jueves, 28 de abril de 2016

Mujeres ensayistas costarricenses.

Antología Femenina del Ensayo.
Leonor Garnier. Ministerio de
Cultura Juventud y Deportes.
Costa Rica, 1976.
No se supone que la producción literaria o académica sea antologada por separado si ha sido escrita por hombres o por mujeres. Sin embargo, dicha práctica no solamente ha sido común, sino hasta necesaria. Las mujeres escritoras, con frecuencia ignoradas por quienes hacen antologías, han debido buscar la manera de compensar esa discriminación.
En 1972, Luis Ferrero Acosta publicó su antología de Ensayistas costarricenses, en la que no incluyó ni una sola mujer. Cuatro años después, en 1976, Leonor Garnier publicó Antología Femenina del Ensayo, en la que solamente aparecían mujeres. Siempre he sospechado que el libro de Garnier surgió como una respuesta al de Ferrero. Ambas obras, en todo caso, comparten la misma limitación, aunque no con el mismo propósito. 
Mientras en el primer caso, al incluir solamente varones, por un descuido que no sabemos si fue casual o voluntario, se  acabaron ignorando obras de importancia. En el segundo caso, al tomar en cuenta solamente a mujeres por un criterio establecido deliberadamente, la intención no era ocultar a un sector, sino más bien mostrar al que no había recibido la atención que merecía.
No se trata de un asunto solamente de género. Con frecuencia las antologías incluyen solamente a autores consagrados y, por ello, también como reacción a ese criterio, los escritores jóvenes o debutantes son antologados en obras aparte. Uno, como lector, desearía que quienes hagan compilaciones opten por un criterio amplio en vez de restringido. Mientras haya discriminación, será necesario contrarrestarla, pero hay que mantener la esperanza de que esa práctica quede pronto en el pasado. No me parece conveniente ni apropiado el crear listas aparte y creo que combatir fuego con fuego no es la mejor forma de apagar un incendio. La discriminación, sobra decirlo, no se combate con discriminación sino, más bien, con integración.
Antología Femenina del Ensayo incluye escritos de diez escritoras, todas ellas nacidas en Costa Rica en el siglo XX. Mientras en el libro de Ferrero, el tema recurrente era el patriotismo y el nacionalismo, el tema recurrente en el de Garnier es la educación y la crítica literaria.
Emilia Prieto, además de un nota sobre el concho, en que critica la actitud arrogante de los habitantes de la ciudad al referirse a las personas del campo, comenta la novela Gentes y Gentecillas de Carlos Luis Fallas.
Lilia Ramos.
Lilia Ramos ofrece un encantador reportaje sobre recuerdos del San José de antaño asociados a la familia del poeta Genaro Cardona y comparte, además, recuerdos personales sobre la obra y figura de su amiga Yolanda Oreamuno.
Emma Gamboa, además de reflexionar sobre educación, hace un sentido homenaje a su maestro Omar Dengo. Margarita Castro Rawson, plantea consideraciones de crítica literaria sobre el costumbrismo costarricense. Virginia Sandoval de Fonseca se refiere, de manera teórica, a las características de la prosa y critica el uso del humor en los cuentos de Magón. María Rosa Picado de Bonilla analiza la poesía de Isaac Felipe Azofeifa, Inés Trejos de Montero se refiere a periodismo y política y María Eugenia Bozzoli brinda un estudio antropológico sobre el pueblo indígena Quepo.
De Yolanda Oremuno se incluyen ¿Qué hora es? y El ambiente tico y los mitos tropicales. Dos clásicos.
Los escritos de María Eugenia Dengo de Vargas son los más breves y personales. En el género de ensayo no se trata de demostrar un punto, sino de reflexionar alrededor de él. Los de Carmen Naranjo son propuestas que invitan al lector a prestarle atención a ciertos temas, sobre los cuales ella propone un planteamiento pero no impone una conclusión. 
La tendencia, que lamentablemente es cada vez más común, de llamar ensayo a lo que en realidad es una investigación metódica, impersonal y llena de citas, está presente tanto en el libro de Ferrero como en el de Garnier. En ambos casos, al final. Los textos de José Luis Vega Carballo, en Ensayistas costarricenses, y de María Eugenia Bozzoli, en Antología Femenina del Ensayo, son definitivamente estudios profusamente justificados y documentados pero, precisamente por ello, no cumplen plenamente con las características del género de ensayo. Les falta lo subjetivo, la sana dosis de opinión, la argumentación que, más que demostrar científicamente, busca convencer con argumentos.
Todas las antologías acaban siendo criticadas por sus inclusiones y exclusiones, que bien pueden ser involuntarias. En el libro de Ferrero, Ensayistas Costarricenses, al no incluir obras escritas por mujeres, se dejó por fuera a Carmen Lyra. Leonor Garnier, en Antología Femenina del Ensayo, tampoco la incluyó.
INSC: 1407

