viernes, 22 de julio de 2016

Ecos de ceniza. Obra teatral de Klaus Steinmetz.

Ecos de ceniza. Klaus Steinmetz.
MG Asociados. Costa Rica, 2001.
El montaje de la obra de teatro Ecos de ceniza de Klaus Steinmetz, estrenada en el 2001, volvió a poner en el tapete un crimen que en su momento conmovió y escandalizó a la sociedad costarricense. Más allá de este recordario, la pieza retrata varios dramas humanos en que la honestidad, o su ausencia, juega un papel de primer orden.
Mientras estuvo en cartelera, quizá por habérsele prestado mayor atención a su vínculo con un hecho conocido, la primera impresión que generó fue que era una obra demasiado apegada a una referencia histórica que el público debía conocer previamente.
Sin embargo, la lectura reposada del libro permite descubrir que Ecos de ceniza tiene muchos otros méritos además del de servir como cura contra la amnesia.
Ecos de ceniza es todo un cuestionamiento sobre la honestidad puesta en conflicto frente a la conveniencia. En su desarrollo asistimos al intenso drama humano de un juez que, en su afán de hacer carrera y por sed de éxito, acaba renunciando a unos principios que siempre creyó irrenunciables.
La obra surge, según declaraciones del propio autor, de la indignación ante un hecho histórico que es una verdadera vergüenza en nuestra historia judicial.
Vale la pena recordarlo. El 21 de marzo de 1987, en unas fiestas populares en San Francisco de Dos Ríos, fue asesinado el estudiante de Derecho Leonardo Chacón Mussap.
Las circunstancias del crimen conmovieron a todo el país.
En un chinamo, Roque di Leone, alto funcionario del Poder Judicial, algo pasado de tragos le faltó al respeto a una mesera. Chacon Mussap salió en defensa de la muchacha y di Leone, argumentando que él era un hombre muy importante en la Corte Suprema de Justicia, amenazó de muerte al joven estudiante.
Di Leone fue a su casa y regresó al lugar con una pistola.
Instigado por su esposa, quien le ayudó a localizar al joven y le gritó que lo matara, di Leone le disparó a Mussap por la espalda y lo asesinó ante todos los presentes.
El crimen en sí mismo conmocionó a todo el país. Un joven estudiante defiende a una mesera de un patán. El disparo no se dio al calor del momento, sino que el asesino, durante el trayecto de ida y vuelta para traer el arma tuvo el tiempo suficiente serenarse y pensar en lo que hacía. El espectáculo grotesco de la esposa de di Leone, señalando al estudiante y gritándole a su marido, en presencia de multitud de testigos, que disparara. Y, finalmente, el cobarde tiro por la espalda a alguien totalmente expuesto e indefenso.
Pero lo verdaderamente indignante fue el proceso judicial que vino luego. Los Magistrados del más alto tribunal constitucional de la República, quienes habían conocido y trabajado con di Leone de cerca durante muchos años, acordaron concederle el beneficio de la pensión, pese a que la legislación vigente (artículo 240 de la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia) establecía que si un funcionario judicial era condenado penalmente, de manera inmediata perdía todos sus privilegios de funcionario.
El texto de la resolución, que establece que a la administración no debe importarle "la conmoción social producida por el delito imputado (...) ni en general sus méritos o su conducta personal", sino que los derechos adquiridos del funcionario se mantengan, escandalizó a la sociedad entera y minó la credibilidad del Poder Judicial.
En Costa Rica, como en cualquier otra democracia, se cuestionan las acciones del presidente y los ministros y se ponen en duda la capacidad y las intenciones de los diputados pero, hasta el caso de Roque di Leone, la Corte Suprema de Justicia había gozado de credibilidad y confianza general.
Más tarde, de los doce años de cárcel a que di Leone fue condenado, solamente permaneció en prisión tres (1989 a 1992), durante los cuales gozó de privilegios exepcionales. Lo dejaron libre debido a que sufría de un meningioma. El caso no era grave y di Leone estaba recuperándose, pero por el riesgo de que su enfermedad pudiera complicarse si permanecía en prisión, los jueces dispusieron que terminara de cumplir la sentencia en su casa.
Basado en estos hechos, Klaus Steinmetz planteó su obra Ecos de ceniza, en la que muestra cómo las buenas conexiones pueden servir hasta para evadir la justicia.
Quizá por tener su origen en un hecho histórico, la primera aproximación al libro de Steinmetz fue desde el punto de vista referencial. Incluso, como mencioné al inicio, una de las críticas más recurrentes que se escuchó que se le hicieron a la obra durante el tiempo que estuvo en cartelera, se concentraba en el hecho de que era muy dependiente de un suceso que no se detenía a explicar y que el público debía conocer previamente para apreciarla mejor.
Ciertamente, hay en el texto muchas líneas que remiten al asesinato de Leonardo Chacón Mussap sin citarlo explícitamente.
El juez que liberó al asesino en una oportunidad dice: "Ya estaba muerto, veinticinco años de cárcel no resucitan a nadie". Más tarde aparece: "Ese hombre que no llegará a prócer porque se le cruzó en el camino un momento trágico en la vida en la vida de un hombre", como dijeron sus benefactores, no merece compartir la jaula con el asesino de Aguantafilo o de Los Guidos."
Un testigo recuerda: "Habían ido hasta su casa a traer un arma".
Otro personaje se lamenta: "¿Por qué no le habrá pegado un tiro a un simple hijo de vecina? Justo le dio a éste, estudiante de Derecho y con familia de abogados."
Sin embargo, aún admitiendo que la obra, considerada solamente dentro de su valor recordatorio, es bastante dependiente referencias de las que no se puede suponer al público como enterado, no hay que olvidar que toda pieza literaria, por el simple hecho de serlo, pertenece a la esfera de la ficción y acaba siendo un universo propio en sí misma.
Sería oportuno entonces preguntarse cómo sería apreciada esta obra por un público que desconozca por completo la historia del crimen sobre el que está inspirada. Muy probablemente, en una lectura bajo esas circunstancias, los méritos de Ecos de ceniza, lejos de atenuarse se acentúen.
Ecos de ceniza es una crítica y una denuncia contra la impunidad y, por serlo, el conflicto principal no se centra ni en el asesino ni en la víctima, sino en el personaje del juez que cede a las presiones y, para garantizar su propio éxito, acaba haciendo algo que sabe incorrecto e injusto, pero que logra calzar dentro del marco legal.
En ese sentido, Salazar, el juez, es un personaje impecablemente bien construido. Steinmetz no nos presenta la imagen de un corrupto perverso sino, por el contrario, la de un puritano e idealista. Salazar es, ¿por qué no decirlo?, un buen hombre. Como entusiasta estudioso de la teoría, sus clases en la Facultad de Derecho logran ganarle el respeto, la admiración y hasta la amistad de sus estudiantes. De costumbres conservadoras y principios morales estrictos, soporta castamente su viudez y, hombre religioso además, lamenta que su hija no haya llevado su vida de una manera más convencional.
Klaus Steinmetz. Crítico de arte, dramaturgo y poeta.
Incluso los encargados de armar el asunto para que su amigo el acusado salga libre, tienen por cierta la fama de hombre honesto que Salazar se ha ganado. Por medio de un ascenso, sin embargo, consiguen hacerlo partícipe de sus planes y él, fiel aún a sus principios, lo que hace es conducir el juicio de una manera en que no le quede forma de dictar otra sentencia más que la absolutoria.
Es realmente meritorio que Steinmetz, al presentarnos el personaje del corrupto, no lo haya construido de manera caricaturesca como el malo de la película, sino que nos haya mostrado a un hombre de carne y hueso, de personalidad compleja, aquejado por angustias internas y conflictos con el medio en que se desenvuelve.
Salazar tuvo incluso la tentación, si puede llamarse así, de denunciarlo todo, pero su sentido práctico se impuso al sopesar las consecuencias.
Solamente algunos pocos de los personajes menores de la obra podría decirse que carecen de matices. Steinmetz, como dramaturgo, tiene el enorme mérito de haber desarrollado un tema tan delicado y complejo como el de la corrupción en los tribunales sin haber caído en posiciones maniqueas.
La realidad que nos pinta nunca es en blanco en negro, sino llena de sombras en la parte iluminada y de destellos en el lado oscuro.
Por otra parte, la obra se desarrolla en diferentes planos, moviéndose desenfadadamente y con gran fluidez en distintos tiempos y lugares, con una progresión circular compleja pero que no deja ni un cabo suelto.
De diálogos ágiles, salpicados con dosis similares de humor y cinismo, Ecos de ceniza plantea un juego de apariencias que definitivamente será apreciado tanto por quienes conozcan, como por quienes no, el hecho histórico en que se inspiró el autor para escribirla.
La peculiaridad de que el asesinato de Chacón Mussap apenas se insinúe y aparezca más bien como oculto en una nebulosa, lejos de empobrecer la obra la enriquece. La médula del asunto es la injusticia e impunidad, que tanto indignan. En caso en cuestión podría ser el de Chacón Mussap o cualquier otro.
INSC: 1398

