sábado, 22 de junio de 2019

Te di la vida entera. Novela de Zoe Valdés.

Te di la vida entera. Zoe Valdés.
Seix Barral. Argentina. 1997.
En los años noventa del siglo pasado, durante el tristemente célebre Período Especial, los cubanos, al conversar sobre las duras condiciones en que vivían, intercalaban una y otra vez la expresión "No es fácil." No la decían en tono de protesta ni de lamento sino, simplemente, como muletilla. El servicio eléctrico se interrumpía con tanta frecuencia que, en vez de apagones, lo que tenían más bien era alumbrones. El puñado de arroz y de café que obtenían por medio de la libreta de racionamiento, que se suponía era para todo el mes, no alcanzaba ni para dos días. Quienes vivían en pisos altos, debían subir el agua por las escaleras en un balde. Las guaguas y camellos iban siempre hasta el tope. Con el sueldo de un mes completo no se podía comprar ni un minúsculo pedazo de carne pero, en todo caso, no había tampoco dónde encontrarlo, porque los mercados estaban vacíos. Hasta los boniatos y plátanos escaseaban. Cada mañana los cubanos salían a la calle a ver qué podían hacer para lograr comer algo ese día, "para resolver", decían ellos. No protestaban ni se quejaban, pero, a cada segundo repetían "No es fácil, no es fácil."
De los muchos recuerdos que guardo de mis viajes a Cuba, el eco de esa expresión, que escuché cientos de veces de distintos labios y con distintas voces, es uno de los más imborrables. Quizá por ello, me llamó muchísimo la atención que Cuquita Martínez, la protagonisa de la novela Te di la vida entera, de Zoe Valdés, pese a hablar de manera cubanísima, no la dijera ni una sola vez. Vivir en Cuba, ya se sabe, no es nada fácil, pero a la buena de Cuquita Martínez le tocó todo el camino cuesta arriba.
Nació en Las Villas y muy temprano aprendió que la vida era dura y que tendría que arreglárselas sola como mejor pudiera. Fue abandonada tanto por su padre como por su madre y acabó viviendo en casa de su madrina quien, aunque le daba de comer y la cuidaba, no podía ofrecerle mayor cosa. La niña le cosía ropa a una botella, para vestirla como muñeca. Siendo muy pequeña, intentaron violarla. Se salvó de puro milagro, pero ese episodio violento fue solamente el inicio de una serie de acontecimientos, cada uno más complicado que el anterior, de los que siempre, de alguna manera, lograba caer de pie. Cuquita Martínez nació, creció, maduró y envejeció expuesta al peligro. Su supervivencia es su mayor y único éxito en la vida.
Era una muchachita todavía con el pecho plano cuando se trasladó a vivir por su cuenta a La Habana. No se crea, sin embargo, que esta novela es un relato más, de los muchos que hay, que cuentan las andanzas de una guajira recién llegada a la capital, con todo lo trágico y cómico que ese traslado implica. Para empezar, la ciudad ni siquiera logró impresionarla. Sin mirar alrededor, apenas llegó se dirigió directamente a la pensión en que la que iba a trabajar limpiando pisos a cambio de comida y un lugar donde dormir. Allí conoció a la Menchunguita y la Punchunguita, dos mujeronas hermosísimas que vivían como si no hubiera mañana, quienes no solo la cuidaron cuando estuvo enferma ("eso sí, no te acostumbres, que la sirvienta eres tú y no nosotras") sino que también la llevaron a conocer los cabarés en que la noche no solo es joven, sino que parece eterna. Cuquita, que nunca había bailado, acabó dando sus primeros pasos en la pista durante un fiestón amenizado por la orquesta de Beny Moré y, dicho sea de paso, no lo hizo nada mal. La misma noche de su primer baile dio su primer beso. La experiencia fue hermosa, a pesar de que el galán tenía un terrible mal aliento.
Con Juan Pérez, apodado "el Uan" (porque era el number one), su primer novio y gran amor de su vida, Cuquita encontró con quien pasar las noches calientes y dulzonas de La Habana, la ciudad azucarada. Quien ha caminado por La Habana, seguramente habrá experimentado la magia y encanto de ese cielo azul tan limpio y claro que dan ganas de tocarlo, de la brisa salada que viene del mar y del olor dulzón que inunda el ambiente. Pero lo más maravilloso, es que desde el momento mismo en que "habanece", está claro que entre todo ese hormigueo humano que deambula bajo los balcones, en el nuevo día se abre la posibilidad de que ocurra hasta lo más inesperado.