miércoles, 27 de abril de 2016

Artículos de Julio Suñol.

La Rosa de los Vientos.
Julio Suñol Leal.
Editorial Costa Rica, 1988.
Con apenas dieciocho años de edad, Julio Suñol Leal (1932-2011) formó parte del primer equipo de redactores del diario La República, fundado en 1950. Hombre de gran actividad, fue electo diputado por una papeleta independiente en 1962 y, años después, desempeñó el cargo de Embajador de Costa Rica en Venezuela, Perú, México y la Organización de Estados Americanos. El periodismo, sin embargo, fue siempre la gran pasión de su vida. Primer presidente del Colegio de Periodistas (1969-1970) laboró, en distintos puestos y distintas épocas, en prácticamente todos los medios de comunicación del país. En muchos de ellos, llegó a ocupar el cargo de director.
Sabía ser tanto solidario como combativo. Gran amigo de Pedro Joaquín Chamorro, sumó su voz a la lucha contra la dictadura en Nicaragua. Enemigo declarado de Robert Vesco,  libró una gran batalla contra él que, a la larga, ocasionó la desaparición del Diario de Costa Rica y de La Hora.
Autor de cinco novelas, publicó además una innumerable cantidad de ensayos, reportajes, investigaciones y artículos de opinión. Muchas de sus notas fueron desataron verdaderas tormentas. Sin embargo, al presentar una recopilación de sus artículos en el libro Rosa de los Vientos, publicado por la Editorial Costa Rica en 1998, optó por evitar temas polémicos.
La obra, verdaderamente amena, está divida en tres apartados. El primero, sobre recuerdos y anécdotas personales, el segundo sobre reseñas de libros y el tercero y último sobre notas de viajes.
Empecemos por el final. Por su trabajo como diplomático y periodista, Julio Suñol tuvo oportunidad de recorrer todo el mundo. Residió por largas temporadas en distintos países de América Latina, realizó varias giras europeas y llegó a viajar a la Unión Soviética, Japón y China. Fue atendido por personalidades de alto rango, entre ellos el líder ruso Leonid Breznev.
Sin embargo, las crónicas de viaje incluidas en el libro, pese a ser de agradable lectura, no son reveladoras ni sorprendentes. Hay más datos que impresiones personales.
La sección de anécdotas, con la que abre el libro, son mucho mejor logradas. El relato del asalto y casi secuestro que sufrió en Haití se lee con verdadera tensión. En varios momentos, parece que aquello iba a acabar en tragedia y lo único que mantiene viva la esperanza de un final feliz es el hecho de saber que vivió para contarlo.
Dedica, naturalmente, varias remembranzas a su gran amigo Carlos Andrés Pérez. Cuando Carlos Andrés estuvo exiliado en Costa Rica, trabajó como periodista y Julio Suñol fue su jefe. Las dos veces que Carlos Andrés fue presidente de Venezuela, Suñol le presentó credenciales como embajador de Costa Rica. 