jueves, 21 de julio de 2016

Memorias del liceísta Walter Hernández Valle.

Años de primavera. Memorias de un
liceísta. Walter Hernández Valle.
Editorial Costa Rica, 2002.
En su libro Años de primavera, Walter Hernández Valle, repasa sus tiempos de estudiante en el Liceo de Costa Rica durante la década del cuarenta y, además de lo estrictamente personal y anecdótico, brinda un retrato íntimo sobre el San José de entonces.
La etapa de la secundaria suele dejar recuerdos imborrables que, con el paso de los años, acaban siendo evocados con nostalgia. Uno podría preguntarse si esa nostalgia guarda relación directa con el colegio en que se estudió o si se refiere más bien a la edad en que se pasó por las aulas. Como a la enseñanza media se entra siendo casi un niño y se sale siendo casi un adulto, muchas de las experiencias que se viven durante ese periodo acaban siendo determinantes en la vida.
Con tono bastante comedido y un sentido del humor más bien discreto, los veintiún relatos que incluyó Walter Hernández Valle en su libro se refieren a acontecimientos verdaderamente memorables que le tocó protagonizar o presenciar durante los cinco años transcurridos entre su primer día de clases en el Liceo y su graduación de bachiller.
La distancia de los años siempre es saludable en este tipo de libros y, a decir verdad, el autor esperó un tiempo más que prudencial para publicar el suyo. Hernández Valle estudió en el Liceo de Costa Rica de 1945 a 1949 y sus memorias aparecieron publicadas en el año 2002, cuando el Liceo, la ciudad, el país y el mundo eran totalmente distintos a los de sus tiempos de estudiante. 
El mundo, en aquel entonces, acababa de salir de la II Guerra Mundial. Costa Rica vivía graves conflictos políticos que desembocaron en una guerra civil. La ciudad de San José no pasaba de ser un pueblo grande en que las casas mantenían abierta, durante todo el día, la puerta de la calle. Y el Liceo, como era la única institución pública de enseñanza media para varones en la capital, recibía en sus aulas a jóvenes de familias ricas y pobres, a costarricenses por los cuatro costados y a hijos de inmigrantes recién llegados, a josefinos de los barrios cercanos y a muchachos de zonas alejadas como eran entonces Desamparados o La Uruca.
El uniforme gris, que aún se mantiene, incluía una chaqueta de solapa cruzada y botones metálicos y, además, un quepis. El libro empieza por allí, por el recuerdo del pantalón nuevo bien planchado y de las manos de su padre enseñándole a hacer el nudo de la corbata.
Pero más allá de los detalles nostálgicos y anecdóticos, salta a la vista el respeto con que la institución era vista en aquel entonces. El director del Liceo, don Alejandro Aguilar Machado, impresionaba a los estudiantes con su elevada oratoria. Los profesores eran figuras respetadas tanto dentro como fuera de las aulas. Uno de los más estrictos, según el libro, era el de Biología, don Joaquín Felipe Vargas Méndez. Cuenta don Walter que, al iniciar sus estudios de Medicina en Buenos Aires, se sorprendió al percatarse que prácticamente todos los contenidos de diversas materias ya los dominaba gracias a las clases de don Joaquín en la secundaria. A pesar de que abundaban las travesuras juveniles, los estudios se tomaban muy en serio. La caballerosidad era considerada tan importante como las calificaciones y los profesores inculcaban a los estudiantes valores altruistas y maneras correctas a todas horas, tanto con la palabra como con el ejemplo.
Entre los veintiún relatos independientes que conforman el libro, hay algunos verdaderamente memorables, como el de la persecución en bicicleta, desde el Liceo hasta Barrio México, para atrapar a quien había robado un timbre de bicicleta. Lo irónico del caso es que como el ladrón, naturalmente, iba a la cabeza del grupo, el mismo timbre robado le servía para abrir el paso.
Otras páginas simpáticas son las que recuerdan los apodos de los compañeros, la fundación del Deportivo Saprissa o la célebre rifa de un reloj de lujo en que, con mucho tacto y cortesía, quedó demostrada la solidaridad entre compañeros. Cuando Fernando Altmann Ortiz, que había obsequiado el reloj, anunció el número ganador, nadie reclamó el premio. Al revisar la lista, Altmann descubrió que ese número no se había vendido pero, en vez de repetir el sorteo, anunció que, según la lista, el ganador era fulanito de tal, un compañero tan pobre que ni siquiera había comprado un boleto de la rifa. El favorecido trató de decir que había un error, pero Altmann logró hacer que mantuviera silencio y aceptara el regalo. El asunto se trató con tal delicadeza y discreción, que los demás compañeros acabaron enterándose de lo sucedido medio siglo después, en la asamblea en que celebraron los cincuenta años de su graduación.
Quizá la historia más conmovedora e interesante sea Amores de estudiante. Con semejante título, uno podría suponer que se trata simple y llanamente del típico noviazgo entre adolescentes, es decir, un romance inocentón sin mayores complicaciones, pero la historia que se cuenta (con nombres ficticios por respeto a los protagonistas), fue realmente grave.
