descalzos, con los pies hundidos en la misma poza, tenían edades, temperamentos y experiencias muy distintas. Uno era un hombre sabio, sereno y elegante. El otro, un niño pobre, rebelde y sufrido. El adulto ya era un literato, el joven lo sería muchos años después. Como en todas las amistades, en la la que mantuvieron el poeta Rogelio Sotela y el novelista José León Sáchez, hubo afecto y apoyo, así como también, inevitablemente, enojos y disgustos.
Llegaron al mismo río con distintos propósitos. José León iba a pescar peces, don Rogelio iba a pescar ideas.
Jamás se habría imaginado el poeta que aquel muchachito travieso, que lo escuchaba con atención aunque no comprendiera el significado de muchas de las palabras que le decía, acabaría convirtiéndose en un novelista reconocido a nivel internacional. El niño tampoco sabía en aquel momento que el señor alto de anteojos oscuros que lo llevaba a su casa para que compartiera tiempo en familia, era un gran intelectual, el primer historiador de la literatura costarricense, que había publicado libros de poesía y de ensayo y que, además, había sido diputado, diplomático y miembro del primer Consejo Universitario de la Universidad de Costa Rica. Cada uno era, para el otro, simplemente un amigo.
El niño llegaba al río con un tarro lleno de las lombrices que usaría como carnada. Mientras pescaba, miraba de lejos a aquel señor silencioso que leía un libro, sentado en una piedra, con los pies en el agua. Cuando algún pez picaba, el hombre levantaba la mano y lo felicitaba con una sonrisa.
Aunque el señor mayor se mostraba amable, el niño mantenía la distancia. Debido a los numerosos y frecuentes maltratos que había sufrido en su corta existencia, el niño, a pesar de su naturaleza inquieta y traviesa, ante los adultos se mostraba huraño y desconfiado. Además, el hombre aquel le parecía de alguna manera extraño. En ocasiones hacía a un lado lo que estaba leyendo y se quedaba quieto por largo tiempo, con la mirada fija en el vacío. En el río nunca se hablaron.
Su primera conversación tuvo lugar en circunstancias un tanto bochornosas. El poeta pescó al niño robando frutas en su jardín. El niño supuso entonces que aquel adulto, como otros muchos que lo habían atrapado antes en sus travesuras, le soltaría una severa reprimenda con ofensas y amenazas. Sin embargo, el poeta reconoció al pequeño pescador del río y lo invitó a tomar un refrigerio en su casa. Era un señor solemne que hablaba "con palabras de diccionario", pero el niño descubrió, con algo de sorpresa, que el hombre silencioso que miraba al vacío sin moverse, era un hombre bueno y simpático. Solamente le caía mal cuando le hablaba de la importancia de ir a la escuela, de la que el niño guardaba muy malos recuerdos y de la que huía a toda costa. Por otra parte, el niño descubrió que el poeta tenía una hija muy bonita, más o menos de su edad, por lo que encontró atractivo frecuentar aquella casa en que lo trataban tan bien.
Tuvieron, como todos los amigos, algún disgusto que, como todos los amigos, lograron olvidar. La amistad fue breve, pero el recuerdo acabó siendo imborrable.
Con el cuento El poeta, el niño y el río,  José León Sánchez obtuvo su primer premio literario. Lo escribió en la Isla de San Lucas, donde estaba preso. En 1963 lo presentó a un certamen convocado por la Universidad de Costa Rica, la Asociación de Autores, la Dirección de Artes y Letras y la Editorial Costa Rica. El Jurado le otorgó el primer lugar pero, cuando se supo que el autor era el reo más conocido del país, hubo quienes protestaron y pidieron que el premio no le fuera entregado. Argumentaban que era imposible que un hombre como él hubiera escrito un cuento tan hermoso. El Dr. Constantino Láscaris, que había obtenido el segundo lugar en el certamen, manifestó que no aceptaría el reconocimiento si se le retiraba el premio a José León. El fallo se mantuvo, pero José León no pudo asistir a la ceremonia de entrega en el Teatro Nacional. Sin embargo, la noche de la premiación, aunque estuviera muy lejos, en su celda del penal de San Lucas, José León Sánchez se convirtió en un escritor laureado y reconocido.
Desde entonces, El poeta, el niño y el río, ha sido publicado en numerosas ediciones. En 2012 fue publicado en el libro A la izquierda del Sol, publicado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica, junto con otros doce cuentos.