Julio Suñol Leal.
(1932-2000)
Quienes gusten de las conspiraciones disfrutarán el relato Se cierra el círculo. En 1956, dos cubanos fueron hallados muertos cerca del Volcán Irazú. Suñol y Carlos Andrés Pérez fueron los primeros periodistas en darle cobertura a la noticia y, por ese simple hecho, llegaron a ser considerados sospechosos de haber realizado el crimen. Treinta y cinco años después, en una recepción en Caracas, mientras conversaba con un general venezolano, se menciona el tema. El militar, que había sido agregado a cargo de espionaje en la embajada de su país en Costa Rica, durante los tiempos de Pérez Jiménez, estaba al tanto de todo y había tenido su cuota de responsabilidad en el asunto. Los cubanos eran unos asesinos contratados por Fulgencio Batista y Anastasio Somoza cuya misión en Costa Rica consistía en matar a don Pepe Figueres y a Rómulo Betancourt, pero el plan fue descubierto y los madrugaron.  
Bastante tenso y lleno de intrigas es también el episodio en que un siniestro personaje llegó de noche a la redacción del periódico supuestamente para asesinar a Carlos Andrés pero, veinte años después, descubrieron que el objetivo del sicario era matar al general Juan Domingo Perón, que entonces estaba en Panamá, y la visita a los periodistas tenía como objetivo solamente tenerlos de testigos de su presencia en San José. 
Pero el apartado que me parece más valioso es el de reseñas de libros. Julio Suñol comentó El general en su laberinto y El amor en los tiempos del Cólera, de Gabriel García Márquez, así como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, cuando apenas habían salido de imprenta. Sus comentarios sobre personajes de la historia de Costa Rica, como Rogelio Fernández Güell, Ricardo Jiménez, Otilio Ulate o Florencio del Castillo son verdaderamente valiosos y el artículo sobre Scott Fitzgerald despierta interés en repasar su obra.
Al comentar libros, Julio Suñol no evalúa, ni emite juicios de valor, ni etiqueta las obras, ni las ubica dentro de categorías, tendencias o generaciones. Simplemente, comparte sus impresiones como lector atento y entusiasta. La crítica literaria académica, con todos sus marcos teóricos y referencias, no interesa al público en general y permanece encerrada en la burbuja de la Facultad de Letras. La crítica literaria periodística, más amigable y accesible a cualquier lector curioso, en Costa Rica ha sido, lamentablemente, muy esporádica. 
Julio Suñol, además de periodista combativo, fue también un hombre de amplia cultura general que tenía la habilidad de hacer contagiosa su pasión por la literatura.
INSC: 1317