Como es fácil de suponer, él estudiaba en el Liceo de Costa Rica y ella en el Colegio de Señoritas. Se enamoraron bailando boleros en las melcochas y pronto llegaron a la conclusión de que no podían vivir el uno sin el otro. El muchachito, imberbe aún, llegó a la casa de su novia  a pedir su mano. Con voz todavía de niño, le manifestó a sus suegros que estaba dispuesto a dejar el Liceo para ponerse a trabajar y, ya casado, continuar estudiando de noche. Los padres de la muchacha no solo desairaron al pretendiente sino que le prohibieron a su hija cualquier contacto con él. 
Los enamorados, entonces, decidieron fugarse. Ella hizo los arreglos necesarios con una amiga que vivía en Puntarenas y ya estaba sentada al lado de su novio en el tren cuando llegó el papá furioso y se la llevó arrastrada para la casa luego del inevitable escándalo. El plan no se cumplió porque la amiga del puerto, para avisar que ya todo estaba listo, envió un telegrama que fue recibido por el padre de la novia. Para evitar intentos similares en el futuro, la muchacha fue enviada a California. El galán de la historia también acabó en el extranjero, pero bastante lejos de su amada. Nunca volvieron a verse, él se casó unos años después pero ella murió soltera.
El libro hace mención, por supuesto, a la compleja situación política de Costa Rica en los años cuarenta con una perspectiva sin lugar a dudas valiosa. El propio año en que el autor obtuvo su bachillerato, fue promulgada la Constitución de 1949. El padre de don Walter, el periodista Rubén Hernández Poveda, publicaba diariamente la crónica de las sesiones de la Asamblea Constituyente que luego recogió en el libro Desde la barra. 
Además de hechos sumamente conocidos y comentados sobre los gobiernos del Dr. Calderón Guardia y el Licenciado Teodoro Picado, el libro menciona acontecimientos minúsculos, casi domesticos, sobre los cuales, de no haber sido por esta obra, no nos habríamos enterado nunca.
Eso es lo valioso de la literatura testimonial, que recoge episodios que los historiadores no podrían encontrar en ningún archivo. Por eso mismo resultan deliciosas también las anécdotas del Benemérito de la Patria don Alejandro Aguilar Machado, del escultor Juan Manuel Sánchez, del historiador Carlos Monge Alfaro o del poeta José Basileo Acuña, que entonces formaban parte del equipo de profesores del Liceo.
Todos ellos pasaron a la historia de nuestro país por sus méritos, pero es gracias a libros de memorias como el de Hernández Valle que podemos aproximarnos a su perfil más humano,
El libro viene ilustrado con las caricaturas de los profesores que hacía Hugo Díaz en su época de liceísta. Estos dibujos, que permanecían inéditos hasta la publicación de este libro, fueron los primeros trabajos de don Hugo, quien llegaría a ser el caricaturista e ilustrador más reconocido del país.
La publicación de Años de primavera sirvió también como recordario para un centenario importante. En el prólogo, el historiador Rafael Obregón Loría menciona que el Liceo fue fundado en 1887 y su primera sede estuvo en la avenida segunda. No fue sino hasta 1903 que la institución se ubicó definitivamente en sus instalaciones actuales. El libro, publicado en 2002, llamó la atención de los liceístas sobre el centenario del edificio.
En las páginas finales viene la lista de los graduados en 1949. Entre los nombres conocidos están don Fernando Altmann Ortiz, quien fuera ministro de Salud a finales de los años setenta, el periodista Manuel Formoso Herrera y el filósofo Enrique Góngora Trejos. Todos ellos, tras la ceremonia de graduación, acabaron lanzándose, con zapatos, chaqueta y corbata, a las aguas de una fuente. Una etapa de sus vidas se había cerrado y, para anunciarlo a los vecinos, pasearon ruidosos y empapados por la ciudad.

"Casi al filo del mediodía y luego de una emotiva asamblea de despedida (...) abandonamos los predios del querido colegio y nos dirigimos, en bulliciosa y desordenada manifestación, hacia la explanada situada al frente de la iglesia de La Soledad. Allí cumplimos con una sagrada tradición liceísta de muchos años: lanzarnos a la fuente, rebosante de agua, que entonces existía en el lugar. Pasamos así a convertirnos en los tradicionales "mojaos" de aquel año."

"Largo rato permanecimos en la explanada, tratando de lanzar al agua a los compañeros que se rehúsaban a hacerlo voluntariamente, ante la mirada y la sonrisa condescendiente de los peatones que acertaban a pasar por el lugar."

"Después continuamos con aquella bulliciosa marcha por las principales calles del centro de San José, alegrando el ambiente citadino con canciones, bombetas, cohetes y "perseguidores" hasta muy entrada la tarde."


INSC: 1487
Los bachilleres del Liceo de Costa Rica de 1949, ya mojados, posan frente
a la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad.
Fotografía propiedad de Macú Cordero.

domingo, 26 de junio de 2016

Rubén Darío, primer gran escritor latinoamericano.