En éste, como en todos sus relatos, José León Sánchez se refiere al dolor, el sufrimiento y la injusticia, pero no lo hace como lamento ni como denuncia, sino que es capaz de elevarse hasta un nivel de sabiduría y madurez que está muy por encima del resentimiento. Sus personajes, como él mismo, a pesar de las duras experiencias sufridas, son capaces de mantener en alto la confianza y el optimismo. Sonríen, creen todavía en la buena voluntad de quienes los rodean, se sacuden el polvo después de cada caída y disfrutan los breves y esporádicos momentos de paz y gozo en medio de la tormenta.
En sus charlas, el niño le iba contando al poeta como había su vida. Abandonado desde pequeño, maltratado y rechazado por quienes, se suponía, debían cuidarlo, había ido creciendo solo a brincos y saltos, aguantando hambre y buscando, sin encontrarlo, un poco de afecto. El poeta, que en el río se quedaba silencioso mirando un punto lejano, lo escuchaba atento. Precisamente por la época en que se conocieron, don Rogelio Sotela había publicado un librito pequeño, Apología del dolor, en el que, entre otras sabias máximas, decía que el sufrimiento es como la noche que precede a la aurora, que el dolor es una escuela que nos hace comprender mejor la vida, que cada golpe fortalece y que quienes han sufrido mucho, a la larga logran alcanzar un alto estado de serenidad.

Rogelio Sotela (1894-1943) y José León Sánchez. El primero poeta y el segundo
novelista, compartieron una amistad, salpicada con travesuras, que nació a la orilla
de un río.
INSC: 2772

viernes, 4 de octubre de 2019

Historia de la literatura costarricense. Abelardo Bonilla.

Historia de la Literatura Costarricense.
Abelardo Bonilla. Edictorial Costa Rica.
San José, Costa Rica. 1967
El primer antólogo e historiador de la literatura costarricense fue el poeta Rogelio Sotela, quien publicó, por iniciativa propia y con recursos propios, tres importantes estudios: Valores Literarios de Costa Rica (1920), Escritores de Costa Rica (1923 y una edición ampliada en 1943) y Literatura Costarricense (1927).
Estos libros, además de reseñas biográficas de los autores y datos de referencia sobre títulos y fechas de las publicaciones, incluían además una muestra antológica de las obras mencionadas, muchas de ellas verdaderamente difíciles de encontrar.
El trabajo de recopilación y rescate histórico que hizo el poeta Rogelio Sotela es verdaderamente asombroso y admirable. Quien quiera tener una visión amplia y total de la literatura costarricense, no tiene más que recorrer las casi novecientas páginas de Escritores de Costa Rica, donde encontrará tanto la información, como la muestra, sobre todo lo escrito y publicado en Costa Rica desde los más remotos orígenes coloniales hasta las primeras décadas del Siglo XX,
Lamentablemente, esta obra erudita, rigurosa y completa no ha vuelto a ser reeditada. 
En los años cincuenta, la Universidad de Costa Rica, de cuyo primer Consejo Universitario el poeta Rogelio Sotela había formado parte, en vez de publicar una nueva edición de Escritores de Costa Rica, optó por encargarle a Abelardo Bonilla que escribiera una Historia de la Literatura Costarricense. La tarea, paradójicamente, era a la vez una tarea sencilla y un reto difícil. Tarea sencilla, porque la investigación y recopilación ya estaba hecha. Reto difícil, porque le correspondía ir un paso más allá de una verdadera obra maestra.
La primera edición de Historia de la Literatura Costarricense fue publicada en 1957 y se agotó casi de inmediato. La segunda, ampliada, fue publicada por la Editorial Costa Rica en 1967 y hubo también una tercera edición, de gran tiraje, publicada por la editorial STVDIVM, de la Universidad Autónoma de Centro América, que en diversas reimpresiones, entre 1982 y 1984, alcanzó los catorce mil ejemplares. La primera edición no la he podido conseguir, pero tengo en mi biblioteca sendos ejemplares de la segunda y la tercera.
Historia de la Literatura Costarricense.
Abelardo Bonilla. STVDIVM.
UACA. San José, Costa Rica, 1984.