domingo, 24 de abril de 2016

Literatura mexicana del Siglo V (o XX).

Tiros en el concierto.
Christopher Domínguez Michael
Biblioteca Era. México, 1999.
La literatura mexicana del siglo XX es tan rica y variada que, si alguien pretendiera ser exhaustivo al comentarla en conjunto, correría el riesgo de no ofrecer más que una lista de autores y títulos. Quizá por ello el reconocido crítico Christopher Domínguez Michael, al hacer un repaso del desarrollo literario de su país durante el siglo XX, optó por concentrarse en solamente unas cuantas figuras que fueron protagonistas principales durante ciertos momentos clave.
Tiros en el concierto es una colección de ensayos reveladores e inquietantes cuya lectura, ciertamente cautivadora, facilita la comprensión de la literatura mexicana del último siglo. No se trata de uno de esos aburridos estudios de corte académico, que tanto abundan, obsesionados en poner etiquetas y en agrupar las obras por tendencias o generaciones. Es, más bien, un libro apasionado, escrito por un lector obsesivo y voraz, que conoce a fondo el tema y quien, tras mucho leer y mucho pensar, expone de manera sustentada y convicente, las conclusiones a las que ha llegado.
Para ser crítico literario, lo importante no es leer sino haber leído. Los juicios del crítico no son más que su opinión personal, pero cuando se trata de un crítico serio, inteligente y culto, como Christopher, hasta las valoraciones más subjetivas están sólidamente fundamentadas. Las reacciones llenas de entusiasmo o de rechazo, no responden al gusto, sino al criterio.
El subtítulo del libro, Literatura Mexicana del Siglo V, enigmático de primera entrada, responde al hecho de que los primeros documentos escritos en México en lengua española fueron las Cartas de relación de Hernán Cortés quien, en 1521, culminó la conquista de Tenochtitlan. El siglo XX, entonces, es el quinto de la literatura mexicana escrita en español.
En esa centuria intensa, México, además de vivir la primera revolución del siglo de las revoluciones, fue cuna de grandes literatos cuyas vidas, ideas, motivaciones, pretensiones e intensiones abarcaron todo un amplio espectro de gran diversidad.
La muestra que ofrece Christopher Domínguez, es bastante representativa.
Empieza por Alfonso Reyes, el sereno erudito helenista. Sigue con José Vasconcelos, cuyas actuaciones como revolucionario y político, así como sus devaneos filósoficos y teológicos, hacen que su vida sea más interesante y asombrosa que todas sus novelas juntas. Martín Luis Guzmán, autor de El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa, es en buena medida el cantor épico de la revolución mexicana. Los poetas del grupo Los contemporáneos, exploran y difunden nuevas tendencias con resultados irregulares. Rubén Salazar Mallén, hecho a un lado por sus controversiales ideas fascistas y la vehemencia con que las proclamaba, es el típico escritor despreciado en vida y olvidado tras su muerte. En la esquina opuesta, José Revueltas, pese a ser comunista que pensaba con su propia cabeza era tan obediente al partido que retiró de circulación Los días terrenales por las críticas de los camaradas y, pese a ser oficialmente agnóstico o ateo, su obra El luto humano (sobre la Cristiada) es de gran contenido místico y está llena de referencias bíblicas.
Christopher Domínguez retrata a estos autores de cuerpo entero. La información que ofrece sobre sus vidas, brinda la clave para comprender las razones por las que cada uno fue abrazando sus particulares ideas éticas, estéticas y políticas. Cada uno de estos literatos tiene, como cualquier ser humano, aciertos notables y errores garrafales, facetas admirables y episodios oscuros. Los libros que publicaron, son reseñados tanto individualmente como dentro de una perspectiva de conjunto. La carrera de cada escritor traza una curva distinta que no siempre es ascendente. Hay quienes, tras debutar con el pie derecho, pierden el norte o el cuidado y cada libro que escriben está peor logrado que el anterior. Otros muestran, en su producción literaria, una secuencia de altos y bajos.    
Reyes, Vasconcelos, Guzmán, los contemporáneos, Salazar Mallén y Revueltas son mexicanos, pero sus actitudes, tanto humanas como literarias, tienen sus equivalentes en escritores de otras latitudes.
Los ensayos de este libro, facilitan la tarea de apreciar títulos fundamentales de la literatura mexicana, así como la de comprender la mentalidad de su autor y el contexto de la época en que fueron escritos.
Una vez trazadas las coordenadas de referencias, Christopher plantea interesantes consideraciones sobre la creación literaria en general, en que se vale, para brindar ejemplos, de los autores y obras reseñados. Su mirada no se ciñe a lo local y, en la segunda parte del libro, dedica un largo apartado a Stendhal, en el que, lejos de alejarse del tema de la literatura mexicana, aclara conceptos sobre su desarrollo.
Pese a brindar abundante información y plantear temas filosóficos profundos, el estilo conciso, provocador, contundente y apasionado de Christopher, permite que las más de quinientas páginas de Tiros en el concierto se lean con interés creciente y verdadero deleite. 
Al final, para que el lector cierre el libro con una sonrisa, hay un divertido cuento, titulado precisamente Tiros en el concierto, que es una verdadera obra maestra de ingenio y fino humor.
INSC; 1162

lunes, 18 de abril de 2016

Libro sobre la carreta típica costarricense.