Antología Poética. Rubén Darío.
Prólogo de Carlos Cortés.
Editorial Legado, Costa Rica, 2016.
La obra de Rubén Darío no pierde actualidad. Un siglo después de su muerte, ocurrida en León, Nicaragua, el 6 de febrero de 1916, el Príncipe de las Letras Castellanas continúa ganando lectores y admiradores. Constantemente aparecen nuevas ediciones de sus cuentos y poemas, el encanto de su personalidad no se ha opacado y hasta los más mínimos detalles de su vida siguen despertando gran interés. Aunque los críticos, académicos e historiadores de la literatura no han dejado de repasar sus escritos ni un minuto en los últimos cien años, siguen encontrando en ellos facetas inexploradas llenas de revelaciones sorprendentes. 
Siempre he considerado que Darío ilustra a la perfección el antiguo aforismo que reza ARS LONGA VITA BREVIS. Su paso por este mundo fue breve (murió catorce días después de haber cumplido los cuarenta y nueve años de edad). pero el impacto de su arte marcó todo el Siglo XX. En vida fue considerado el maestro de maestros y, tanto en España como en América Latina, no había un solo poeta que no se quitara el sombrero ante él. Eventualmente, la poesía fue tomando luego otros rumbos, cambió el tono, exploró nuevos recursos y optó por formas de expresión muy distintas a las de Darío. Las nuevas generaciones de poetas iban tomando cada vez más distancia de él, pero Darío, bien instalado en su pedestal, fue capaz de sobrevivir el parricidio.
A propósito del centenario de la muerte del gran escritor, la Editorial Legado, que dirige Sebastián Vaquerano, ha publicado una antología muy bien escogida en que se incluyen los poemas más conocidos de Azul, Prosas Profanas, Cantos de Vida y Esperanza y otros libros. Allí están Walt Whitman, A Roosevelt, Salutación del Optimista, Lo fatal, A Margarita Debayle, Los motivos del lobo, entre otros. Quienes deseen tener en su biblioteca una selección de las más célebres páginas de Darío, no deberían desaprovechar la oportunidad de adquirir esta antología.
Le agradezco mucho a Carlos Cortés, autor del prólogo, que haya tenido la gentileza de obsequiarme un ejemplar recién salido de imprenta.
Sobre la poesía de Darío no tengo mucho que decir. Me limito a invitar a leerla a quienes no la conocen e instar a repasarla a quienes ya la han leído. 
Me interesa, eso sí, mencionar, y hasta agregar un par de palabras, al texto introductorio de Carlos Cortés, que nos recuerda una gran verdad que debe ser repetida y subrayada: Rubén Darío fue el primer gran escritor latinoamericano. 
Una analogía lo deja claro desde la primera línea. Al referirse a la música popular del Siglo XX, John Lennon dijo que antes de Elvis Presley no había nada. Lo mismo puede decirse de Rubén Darío en cuanto a la literatura latinoamericana.  
Acertadamente, Carlos llama "despistados" a quienes tratan de regatearle méritos a Darío.
Lector voraz desde su más tierna infancia, Darío llegó a alcanzar un nivel de erudición universal. Conocía a fondo la Sagrada Escritura y la Historia, los clásicos griegos y latinos, las tradiciones orientales y el Siglo de Oro español. Además de Safo o Píndaro, Ovidio o Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Góngora o Quevedo, leía también con entusiasmo a los autores de tiempos más recientes, como Víctor Hugo, Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe o Walt Whitman, así como a contemporáneos suyos como Verlaine o Juan Valera.
Cito a Carlos Cortés: "Darío fue mucho más que un escritor excepcional. Fue una literatura o, como diría Lezama Lima, un sistema poético hecho a imagen y semejanza de su absoluto poder verbal."
Niño prodigio que escribía poemas desde su infancia y empezó a trabajar como periodista en la adolescencia, Darío, con apenas veintiún años, publica Azul (1888), su primera obra maestra, a la que siguieron Prosas Profanas (1896) y Cantos de Vida y Esperanza (1905).
Los libros de Darío lograron, como se dice ahora, éxito de público y de crítica. A los lectores, Darío los fascinaba y a los autores Darío los influenciaba. José Martí y José Asunción Silva nunca llegaron a alcanzar la fama continental y trasatlántica de Darío, cuya legión de admiradores incluía a Lorca, Machado y Juan Ramón Jiménez.
Al principio, sus admiradores eran también imitadores, pero luego vinieron quienes, como Vicente Huidobro, César Vallejo u Octavio Paz, pese a ser profundamente darianos, exploraron nuevos rumbos. Como bien reconocieron en su momento tanto Octavio Paz como Jorge Luis Borges, quienes supuestamente renegaban de Darío, lejos de destruir su obra, acabaron dándole continuidad. Los cuentos fantásticos de Darío, inauguran un género en que muchos, en décadas posteriores, acabarían destacándose. Los poetas que se nutrieron de tradiciones de otras latitudes y se expresaron de manera novedosa, no hicieron más que seguir el ejemplo del maestro al que declaraban rechazar.
Hoy en día, a algunos lectores les resulta difícil comprender la estatura de Darío. Es verdad que la estética de su poesía puede resultar bastante alejada del gusto de nuestra época, pero no por ello deja de impresionar y conmover. Su obra continúa editándose y leyéndose porque, pese a ser ya antigua, nunca ha dejado de ser fresca. Algunos poetas jóvenes se atreven a afirmar que no le deben nada a Darío, sin reparar en el hecho de que fue él quien, hace más de un siglo, abrió el cauce que pronto se convirtió en torrente.
La lista de grandes escritores latinoamericanos es larga. Solo el tiempo dirá cuántos y cuáles de ellos seguirán atrayendo a los lectores y dando de qué hablar cien años después de su muerte.
INSC: 2733

lunes, 13 de junio de 2016

Inmigración española en Costa Rica.