Si algún crítico literario le recriminara a Zoe Valdés lo absurdas y descabelladas que son las historias que cuenta, será seguramente porque nunca ha estado en Cuba, donde lo absurdo y descabellado es cosa de todos los días. 
La Habana, en los tiempos en que Cuquita Martínez vivía su romance con el  Uan, era la capital más bella y más rica del continente americano. Durante toda la primera mitad del Siglo XX, Cuba era un país que recibía grandes oleadas de inmigrantes pero, después de la revolución, más bien los cubanos empezaron a irse. Entre ellos, uno de los primeros,  el propio Uan.
Abandonada primero por su padre y su madre, luego por el amor de su vida y, posteriormente, hasta por su hija, que se le salió de las manos, Cuquita Martínez, prematuramente envejecida, acabó convertida en una anciana medio loca, sin dientes, que deambulaba por las calles en busca de algo que echar a la olla. No quedaba en ella nada que recordara a la muchachita de vestido amarillo que todos miraban en el cabaret Montmatre. No estaba sola en el deterioro. El Montmatre, elegante y lujoso en su tiempo, se llamaba ahora el Moscú y era un restaurante en que servían una sopa intragable. Los edificios de apartamentos estaban en ruinas, sostenidos por palos que, muy frecuentemente resultaban inútiles y la estructura acababa cayéndose a pedazos o derrumbándose de plano. Al caminar por las calles de La Habana, con todo su deterioro, es difícil imaginar lo hermosa que fue antes. Al ver a Cuquita Martínez con sus harapos y su boca desdentada, cuesta creer que en algún momento tuvo quince. En uno de sus paseos, Cuquita recogió un dólar en la calle que apareció empujado por un vendaval. Ella misma era ya una hoja seca arrojada en un torbellino. Las necesidades eran tantas y el dinero tan poco, que en vez de gastar el dólar decidió guardarlo. Lo había olvidado, pero en su casa tenía otro dólar guardado que, en algunos momentos de la historia, parece ser un motivo de esperanza y, en otros, la causa que desencadenaría la tragedia.
Te di la vida entera es un relato profundamente humano concentrado en una vida llena de dolor que transcurrió en medio de circunstancias adversas. Sin distraerse del hilo central de la historia, que es la vida de Cuquita Martínez, inevitablemente aparecen alusiones a la revolución cubana. Fidel Castro, aunque nunca aparece citado por su nombre, es un personaje protagónico del libro. El "Comediante en Jefe", uno de muchos los apodos usados en el libro para referirse a él, envolvió al país en un torbellino de ocurrencias y promesas. Ocurrencias que no funcionaban y promesas que no se cumplían. En la novela, sin embargo, lo político no llega a ser relevante.
Cuando la protagonista no tiene en la mente otra idea más que encontrar algo qué comer, no queda ni tiempo ni energía para pensar en nada más. Tal vez Cuquita Martínez tenga cáncer de seno, la bolita que se palpa en uno de sus pechos se menciona con tanta frecuencia a lo largo de toda la novela, que llega a adquirir la categoría de personaje. Pero ella no le presta mayor atención. Está demasiado ocupada resolviendo la realidad del día a día como para pensar en una protuberancia que, a fin de cuentas, ha estado allí por largo tiempo sin causarle mayores molestias. Ni siquiera se pregunta si se trata de un tumor ya que, en todo caso, la dichosa bolita no es un factor determinante en su andar por la vida ni tendrá nada que ver con el final de su existencia.
La sabiduría de Cuquita Martínez es simple y concreta. Sabe que un dolor puede convertirse en muchos. Se repite que quien vive de ilusiones muere de desengaños y tiene claro que en esta vida no hay más que echar palante.
Desdichada en el amor y con la familia rota y dispersa, Cuquita Martínez se consuela en la amistad, no solo de la Menchunguita y la Punchunguita, quienes nunca la abandonaron, sino de otras dos buenas amigas, tan locas como ella misma, a quienes conoció posteriormente, apodadas El Fax y La Fotocopiadora. Para vencer las largas horas de soledad en su apartamento, incluye en su círculo a amistades a una cucaracha y un ratón.