La carreta costarricense. Constantino
Láscaris y Guillermo Malavassi.
Editorial Costa Rica. Tercera edición.
1985.
La carreta típica costarricense, tirada por bueyes y pintada con alegres diseños, fue durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, instrumento fundamental en el desarrollo del comercio. Actualmente, elevado a la categoría de símbolo nacional por su valor artístico e histórico, este hermoso vehículo de carga sigue presente en la vida de los agricultores costarricenses, quienes, pese a trabajar ya con camiones y tractores, mantienen la tradición de contar con una yunta de fornidos bueyes y una carreta bien decorada.
En tiempos de la Colonia el comercio era mínimo y los caminos estrechos, por lo que las mercancías se transportaban a lomo de mula. Las yuntas de bueyes se utilizaban en aquella época para arrastrar los enormes troncos de árboles que debían ser removidos cuando se abría, en la selva virgen, un espacio para la agricultura.
La cureña (plataforma sin cajón tirado por bueyes) se utilizó mucho antes que aparecieran las carretas. Quizá por ello, se impuso la palabra "Boyero" en lugar de "Carretero".
Cuando se extendió el cultivo del café y su consecuente exportación, las mulas resultaron poco prácticas para transportarlo. Empezaron a verse entonces las largas caravanas de carretas que iban y venían, desde los beneficios de las tierras altas hasta Puntarenas. En 1844, un viaje de San José al puerto tardaba de once a quince días. Los boyeros evitaban caminar bajo el sol de mediodía. Iniciaban la marcha a las cuatro de la mañana y la suspendían a las nueve, luego la retomaban a las dos de la tarde y avanzaban hasta que los venciera el sueño. Para transportar pasajeros, bastaba acondicionar la carreta con un colchón y un toldo.
Una de las cosas que más llamaron la atención de los viajeros que visitaron Costa Rica en el siglo XIX fue el constante tránsito de carretas por todas las vías del país. Solamente los campesinos extremadamente pobres no tenían carreta. Cuando una muchacha quería que su pretendiente la visitara en la casa, el padre le decía: "Si tiene carreta, que pida la entrada.
Durante la peste del cólera, las carretas de bueyes recorrían los poblados para recoger cadáveres y llevarlos a enterrar en la fosa común situada donde hoy se encuentra la Iglesia de las Ánimas.
Como la construcción del ferrocarril se inició en Alajuela, los rieles y la locomotora desarmada en piezas, fueron transportados en carreta desde Puntarenas.
Además de su protagonismo en la historia, la carreta ha estado presente en nuestra literatura y nuestra pintura y se ha convertido, por su decoración, en una pieza de arte característica de Costa Rica.
Dos filósofos, Constantino Láscaris y Guillermo Malavassi Vargas, realizaron un valioso estudio sobre la carreta costarricense  en que recopilaron prácticamente todo lo que hay que saber sobre ella. El libro, publicado cuando la carreta aún se utilizaba en ciertas zonas del país pero ya venía siendo desplazada por los camiones, está lleno de datos interesantes. Al inicio las ruedas tenían rayos, pero se atascaban en el barro. Luego se cortaron de una sola pieza de tronco de árbol, pero finalmente se optó por hacerlas de cuñas rodeadas de un aro metálico. En el yugo se acostumbra poner un espejo, el buey más fuerte se enyuga a la izquierda y los bueyes deben pesar más que la carreta cargada. El estudio incluye croquis de la estructura, una lista de palabras propias del oficio y documentos históricos reveladores, como reglamentos para el tránsito de carretas decretados por el Dr. Castro Madriz, un intento de monopolio de la actividad propuesto por don Juanito Mora y las disposiciones de don Cleto González Víquez para evitar que las carretas dañaran los caminos de macadam.