Españoles en Costa Rica. Jesús Oyamburu,
compilador. Centro Cultural de España.
Costa Rica, 1997.
Los latinoamericanos tenemos orígenes culturales diversos y múltiples que se pueden resumir en cuatro abuelos: el indígena, el español, el africano y el inmigrante. Nuestros primeros ancestros son los pueblos indígenas que habitaban estas tierras y que luego se mestizaron con los colonos españoles que vinieron a hacer aquí sus vidas y con los africanos que fueron traídos a la fuerza.  Siglos más tarde, empezaron a llegar inmigrantes procedentes de todos los rincones del mundo. 
Dentro de los inmigrantes, además de chinos, japones, alemanes, árabes, franceses, italianos, rusos, polacos y el largo etcétera, hay también españoles. Durante la Conquista y la Colonia, media España se vino para acá, pero llegó el momento en que el flujo cesó. Tras el enorme éxodo del Siglo XVI, los españoles, no solo dejaron de venir, sino que tuvieron prohibido emigrar. La prohibición se levantó en 1853, por lo que los descendientes de españoles en América Latina se dividen en dos grupos: los criollos y mestizos descendientes de la primera oleada y los hijos y nietos de los que llegaron hace ciento cincuenta años o menos.
Las últimas décadas del Siglo XIX y las primeras del XX no fueron tiempos felices para España. Sumida en una sitiuación económica y social muy difícil, la que alguna vez fue una gran potencia, debió soportar las guerras carlistas, el aislamiento durante la I Guerra Mundial, la dictadura de Primo de Rivera, la convulsa época de la República, la guerra civil, la dictadura de Franco y, de nuevo, el aislamiento internacional durante y después de la II Guerra Mundial. 
Es explicable que al buscar nuevos horizontes para hacer sus vidas, los emigrantes optaran por trasladarse a países en que se hablara su misma lengua. Los destinos más comunes fueron México, Argentina, Uruguay y Cuba, a los que arribaron verdaderas oleadas de españoles, pero todos los países latinoamericanos acabaron recibiendo también a un número considerable de ellos.
En el caso de Costa Rica, en 1852 vivían solamente veintinueve españoles. Diez años después ya eran noventa y en 1883 había cuatrocientos sesenta, en su gran mayoría navarros, asturianos y gallegos, con unos pocos canarios y andaluces. Los catalanes no tardarían en llegar. 
Las relaciones diplómaticas entre Costa Rica y España se establecieron en 1850 y, como dato curioso, cabe anotar que los representantes consulares de la península, supuestamente de paso, acabaron quedándose en el país y fueron fundadores de reconocidas familias. José Ventura Espinach, Garpar Ortuño y Adrián Collado son algunos de ellos.
De Cuba vinieron, todos jóvenes, muchos solteros y otros casados con hijos pequeños, los primeros Odio, Pochet, Urbina y Guell. 
Por la migración española a Costa Rica, que de 1850 a 1930 fue masiva, empezaron a nacer ticos con apellidos que eran nuevos en el país, tales como Uribe, Urgellés, Pagés, Penón, Apéstegui, Pozuelo, Rovira, Raventós, Batalla, Crespo, Pastor, Roig, Figuls o Herrero. Entre las familias catalanas, se pueden citar Terán, Ollé, Llobet, Guilá, Llachs, Gomis, Grau y, por supuesto, Figueres.
En 1997, la Embajada y el Centro Cultural de España en Costa Rica organizaron una serie de reuniones para estudiar la historia y la influencia de los inmigrantes españoles en el país. Las ponencias, conferencias y testimonios que se pronunciaron acabaron siendo recopiladas, por iniciativa de Jesús Oyamburu, en Españoles en Costa Rica, un libro tan interesante como agradable, lleno de datos reveladores y sorprendentes.
Tras el prólogo del embajador Ignacio Aguirre Borrel, Pilar Cagiano, Angel Ríos, Miguel Guzmán Stein, don Mario Zaragoza Aguado, Guiselle Marín y Chester Urbina se refieren al tema desde diferentes perspectivas y enfoques.
Me llamó mucho la atención que Miguel Guzmán Stein incluyera entre los inmigrantes a la familia Fournier que, según él, vino de Puerto Rico. La versión que conozco, sustentada en las crónicas de Adolphe Marie, es que los Fournier eran franceses y llegaron a Costa Rica, con su compañía teatral, a mediados del Siglo XIX. 
También me sorprendió que don Mario Zaragoza Aguado, a quien admiro y aprecio mucho, al referirse al atentado que en 1894, frente al Teatro Variedades, estuvo a punto de acabar con la vida del prócer cubano Antonio Maceo, identifique a los involucrados como "don Isidro Incera" y "un tal Enrique Loynaz". Es decir, el español que acabó muerto en la balacera era "don" y el partidario de la independencia de Cuba, que defendió la vida de Maceo, era "un tal". El fallecimiento de don Isidro Incera es lamentable, pero creo que el nombre del general Enrique Loynaz del Castillo merece citarse con respeto.
El aporte de la inmigración española de fines del Siglo XIX y principios del XX fue significativo de muy diversas áreas. Los hermanos Juan y Valeriano Fernández Ferraz, canarios procedentes de Cuba que vinieron al país contratados por el gobierno, dejaron su huella en la educación pública. El andaluz Tomás Povedano fue el primer director de la Escuela de Bellas Artes. Don Gaspar Ortuño y Ors, fundador del Banco de la Unión (que en su tiempo, estuvo autorizado para emitir billetes), fue también uno de los fundadores del Banco de Costa Rica y de la Cruz Roja Costarricense. Su rostro, hasta no hace muchos años, aparecía en los billetes de cincuenta colones. El arquitecto catalán Lluis Llach construyó edificios verdaderamente emblemáticos, entre los que se cuenta la Basílica a Nuestra Señora de los Angeles.
Un dato poco conocido es que el Himno Patriótico al 15 de setiembre, que se canta para celebrar la independencia de España, fue compuesto y escrito por dos españoles. La letra es de Juan Fernández Ferraz y la música de José Campabadal.
Dos actividades en la que destacaron los españoles fueron el comercio y la imprenta. Además de los almacenes Luis Ollé y Francisco Llobet, que llevan el nombre de sus fundadores, estaban Tienda La Gloria, de los Crespo, Abonos Agro, de los Pujol y Almacén La Granja, de la familia Terán.