Decía don Joaquín Gutiérrez que escribir una novela no es contar historias sino crear personajes. Las historias que se leen en las novelas se olvidan, pero los personajes se recuerdan siempre. Zoe Valdés ha creado, en Cuquita Martínez, un personaje entrañable e inolvidable. A Cuquita se le acompaña, se le toma cariño y se le respeta. A pesar de todo lo que ha sufrido, nunca inspira lástima, porque es fuerte. Las ansias de vivir se manifiestan en su erotismo y el ingenio y energía se ponen de manifiesto en su sentido del humor. Es una derrotada que no se rinde, una sufrida que no llora, una mujer que, incluso con el estómago vacío, sin un solo diente en la boca y con la mente medio perdida, aún es capaz de caminar con la frente en alto y sonreírle a quien se le ponga por delante.
Escrita de principio a fin en cubano, la novela ha sido bien acogida en España y otros países. La edición que tengo fue publicada en Argentina.  A veces. tal vez como una concesión a los lectores de otras latitudes, Zoe Valdés explica algunos términos, como cuando aclara que al mencionar "la bolita", no se refiere al tumorcillo que Cuquita lleva en el pecho, sino a la lotería clandestina de Cuba. Sin embargo, prefiero cuando utiliza las expresiones cubanas sin explicarlas. Quien ha estado en Cuba sabe lo que es "luz brillante" o "chispa e tren". El que no lo sepa, que vaya o lo averigüe por su cuenta. Por cierto, me llamó mucho la atención que en Cuba, al igual que en Costa Rica, se les llame "bolas" a los rumores.
Quienes hayan estado en La Habana, al leer Te di la vida entera, de Zoe Valdés, además de conocer la traqueteada vida de Cuquita Martínez, revivirán en su memoria escenas de sus paseos por esa bella ciudad. Me impresionó mucho que Reglita, la hija de Cuquita Martínez, viviera en Empedrado, entre Villegas y Aguate, ya que una vez, hace ya muchos años, me hospedé en una casa situada en ese sitio. La casa de Reglita ya no existe. Espero que la de mis amigos todavía esté en pie.
Además de la vida de Cuquita, la novela está llena de relatos paralelos, fiestas de disfraces frente al cementerio, la Menchunguita y la Punchunguita capturadas en alta mar como balseras y presas por una temporada en Guantánamo, el amor no correspondido de Ivo, el chofer, quien casi logra su objetivo de casarse por que la pretendida consideró conveniente, ante el desastre que era el transporte público, echarse un marido que tuviera automóvil, los enredos del Uan en New York, y un asesinato a plena luz del día que no termina de aclarse. En este libro hay de todo, como en la vida, tramas detectivescas, extrañas alianzas de poderosos, escenas eróticas ardientes, salidas de humor que hacen soltar la risa y relatos mágicos que trascienden las barreras de la realidad.
De las muchas historias fascinantes y encantadoras que tiene este libro, hay una verdaderamente conmovedora y fantástica. En medio de lo más duro del Periodo Especial, una joven periodista que acaba de perderlo todo, se traslada al campo para hacer un reportaje. El viaje es largo y, en la carretera, nota que todo está cambiando. Sus pantalones de mezclilla se convierten en una falda amplia, el Lada se transforma en Chevrolet, conforme pasan los kilómetros, ya no hay murales con lemas revolucionarios sino anuncios comerciales. Al llegar a un pueblito y ver cómo las personas se visten y se comportan, descubre que no solo ha viajado en el espacio, sino también en el tiempo. Ha llegado al pasado. Empieza a entrevistar a una mujer que vive en una casa azul, pero la alucinación termina abruptamente. De regreso en La Habana, la periodista quiere repetir la experiencia. Regresa al campo, hace la misma ruta, pero esta vez nada cambia, sigue en el presente. En el pueblito reconoce la casa azul, allí vive una anciana que desde hace muchos años, desde antes de la revolución, está esperando que regrese la joven periodista para que termine de entrevistarla. La muchacha comprende que la cita es con ella. Termina entonces la entrevista que empezó muchos años de haber nacido. Pero descubre también, que ella no podrá publicarla porque tanto la vieja como ella están en una dimensión fuera de este mundo. Da entonces la impresión de que el final de este relato va a ser trágico o triste, pero, afortunadamente, la historia tiene un final feliz, porque la periodista logra ingeniárselas para encontrar a alguien que escriba la historia y esa persona fue, sin lugar a dudas, la más indicada.
INSC: 1454