Aparece también toda una antología de textos literarios y periodísticos sobre la carreta, escritos por Joaquín García Monge, Arturo Agüero Chaves, Francisco Amighetti, Emilia Prieto, Gilbert Laporte, Carmen Lyra y Mario González Feo entre otros.
El tema más interesante es el relativo a la decoración. Las fotografías antiguas muestran carretas sin pintar incluso en las primeras décadas del siglo XX. En Costa Rica funcionaban varias fábricas de carretas. La de Isaías Delgado en Puriscal, la de Antonio Muñoz en Zapote, la de Fermín Bozzoli en San Isidro del General y la de don Isidro Chaverri fundada en 1870 y situada en Sarchí.
Aunque existen testimonios de que en Cartago se pintaban las carretas desde 1912, tal parece que fue la fábrica de Chaverri la que popularizó la decoración. Originalmente, todas las carretas se pintaban de rojo, con el mismo producto que se utilizaba para pintar los portones de los cafetales. Alrededor  de 1910, Fructuoso Chaverri (hijo de Isidro) empezó a decorar las ruedas con estrellas de picos. Luego vinieron las flores y los diseños caprichosos. Se llegaron a formar dos escuelas artísticas distintas y los campesinos, con solamente ver las pinturas de una carreta, sabían si había sido decorada en Sarchí o en Puriscal. José León Sánchez sostiene que la decoración de carretas se debió a la presencia de inmigrantes italianos, ya que solamente en Sicilia y Costa Rica las carretas se pintan de manera tan primorosa. Sin embargo, esta hipótesis ha sido refutada, entre otros, por Manuel de la Cruz González, ya que los diseños son bien distintos. En las primeras oleadas de inmigrantes italianos, además, no había sicilianos.
Los primeros en estudiar el arte de las carretas fueron Emilia Prieto y Gilbert Laporte, quienes acabaron interesando en el asunto a Carmen Lyra. El artículo de Prieto, publicado en 1931, dice que "desde hace muchos años" se acostumbra pintar las carretas. En realidad no eran tantos, puesto que la práctica de decorar carretas inició en 1912 y se popularizó hacia 1920.
Carmen Lyra, por su parte, aunque se muestra impresionada al visitar una fábrica de carretas y observar el proceso que, tanto en lo artesanal como en lo artístico requiere un cuidado minucioso, declara que nunca había imaginado que la vanidad humana pudiera llegar hasta una carreta.
El arte de la carreta típica costarricense no es solo visual, sino también musical. La selección de la madera de las ruedas y la armazón del eje, procuran que el sonido que produzca al avanzar sea agradable al oído. Así como no hay dos carretas pintadas con el mismo diseño, tampoco hay dos que suenen igual.
La lectura del libro de Láscaris y Malavassi inevitablemente provoca nostalgia por un pasado no tan lejano. Mientras repasaba sus páginas, recordaba los tiempos en que era niño en Sabanilla de Montes de Oca, cuando todas las urbanizaciones de hoy en día eran aún cafetales y desde lejos escuchaba acercarse a Lencho Vargas, un simpático vecino, siempre sonriente, que con el chuzo al hombro, caminaba despacio frente a su carreta de bueyes, complacido por la alegría que provocaba en todos los pequeños que salíamos a la calle solamente para verlo pasar.
INSC: 0312
Carreta cargada con cacao. La foto no tiene fecha, pero es de los tiempos
en que se pintaban solamente de rojo.