 Los nombres, fechas, títulos y datos que se consignan en los libros de Rogelio Sotela y de Abelardo Bonilla son casi los mismos. En cuanto a estructura, la obra de Bonilla está prácticamente calcada de la Sotela. Sin embargo, cada estudio responde a intenciones muy distintas. Rogelio Sotela, como historiador literario, se limitó a consignar. Investigó en archivos, recopiló información, la estructuró sistemáticamente y reprodujo muestras representativas de cada obra estudiada. El suyo es un trabajo exhaustivo y completo, una gran obra de referencia que no entra en valoraciones personales, estéticas ni políticas. Rogelio Sotela ofrece los datos, pero no pretende influir en el juicio que se pueda hacer de ellos.
Abelardo Bonilla tomó un camino distinto. Para empezar, no solo eliminó la muestra antológica (con la promesa de reunirla en otro libro) sino que también se tomó la libertad de eliminar de la recopilación las obras que, a su juicio, eran "de escasa importancia". 
Abelardo Bonilla, según afirma él mismo en el prólogo, para escribir la obra se trazó un plan y procedió con la "eliminación deliberada de los nombres y manifestaciones que no calzan con el plan."
En la introducción, afirma que su libro "no reclama otro mérito que ser objetivo y sincero."  En cuanto a sincero, no cabe duda que lo es, puesto que el autor se permite manifestar sus opiniones personales sin pudor y sin medida pero, precisamente por eso, el libro no tiene nada de objetivo. Es, de hecho, toda un desplante de subjetividad.
Empieza con una afirmación muy discutible. Afirma que en Europa, "por la cultura y por la raza" hay un orden basado en la razón, mientras que en América, "por la juventud y el aporte indígena", hay un orden basado en la emoción. No se detiene sin embargo, a exponer las razones que lo han llevado a esa conclusión que, tal parece, él da por un hecho. Podría discutírsele que, a pesar de las diferencias culturales, por marcadas que sean, la conducta de todos los seres humanos, independiente de donde vivan, responden a motivaciones tanto racionales como emocionales.  
Casi de inmediato, al referirse a la producción intelectual a este del Atlántico, suelta otra sentencia contundente que tampoco se molesta en explicar. Dice que del pensamiento latinoamericano "no vemos ninguna perspectiva ni sentimos su conveniencia." Mientas otros autores, al ocuparse de los escritos de una región en particular tratan de descubrir sus características propias, Abelardo Bonilla deja claro que la única cultura racional es la que viene de europea y ni siquiera es conveniente que otra sea posible. Considera que el localismo, además de "errado" es "deleznable", ya que conduce "al error de crear una limitación inconveniente en la universalidad de la cultura."
Como cree que hay una manera correcta y una manera equivocada de hacer las cosas, al referirse a la poesía costarricense, considera "negativa" la influencia que en ella tuvo el colombiano Julio Flores y "nefasta" la del mexicano Salvador Díaz Mirón.
Abelardo Bonilla Baldares. (1898-1969)
Ya entrando en materia, al referirse a la literatura costarricense, como un maestro severo ante los aprendices, procede a evaluar la obra de los autores que va mencionando. Encuentra los versos de Domingo Jiménez, el coplero, como "textos de mediocre composición." Critica En una silla de ruedas, de Carmen Lyra, por su "exceso de sentimentalismo", mientras que las dos novelas de María Fernández de Tinoco, Zulay y Yontá, les reprocha su "lenguaje ingenuamente femenino". Afirma que Yolanda Oreamuno es una narradora excepcional al repasar recuerdos pero que, al entrar en temas reflexivos, su prosa es "inferior" ya que revela "una concepción del mundo y de los hombres pesimista, sobria y cruel." Reprocha que la poesía de Francisco Amighetti sea "escasa y limitada a temas menores." El libro Atardeceres, de María Ester Amador León, es calificado como "una colección de setenta poemitas en prosa.
Además de etiquetar los libros con criterios tan subjetivos, Abelardo Bonilla también los califica entre mejores y peores. Al referirse a la obra de don Joaquín García Monge, afirma que Abnegación es "de menor mérito" que El Moto y que La mala sombra y otros sucesos es "su mejor obra". De las tres novelas que escribió Claudio González Rucavado, dice que Egoísmo, es "inferior" a las otras dos. Sostiene que Pedro Arnáez es la mejor novela de José Marín Cañas, mientras que Ese que llaman pueblo, es la mejor de Fabián Dobles.