martes, 19 de marzo de 2019

Un dios más, un dios menos. Poesía de Joan Bernal.

Un dios más, un dios menos.
Joan Bernal.
Editorial Poe.
Guatemala. 2018.
Los lectores prefieren entrar en contacto con la obra sin que nadie les advierta lo que podrían encontrar en ella. Por ese motivo, es una práctica común al tomar un libro, especialmente si se trata de un libro de poesía, irse directamente al contenido y saltarse el prólogo sin leerlo. 
El prólogo podría predisponer y, si es convincente, hasta podría empujar al lector a tomar un camino de apreciación distinto al que habría emprendido por sí mismo.
Sin embargo esta, como todas las reglas, tiene sus excepciones. 
En el caso de Un dios más, un dios menos, libro de poesía de Joan Bernal publicado en Guatemala por la Editorial Poe, el comentario introductorio de Bonny Hernández, titulado "A manera de prólogo. Pero más una nota de cariño", más que comentar la poesía de Joan Bernal, cuenta su encuentro personal con ella.
Bonny tenía que encontrar un tema de investigación para el curso "Poesía Hispanoamericanca del Siglo XX". El camino fácil era ir a la segura y escoger a un autor famoso y reconocido. Pero ella quiso plantearse el reto de escoger poesía más fresca y menos comentada. Buscando lo que ella llama "una señal del destino", se encontró en los estantes de una librería el poemario For Sale. No tenía ninguna referencia del libro y nunca había oído hablar de Joan Bernal, pero al repasar las páginas y entrar en contacto con su poesía, supo que había hayado lo que andaba buscando. 
En las páginas de For Sale, encontró que la mirada y la voz del poeta prestaba atención a los paraguas, al fútbol, a los detalles aparentemente más insignificantes de la vida diaria, elevándolos al nivel de tema de reflexión profunda.
Gracias en buena parte a "la señal del destino" que encontró Bonny, se logró la publicación de Un dios más, un dios menos, primer libro de Joan Bernal publicado en Guatemala.
En la aproximación a la poesía, especialmente a la hora de escoger los temas para trabajos de cursos literarios, ocurre algo similar  a lo que sucede con la música clásica: la atención vuelve una y otra vez, casi de manera automática, sobre los mismos autores y las mismas obras. 
Lanzarse a descubrir voces nuevas es una labor de minería que puede ser recompensada con el descubrimiento de una buena veta, como en este caso.
El público guatemalteco que entre en contacto con este libro, encontrará en él pequeños repasos de instantes vividos. Algunos alegres, otros dolorosos, pero todos, de alguna forma, memorables. Tendrán claro, sin necesidad de mayores referencias, que "El Edén" no se refiere precisamente al paraíso terrenal. Acompañarán al poeta en su caminata por cinco esquinas, conocerán algo de su persona en el autorretrato y se asomarán a su visión de la realidad en el balance de lo que sucede. El misterio de una mujer con anteojos oscuros, aunque no puede descifrarse a plenitud, puede imaginarse con la esperanza de no fallar por mucho. El duelo por la ausencia de la madre muerta hace poco, se convierte en un diálogo sereno con una silla vacía. Sin presumir de don Juan, el poeta considera que ha sido un éxito con las mujeres, ya que a ninguna le llegó disfrazado de piel de oveja y, cuando el romace llegó a su fin, todo acabó sin venganzas porque ellas siguieron su camino y él siguió el suyo.
Joan Bernal es un poeta de mirada curiosa y profunda, que suele dirigir con la misma atención a lo grande y a lo pequeño, a lo complicado y a lo simple, a lo más alto y lo más bajo. Lo paradójico no lo sorprende ni lo asombra, porque tiene claro las contradicciones están en cualquier parte que se mire. Su vocación, afortunadamente, es de poeta y no de filósofo. Sin pretender explicarlos, asume sus temas desde el asombro, la emoción, el contacto y el recuerdo, que son quizá los mejores caminos para conocerlos a fondo o, al menos, para llegar a comprenderlos sin caer en la tentación de juzgarlos.
INSC; 2781

lunes, 11 de febrero de 2019

La enciclopedia de maravillas. Laureano Albán.

Enciclopedia de Maravillas.
Laureano Albán.
International Poetry Forum
San José, Costa Rica.
1993.
Tres tomos.