sábado, 16 de abril de 2016

El Túnel. Novela de Ernesto Sábato.

El Túnel. Ernesto Sábato.
Cátedra. Letras Hispánicas.
España, 1983.
Cuando una novela trata de un crimen, lo típico es que el nombre de quien lo cometió se descubra al final, pero en El Túnel de Ernesto Sábato, esa información viene en la primera línea.  
"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne." Así, con los nombres del asesino y de su víctima, arranca el libro. El hecho de conocer el desenlace de la historia desde el momento mismo de empezar a leerla no disminuye el interés ni la curiosidad por saber algo más del asunto. Enterados de antemano de lo que va a suceder, la concentración se centra en el motivo del asesinato.
Castel, ya juzgado y preso, decide contar la historia con la esperanza de que, entre quienes la lean, haya al menos una persona que pueda comprenderlo.
Con cierta amargura, aunque sin pizca de arrepentimiento, reconoce que existió una persona que podría entenderlo, pero fue precisamente la persona a quien mató.
De hecho, la primera vez que Juan Pablo Castel posó su mirada sobre su futura víctima, se debió a que solamente ella había reparado en un detalle que todos pasaban por alto. El pintor exponía sus cuadros en un salón bastante concurrido. En una de sus obras, había una pequeña imagen de una mujer que miraba el mar. Nadie, salvo María, prestó atención a ese elemento que, para Castel, era fundamental.
No tuvo ocasión de hablar con ella. Ni siquiera pudo averiguar su nombre, pero el artista quedó de alguna manera obsesionado y, por varios días, no hizo más que fantasear sobre qué le diría en caso de que la volviera a ver. El encuentro ocurrió por casualidad y fue bastante tenso y brusco. Ambos tenían personalidades bastante complejas y, aunque sus conversaciones no eran precisamente placenteras, llegaron a establecer una relación definitivamente enfermiza desde el primer momento.
Castel asumía ante ella un papel dominante y agresivo, pero en realidad era él quien había llegado a desarrollar una enorme dependencia afectiva. María estaba casada con Allende, un hombre ciego de temperamento sereno y mantenía, además, una misteriosa amistad con Hunter, un personaje del que no sabemos mucho más que la intensa repugnancia que provocaba a Castel.
La novela, narrada por la voz desesperanzada y pesimista del pintor, tiene momentos verdaderamente memorables. Los interrogatorios a los que Castel sometía María son verdaderamente angustiantes. Los dos encuentros de Castel con Allende, el primero frío en medio de una calma incómoda y el segundo, violento y absurdo, ya después del asesinato, son de gran tensión. La discusión en la oficina de correos, cuando Castel pretende que le sea devuelta la carta que acaba de echar al buzón, pese a la ira contenida del protagonista, tiene algunos ribetes cómicos. La conversación en la estancia, en que se meciona a Jorge Luis Borges (a quien llaman Georgie), es bastante caricaturesca.
La obsesión de Castel por María acaba empujándolo a cometer un crimen pasional. Su soledad, que solamente conseguía aliviar al lado de ella, se acrecienta en vez de disminuir tras cada encuentro. Castel irrespeta a María, la ofende y la agrede, quizá debido a la frustración de saber que ella (aunque también está bastante tocada) no llegará nunca a corresponder su nivel de dependencia.
Juan Pablo Castel, como todo obsesivo monotemático, llega a ser fastidioso. Una vez que queda clara la dinámica de la relación patológica que sostenía con María, la historia hasta deja de ser interesante. Los detalles del asesinato y de lo que ocurrió luego, se leen por puro trámite. Enterados desde la primera página del final de la novela, lo importante no era el cómo ni el dónde ni el cuándo, sino el por qué.
Desde su aparición, en 1948. la novela El Túnel, de Ernesto Sábato, ha generado todo tipo de comentarios. Por la angustia que transmite, la intensidad del personaje y la sequedad con que está escrita, la obra ha sido calificada de pesadilla psicológica. No es, como dijo Graham Greene, un libro que se lea con placer, pero sí logra mantener absorto al lector.
INSC: 0647
Ernesto Sábato (1911-2011). Autor de El Túnel (1948), Sobre héroes y tumbas
(1961) y Abaddón el exterminador (1974)

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