Aunque, a nivel académico, se suele echar mano de métodos y teorías, siempre he creído que la crítica literaria es, en el fondo, un género de opinión. Por ello, no cuestiono que Abelardo Bonilla manifieste sus impresiones personales, pero le reclamo que las opiniones que manifiesta no estén justificadas. No le cuestiono, por tanto, que Abelardo Bonilla que manifieste sus impresiones personales, pero le reclamo que no las explique. Si el crítico literario simplemente opina, se espera que esa opinión sea fundamentada. Si afirma que una obra es "mejor" o "peor" que otra, debería decir por qué.
Abelardo Bonilla no solamente califica las obras, sino también los autores. Dice que Jenaro Cardona es "el más brillante poeta del período", que Alfredo Castro es "el más genuino de nuestros autores dramáticos" y que Alfredo Cardona Peña es el poeta "que ofrece frutos estéticos de más altos quilates", pero no se detiene a exponer cómo llegó a esa conclusión.
En ocasiones, al opinar sobre escritores, sus comentarios se centran en lo personal más que en lo literario. Sostiene que la vida de Teodoro Yoyo Quirós "no tuvo rasgos notables", que Rafael Angel Troyo fue "un millonario que derrochó su fortuna", o que Max Jiménez era "un hombre muy rico cuya personalidad indisciplinada le impidió seguir estudios superiores." Llega al punto de afirmar que "por su carácter serio e introvertido, por su espíritu religioso y por su dedicación a los estudios filosóficos, Luis Barahona Jiménez es el escritor contemporáneo mejor capacitado para el ensayo."
Además de evaluar y etiquetar tanto libros como autores, Abelardo Bonilla, en sus comentarios, señala la influencias de autores de otras latitudes que ha notado en las obras costarricenses. Las de Francisco Soler y las de Max Jiménez se le parecen a la de Ramón del Valle Inclán, la de Diego Braun Bonilla a la de Gustavo Adolfo Becker y la de Aquileo Echeverría a la de Francisco de Quevedo. La ironía de Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas, le recuerda la picaresca española, en las novelas de Fabián Dobles descubre "visibles influencias" de Emile Zolá y Fiodor Dostoievski, mientras que a Manglar, la primera novela de don Joaquín Gutiérrez, le descubre influencias de John Dos Pasos y James Joyce. Habría sido interesante saber un poco más acerca de cómo estableció tales paralelismos pero, de nuevo, Abelardo Bonilla optó por manifestarlos sin molestarse en explicarlos.
El concepto de "Literatura Costarricense" es, en este libro, bastante amplio, puesto que, además de poesía, cuento, novela, teatro y ensayo, incluye también apartados sobre Historia, Derecho, Economía y Periodismo. Las dosis de atención que presta a cada autor son, como muchas otras en este obra, inexplicables e inexplicadas. En la brevísima mención a José Ramírez Sáizar, simplemente dice que su obra se refiere a la "pintoresca" región guanacasteca. Uno no puede evitar preguntarse por qué considera a Guanacaste particularmente "pintoresco", cuando también podría serlo cualquier otro rincón del país.
En el apartado de periodismo, por ejemplo, no se menciona a Pío Víquez, pero Abelardo Bonilla dedica un largo elogio a  Otilio Ulate Blanco, quien había sido su patrón durante los muchos años que trabajó en el Diario de Costa Rica. Al mencionar a don Alberto Cañas Escalante, aclara que "no es un periodista profesional pero ha realizado una vasta labor en órganos de prensa." Lo curioso del caso es que en Costa Rica ningún periodista era profesional. No se impartían clases de periodismo y los colaboradores de periódicos se dedicaban también a otras actividades.
En todo caso, queda claro que la Historia de la Literatura Costarricense de Abelardo Bonilla, más que un estudio metódico y antológico sobre la producción literaria de Costa Rica, es más bien la valoración personal que, sobre esa literatura, tiene quien la escribió. Con todo y lo discutibles que son las opiniones expuestas, es un libro interesante de leer, pero  no atractivo de repasar.
El que sigue siendo un libro de referencia y consulta frecuente es, más bien, el anterior y primero, Escritores de Costa Rica del poeta Rogelio Sotela. Es entonces inexplicable, además de lamentable, que mientras el libro de Bonilla ha contado con varias ediciones desde su aparición, en 1957, el de Sotela no haya vuelto a editarse desde 1942.
INSC: 1826  2765
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...