Las cuatro mayores imprentas de principio de siglo XX eran de los españoles Lines, Canalías, Borrasé y Falcó. La Librería Española, ubicada en avenida central y calle primera, tenía, en sus buenos tiempos, más títulos y más libros que la Biblioteca Nacional. Curiosamente, esa librería española, propiedad de María viuda de Lines, pronto fue superada por otras dos que le pusieron la competencia, una media cuadra al este y otra media cuadra al oeste, ambas de alemanes: la librería e imprenta Lehmann y la Universal de los Federspiel.
En 1866 se fundó la Sociedad Española de Beneficencia que tuvo, entre sus principales impulsores, a los señores Ortuño y Espinach junto con don Bartolomé Casalmigia, padre de Eduardo, el poeta al que le tocó viajar a Barcelona para repatriar los restos de su gran amigo Aquileo Echeverría.
Cuando el número de españoles en Costa Rica alcanzó los dos mil, como la inmensa mayoría era comerciante, hubo un intento, en 1919, de fundar un banco español, pero la idea no prosperó. La quiebra reciente del Banco Comercial, el derrocamiento de Alfredo González Flores, la dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco, las protestas y la tensa situación interna, así como la disminución del comercio internacional por la guerra europea, definitivamente indicaban que aquel no era un buen momento para meterse en aventuras financieras.
Otra actividad en la que se destacaron fue el deporte. La Gimnástica Española, fundada en 1913, no solo fue uno de los primeros clubes de fútbol en Costa Rica, sino que, a partir de 1915, introdujo en el país el baloncesto. También trataron de popularizar la pelota vasca, pero ese juego no llamó tanto la atención de los ticos como los otros dos.
Para quienes gusten de datos genealógicos, el primer Batalla que vino a Costa Rica se llamaba Laureano, el primer Herrero, Gorgonio, el primer Gomis, Lluis, el primer Grau, Francesc y el primer Figueres, Mariano. Don Mariano Figueres Forges, que llegó al país con su esposa embarazada, doña Francesca Ferrer Minguella, quien daría a luz en San Ramón de Alajuela, a don José Figueres Ferrer, fundador de la Segunda República, quien transformó Costa Rica las tres veces que la gobernó.
Aunque don Pepe Figueres, hijo de un médico catalán, tiene sus admiradores y detractores, si tomamos en cuenta que Fidel Castro es también hijo de un inmigrante español, el hacendado gallego Angel Castro Arguiz, no cabe duda que tuvimos mejor suerte que Cuba.
El Día de la Raza, que se celebraba desde 1920 como celebración de la Hispanidad, pasó a convertirse en fiesta oficial en 1924 gracias a la iniciativa de Angela Acuña Braun. En 1992, justo al cumplirse el quinto centenario del primer viaje de Cristóbal Colón, la celebración cambió de nombre y pasó a llamarse Día de las Culturas. En Costa Rica, cada 12 de octubre, no se celebra solamente al ancestro español, sino también al indígena, al africano, al chino, al francés, al alemán, al libanés y a todos los demás que haya.
El libro cierra con testimonios de los propios emigrantes. Don Nicolás Lapeira, hijo del malagueño Rafael Lapeira Picasso, primo del famoso pintor (las madres de ambos eran hermanas), recuerda los años en que su padre estableció la cervecería Gambrinus, que fue la última cervecería independiente que compitió con la Cervecería Costa Rica, fruto de la fusión de las cervecerías Traube (que producía Pilsen y Selecta) y Ortega (que producía Imperial y Bavaria). Los propietarios de la cervecería Ortega, don Antonio y don Manuel, también eran españoles.
Don José Llobet Comadrán cuenta que llegó a Costa Rica de catorce años de edad, en el año 1930, y que conoció en poco tiempo hasta las comunidades rurales más alejadas distribuyendo mercadería lomo de caballo. Don José, a quien tuve el placer de conocer en persona, fue presidente de la Liga Deportiva Alajuelense de manera continua de 1956 a 1965 y, luego, en otras ocasiones hasta 1976, en que se retiró. También fue presidente de la Casa España y de la Cruz Roja de Alajuela. Cuando inauguró su edificio, celebró el acontecimiento con un baile con orquesta en cada piso. Con el dinero recaudado, adquirió la primera ambulancia que hubo en Alajuela. 
Otro de los emigrantes a los que tuve la oportunidad de tratar fue a don Ricardo Alvarez, nacido en 1912. Cuando lo conocí, era un viejito que hablaba en voz baja, propietario de una floristería y gran conocedor de asuntos filatélicos. Gracias al testimonio incluido en el libro, me enteré de los difíciles momentos que pasó en su juventud, de su participación en la Guerra Civil Española en el bando Repúblicano y de las impresionantes circunstancias de su sálida a México y su posterior traslado a Costa Rica. Don Ricardo, quizá por la serenidad y la madurez que dan los años, narra sus experiencias sin dramatismos. Al mencionar la guerra civil, por ejemplo, solamente dice cinco palabras: "Ustedes saben lo que pasó."
El filósofo Francisco Alvarez González, discípulo de José Ortega y Gasset, anduvo por Chile y por Ecuador antes de llegar a Costa Rica, donde murió poco después de haber cumplido los cien años de edad.
Estos inmigrantes ancianos, pronunciaron sus testimonios de viva voz sentados a la misma mesa. Entre ellos había monárquicos, replublicanos, falangistas y franquistas. Unos lucharon defendiendo al gobierno de la República y otros por el bando nacional. Aunque cada uno expuso de manera franca y clara su posición, no entraron en conflictos, ni cuestionamientos, ni discusiones. Aquel drama intenso que afectó sus vidas en gran medida era, a fin de cuentas, un tema español que ellos miraban con distancia. No solamente por el tiempo transcurrido sino porque, para la fecha del encuentro, ya todos eran costarricenses.
INSC: 1176
El cónsul español Gaspar Ortuño y Ors decidió quedarse en Costa Rica, donde
fundó el Banco de la Unión, el Banco de Costa Rica y la Cruz Roja Costarricense.
Su retrato aparecía en los billetes de cincuenta colones.