En estos tiempos, en Internet se almacena toda clase de información y los buscadores facilitan que quien la busque, la encuentre. Pero quienes ya peinamos algunas canas recordamos que, antes de que apareciera Internet, había que buscar los datos en las enciclopedias. Había, como en todo, buenas, mediocres y malas. Un mala enciclopedia era apenas algo más que un diccionario, pero una buena enciclopedia incluía artículos extensos y bastante profundos. Don José Figueres cuenta que, cuando iba a construir una chimenea en su casa de la finca La Lucha, buscó la palabra "chimenea" en la Encyclopedia Brittanica y se encontró desde la lista de materiales necesarios hasta el diseño apropiado para que el humo siguiera hacia arriba en vez de devolverse hacia el salón. Jorge Luis Borges rccordó en varias ocasiones que, más que una obra de consulta, las enciclopedias eran también lectura de información y de entretenimiento. Si uno buscaba, en una buena enciclopedia, datos sobre el imperio romano, el arte en el renacimiento, la fauna en las regiones polares, o el cultivo del arroz, encontraba tanta información como para pasarse la tarde entera leyendo. Por eso, de manera un tanto tramposa, decía que si le preguntaran cuáles tres libros se llevaría a una isla desierta, inevitablemente uno de ellos sería un tomo cualquiera de la enciclopedia. 

La idea de reunir de publicar, en varios tomos, un compendio tan completo como fuera posible de todas las ramas del saber, surgió en el Siglo XVIII. Un proyecto tan ambicioso, solamente podía ser alcanzado en parte, por lo que a la larga ciertas enciclopedias fueron reconocidas como muy completas en biografías, pero no en ciencias, mientras que otras se destacaban en arte, pero no en historia. Entonces, si a uno en la escuela le dejaban una tarea sobre, digamos, el aparato digestivo, sabía que debía recurrir a una enciclopia distinta a la que habría utilizado si el tema de la tarea hubiera sido, la independencia de Brasil.

Físicamente, las enciclopedias eran hermosas. Se veían muy imponentes esas filas de libros altos y anchos encuadernados en pasta dura. Recuerdo a los vendedores ambulantes que las ofrecían de puerta en puerta. Se daba un adelanto al firmar el contrato, luego iban a dejar a la casa la enciclopedia y después se pagaba a plazos semanales o mensuales. En mi casa había algunos libros, pero nunca hubo enciclopedia. Con el tiempo, logré irme haciendo de una bliblioteca considerable, pero nunca adquirí una enciclopedia. La última oportunidad que tuve, la desaproveché. En el supermercado vendían una enciclopedia de veinte volúmenes y cada tomo estaba disponible durante un mes. La idea de tener una enciclopedia me ilusionaba, pero en el fondo sabía que no iba a consultarla y que la tendría simplemente como objeto decorativo, así que desistí.

Más o menos por la época en que los tomos de la enciclopedia que decidí no comprar estaban aún a la venta en los estantes del supermercado, el poeta Laureano Albán tuvo la gentileza de obsequiarme los tres tomos de su Enciclopedia de Maravillas, una obra de la que había escuchado hablar, pero que nunca había visto. Se trataba de una enciclopedia que, en vez de datos, incluía poemas. Había poemas al cactus, a la mano, al hongo, al lirio, al pan, al pescado y así hasta completar mil temas.

La idea, en sí misma, era desconcertante y, cuando tuve los tres tomos altos, gruesos y encuadernados en pasta dura en mis manos, mi desconcierto, en vez de disiparse, aumentó. Por su propia naturaleza, valga la redundancia, enciclopédica, todas las enciclopedias eran obras antológicas, pero en la Enciclopedia de maravillas, todos los poemas son de Laureano Albán quien, en una obra exclusivamente personalmente suya le escribe un poema a mil temas distintos.

Naturalmente le agradecí el obsequio, pero no lograba comprender ni el principio ni el final del asunto, es decir, no comprendía ni la motivación ni el propósito de semejante esfuerzo. Como Laureano era un poeta laureado que había obtenido muchos premios literarios de importancia, circulaba entre los poetas costarricenses la broma de que, con este libro, pretendía obtener también un récord Guiness al poemario más extenso jamás publicado.