viernes, 3 de junio de 2016

Francois Garron Lafond. Fundador de la famila Garrón en Costa Rica.

Fracois Garron Larfond.
Victoria Garrón de Doryan.
Servicios Técnicos Publicitarios.
Segunda Edición.
Costa Rica, 1989.
Francois Garrón Lafond nació el 25 de diciembre de 1843 en Villefranche, población situada a poco más de veinte kilómetros de la ciudad francesa de Lyon. Su padre, que era propietario de unos viñedos y fabricaba excelentes vinos, murió en mayo de 1853, cuando Francois no había cumplido aún los diez años de edad.
Pese a que era brillante en los estudios y su madre le insistía que terminara alguna carrera, tras unos cuantos años en un internado, Francois abandonó las aulas para ponerse al frente del negocio familiar. Cuando tanto su madre como su hermana contrajeron matrimonio, y en vista de que el administrador del viñedo era de su entera confianza, Francois decidió emigrar a América.
En la biografía que escribió su nieta, doña Victoria Garrón de Doryan, se reproduce el diario de viaje del joven aventurero, en que anotaba las peripecias de su larga travesía. A bordo de un velero, zarpó de Burdeos el 24 de noviembre de  1867, tomó rumbo al Atlántico sur, le dio la vuelta al Cabo de Hornos y ya en el océano Pacífico, viró hacia el norte y arribó a San Francisco, California, el 15 de abril del año siguiente.
Según el joven emigrante, sus conocimientos sobre la elaboración de vino le permitirían encontrar trabajo como enólogo, pero no topó con suerte y, cansado de tocar puertas, se dio cuenta de que ninguna de las numerosas haciendas vinícolas californianas estaba interesada en contratar sus servicios.
Eran los años de la fiebre del oro y, joven y fuerte como era, se arrolló las mangas y empezó a trabajar en una mina. Aunque los yacimientos eran abundantes y generosos, lo que ganaba apenas le daba para vivir. El único ahorro que logró hacer en ese trabajo consistió en una piedra, más amarilla que gris, que guardó como recuerdo.
En California, hizo amistad con la familia francesa Lermitte Bulland, cuya hija, Victoria, de apenas nueve años, escuchaba atenta y maravillada las aventuras del joven soñador que había recorrido medio mundo. 
Durante tres años, Francois trató de encontrar alguna oportunidad de negocio en San Francisco o Sacramento pero, al no hallarla, decidió abandonar los Estados Unidos y trasladarse a México. Como no tenía dinero, se movilizaba en el primer medio de transporte que apareciera, dormía en donde lo sorprendiera la noche y realizaba trabajos ocasionales para poder comer y continuar su camino. En abril de 1870 estaba en Guaymas, luego pasó por Jalisco, Colima, Puebla, Chiapas y, siete meses después, en noviembre, arribó a Guatemala. De allí se embarcó hacia Colón, en Panamá, cruzó el istmo por tierra y luego tomó un barco a Perú, donde permaneció dos años trabajando en una fábrica de embutidos.
Como el sueño americano no parecía concretarse, Francois decidió retornar a Europa. En el puerto de Colón, ya dispuesto a irse, conoció a otro francés, Maurice Naute, quien le recomendó que no se fuera sin visitar Costa Rica, ya que tal vez ese pequeño país podría ser la tierra prometida que andaba buscando. Picado por la curiosidad, Francois arribó a Limón el 22 noviembre de 1872. Aunque ya se hablaba del ferrocarril, todavía era apenas una ilusión que demoraría en concretarse. Para conocer San José, la ciudad capital, había que atravesar espesas junglas y caudalosos ríos a lomo de mula en un viaje que tardaba varios días. Francois hizo el recorrido y el 25 de diciembre de ese año, además de la Navidad, celebró su cumpleaños número veintinueve rodeado de sus nuevos amigos ticos. El país le gustó, decidió quedarse y, como signo de su nueva vida, hizo algo que no había hecho ni en los Estados Unidos, ni en México, ni en Guatemala, ni en Panamá, ni en Perú. Se cambió el nombre. Ya no sería más Francois, sino Francisco. En poco tiempo, por el respeto que inspiraba, fue llamado don Francisco y, como con el paso de los años, además de respeto se ganó el cariño de quienes lo trataban, al final de su vida fue conocido como don Chico.
En la Costa Rica de aquel entonces no se conocían los embutidos, así que don Chico aprovechó los conocimientos adquiridos en Perú y montó, en la Uruca, una carnicería en la que elaboraba salchichón, mortadela y salami. Aunque las muestras gratis que repartió fueron muy apreciadas, fue necesario solicitarle que no utilizara carne de caballo en sus productos. En Francia, el salchichón se hace de caballo, pero en Costa Rica no se acostumbra comer ese animal. Atendiendo la solicitud del público, sus embutidos tuvieron como única materia prima los cerdos que se criaban en Santa María de Dota, alimentados con bellotas y no con guineos.
Don Chico logró firmar un contrato con Minor Cooper Keith para abastecer de alimentos a los trabajadores que construían el ferrocarril a Limón. No solamente les proveía embutidos, sino también carne cruda. Tras destazar reses o cerdos, colocaba la posta y las vísceras en barriles que luego rellenaba con manteca derretida. Cuando la manteca se enfriaba y se endurecía, la carne podía pasar días, semanas y hasta meses enteros sin descomponerse. Bastaba simplemente con derretir la manteca y los trozos de carne aparecían tan frescos como el día de la matanza. El sistema, que había sido utilizado por las tropas de Napoleón, era desconocido en Costa Rica y sorprendió por lo ingenioso.
En cinco años, don Chico se hizo de una buena fortuna y en un viaje que realizó a Francia para visitar a su madre, se reencontró con la familia Lermitte Bulland, sus amigos de San Francisco. La niña Victoria que escuchaba sus historias ya había crecido y Don Chico, rico empresario centroamericano, le propuso matrimonio. La boda se celebró en Francia, él tenía treinta y cuatro años y ella dicienueve.
La piedra dorada que aún guardaba como recuerdo de sus tiempos de minero en California, dio el material necesario para hacerle a su esposa anillo, pulsera, collar, aretes y prendedor de oro puro.
Con los baúles llenos de regalos y enseres para su casa, la joven pareja arribó a Limón. El tren seguía sin concretarse, así que en una caravana de carretas de bueyes tomaron la ruta de Siquirres, Guácimo, Guápiles, el río Toro Amarillo, Carrillo, el Bajo de la Hondura, el Alto de la Palma, San Jerónimo, Santa Rosa, Moravia y Guadalupe, hasta llegar a la Aduana Principal de San José, donde terminaba el camino de piedra.
A pesar de su juventud, doña Victoria llegó molida por el viaje, pero le gustó San José y la casa donde vivían, a dos cuadras del mercado. Aunque los franceses suelen mantenerse fieles a su gastronomía estén donde estén, don Chico, por sus viajes, había llegado a la conclusión de que la mejor manera de mantener la salud era comer, en cada lugar, lo mismo que los habitantes locales comían. A doña Victoria nunca le gustaron las tortillas de maíz ni los plátanos verdes pero, salvo esas dos excepciones, se adaptó perfectamente a la comida tica. Por su lengua francesa, solía poner el acento en la última sílaba de cada palabra y, al ir de compras, decía: "Chayoté, camoté, zapalló, tacacó o tiquisqué".
Don Chico hizo el experimento de sembrar manzanas y uvas en el trópico, pero le salieron, además de diminutas, muy ácidas.
Hypolite Tournón.
Cansado de hacer embutidos, se puso a fabricar jabón en el patio de su casa. Los vecinos se quejaron porque el jabón, que tan bien huele una vez terminado, suelta un olor muy desagradable cuando está en proceso. Por influencia de dos acaudalados franceses, Hipólito Tournón y su administrador Amón Facileau de Plantie, don Chico empezó a cultivar café en Cartago. Actualmente, la zona al norte del río Torres se llama Barrio Tournón y la que está al sur se llama Barrio Amón, en honor a estos dos personajes que utilizaban las aguas del río, entonces claras y limpias, para beneficiar su café. Otra actividad en la que don Chico incursionó fue el cultivo de caña de azúcar en Turrubares.
La familia empezó a crecer. Después de Margarita, la primogénita que murió en la infancia sin haber cumplido el primer año de vida, Don Chico y doña Victoria tuvieron cuatro hijos varones: Estanislao, Eugenio, Francisco y Enrique que, al crecer, resultaron buenos para el baile y el deporte. Todos ellos eran atletas, nadaban, corrían y saltaban con garrocha. Además, los cuatro formaron parte de los primeros clubes de fútbol que hubo en el país. Los dos mayores jugaban con el Club Sport Costarricense y los dos menores con el equipo La Estrella.
En 1900, don Chico se llevó a toda la familia a París, entre otras cosas para conocer la Torre Eiffel, (edificada en 1889), y acabaron quedándose en la capital francesa todo el año de 1901.
De vuelta en Costa Rica, las empresas de don Chico sufrieron un serio revés que, aunque no lo dejó en la pobreza, sí redujo considerablemente su capital. Perdió los cafetales y los cañales y solo le quedó la fabricación de jabón para ganarse la vida. El ánimo del viejo decayó y llegó a sufrir una depresión, pero los muchachos, alegres por naturaleza, no le dieron importancia al hecho de que no tenían herencia que esperar y mantuvieron el optimismo de cara al futuro.
En 1913, Eugenio contrajo matrimonio con Margarita Salazar. Estanislao tenía planeado casarse al año siguiente con Claudia Orozco Casorla. Por ello, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, decidieron quedarse en Costa Rica. Los dos hermanos menores, Francisco y Enrique, que estaban solteros, sí consideraron su deber presentarse a servir en el ejército francés. Francisco, que fue destacado en una división de infantería, murió en el campo de batalla. Enrique, luchó en el frente de 1914 a 1919, sobrevivió y fue condecorado, pero murió en un trágico accidente de regreso en Costa Rica. En Limón, estaba a la orilla de la línea mirando pasar un tren cargado de tucas, las cadenas se reventaron y acabó aplastado por los enormes troncos. El poeta Rafael Cardona escribió su obituario.
Don Chico, que nunca más regresó a Francia, se quedó en Costa Rica rodeado de sus nietos. Del matrimonio de su hijo Eugenio con Margarita Salazar nacieron Francisco (1915), Hernán (1918) y Eugenie (1920). El más reconocido es don Hernán Garrón Salazar, finquero limonense, diputado y ministro en varias ocasiones, Presidente de la Asamblea Legislativa y precandidado presidencial en 1978.
Un dato curioso: el día antes de la boda de su hijo Estanislao con Claudia Orozco Casorla, falleció la vecina de al lado, doña Olivia Castro de Tinoco. Por respeto al duelo, a los contrayentes les pareció inapropiado realizar una fiesta en el barrio y la ceremonia se reprogramó a última hora en casa de don Joaquín García Monge. Del matrimonio de don Estanislao con doña Claudia nacieron Jorge Enrique (1916), Miguel Alberto (1918) y Victoria (1920). Doña Victoria Garrón Orozco de Doryan, escribió poesía tanto en francés como en español, fue directora del Liceo Anastasio Alfaro y Vicepresidente de la República de 1986 a 1990.
Aunque don Chico era quince años mayor que su esposa, ella murió primero, en 1924 a los sesenta y cinco años de edad.
En 1927, al enterarse que Charles Lindberg había volado sobre el Atlántico y había aterrizado en París tan solo treinta y tres horas y veintinueve minutos después de haber partido, don Chico se mostró muy impresionado. "La primera vez que viajé de Europa a América, en un velero, tardé cuatro meses y tres semanas. La última vez, en un buque de vapor, fueron cinco semanas. Ahora este muchacho hace el viaje en poco más de un día. ¿Me pregunto cómo será en el futuro?"
Ni él ni nadie en aquella época podía suponer que unas cuantas décadas después, el Concorde haría el viaje entre París y New York en dos horas y media.
A los noventa y cinco años de edad, en setiembre de 1939, don Chico recibió con dolor el anuncio del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Esa fue la última noticia que leyó. "Recuerdo tantas guerras a lo largo de mi vida, que ya no quiero saber más de la destrucción de la humanidad."
Unas semanas más tarde, el 17 de octubre de 1939, don Chico falleció. Su muerte fue muy sentida y, además de sus actividades en la industria, la agricultura y el comercio, se recordó su faceta altruista, ya que don Chico, tanto durante los tiempos de vacas gordas como de vacas flacas, fue siempre un generoso benefactor del Hospicio de Huérfanos.
Victoria Garrón Orozco de Doryan,
(1920-2005)
La obra de Victoria Garrón de Doryan sobre su abuelo es verdaderamente emotiva, está escrita con gran afecto y brinda datos tan abundantes como sorprendentes. Sus páginas incluyen fotografías, mapas, cartas, notas de prensa y páginas de diario. La biografía fue recibida con tanto interés que debió realizarse una segunda edición. De hecho, lo único desagradable del libro es el prólogo, escrito por Lilia Ramos. Como si se tratara de una profesora que corrige las composiones de los alumnos, la prologuista se atreve a mencionar que ha detectado en el libro "algunas fallas", sin tomarse la molestia de señalar ninguna. Quien tenga acceso a un borrador antes de ser publicado, si descubre alguna "falla" tiene la oportunidad (y el deber) de corregirla. Por otra parte, si uno quiere ponerse melindroso con un texto, puede hacerlo en una reseña pero no en el libro mismo. Al asunto, en todo caso, no hay que darle mucha importancia ya que los lectores de biografías, por lo general, se saltan el prólogo.
En Costa Rica, la mayoría de los apellidos tiene su origen en una sola persona. Todos los Jiménez, Solano, Bonilla y Torres, por ejemplo, descienden de conquistadores españoles que, al establecerse en territorio costarricense, eran los únicos en ostentar su apellido. Lo mismo sucedió con inmigrantes posteriores. Todos los Volio de Costa Rica descienden del marino genovés Carlo Volio, quien tuvo un único hijo, José María y luego, con el paso de los años llegaron a ser numerosos. Aunque el apellido Garrón no es muy común, el clan fundado por Don Chico, sus cinco hijos (de los cuales solamente dos tuvieron descendencia) y sus seis nietos, ya se ha hecho grande.
INSC: 1725
Al centro, don Chico Garrón con su esposa doña Victoria.  A la izquierda,
Estanislao y Francisco. A la derecha, Eugenio y Enrique.

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