Aunque en el colofón se indica que el libro fue impreso en Costa Rica, aparece con el sello editorial de una organización llamada International Poetry Forum con sede en Pittsburgh, Pennsylvania. Se trata de una edición bilingüe en el que todos los textos aparecen en español y en inglés. El traductor fue Frederick H. Fornoff quien, desde el título mismo del libro tal parece que se topó con un dilema que fue resuelto por el diseñador. Como la palabra enciclopedia se escribe en español con la letra I y en inglés con la letra Y, autor, traductor, diseñador o los tres juntos, decidieron fusionarla en un solo símbolo en que ambas letras aparecen superpuestas. Esta originalidad, hay que aclararlo, solamente aparece en la portada, ya que en las páginas sí aparece adecuadamente enciclopedia en español o encyclopdia en inglés.

.De cuando en cuando, con la mayor atención, buena voluntad y mente y sensibilidad abiertas, hojeo este libro y trato de entrar en sintonía con su contenido, pero no lo logro. Es como si los tres pesados tomos de la obra total me impidieran leer unos versos en particular. Tengo claro que en la composición de mil poemas se invirtió mucho tiempo y en la edición, abundantes recursos. Pero no logro comprender el por qué y el para qué.

Cada uno a su manera, los poetas van creando su propia enciclopedia de maravillas y le escriben poemas al gato callejero, a la rama que se asoma sobre lo alto de un muro, o a la esquina por la que transitan. Después de todo, el poeta lo que hace es captar en un papel, con palabras, un instante, un lugar, un objeto o una persona, con el propósito de que, al leer esas líneas, otros vivan también, así sea de manera aproximada, las emociones y sensaciones que el poeta experimentó en ese instante, en ese lugar, antes ese objeto o esa persona. Es posible, que, a la larga, el poeta llegue a reunir mil poemas de este tipo pero, quizá por un ingenuo idealismo, uno tendería a pensar que tal creación sería espontánea y no deliberada, que respondería más al impulso de redondear cada poema en particular, en vez de a la pretensión de llegar a ser el autor de una enciclopedia.

La aparición de los tres tomos de Enciclopedia de maravillas, fue anunciada por una campaña tan sonora como poco efectiva. "La primera enciclopedia escrita totalmente en poesía en la historia de la humanidad", decía el folleto que entregaban quienes, siguiendo la tradición, ofrecían venderla a cómodos plazos semanales o mensuales. El propio Laureano Albán, casi al mismo tiempo del lanzamiento, aseguraba que pronto estarían disponibles seis tomos más. Sobra decir que la respuesta del público fue fría y que los nuevos tomos ofrecidos nunca aparecieron. 

Los lectores de obras literarias son una minoría. Y los lectores de poesía son una minoría dentro de una minoría. Las ediciones de los libros de poesía son de mucho menos ejemplares que las de un libro de narrativa, la venta de los libros de poesía es más lenta y, si se logra el aplauso, será siempre el aplauso de un grupo pequeño. Tanto el que la escribe como el que lee, tiene claro que la poesía se crea, se disfruta y se comparte en un pequeño espacio íntimo. Lo asombroso, lo verdaderamente impactante y estremecedor en la poesía, no es tanto la forma del libro en que está impresa sino, más bien, el impacto que puede provocar un puñado de palabras juntas en el ánimo, o el entendimiento, de un lector sensible.

Para muchos, y me incluyo, la Enciclopedia de maravillas no es un libro de poesía sino, simplemente, un libro extraño, inexplicable. De hecho, en mi biblioteca, ni siquiera lo tengo ubicado junto a otros libros de poesía, sino en un estante aparte, dedicado a rarezas.

Irónicamente, esta rareza, a la larga acabó siendo la única enciclopedia que tengo.


INS: 1605 1606 1607

viernes, 23 de noviembre de 2018

Las Ish de Fernando Muñoz. Historias de la familia Castro Saborío.

Las Ish. Fernando Muñoz Mora.
Guayacán. Costa Rica, 2010.
Las memorias familiares, si no se escriben, se pierden. Las nuevas generaciones se quedan sin conocer detalles sobre las vidas de sus ancestros porque quienes podrían habérselos contado acabaron llevándoselos a la tumba.
Cuando estudiaba en los Estados Unidos, a don Fernando Muñoz Mora le llamó la atención el gran interés que tienen los americanos, todos ellos hijos de inmigrantes, por conocer sus orígenes familiares.
En Costa Rica, donde todos los ticos, así sea en grado remoto, somos primos, damos por un hecho que siempre hemos estado aquí y, por desinterés, dejamos que caigan en el olvido las andanzas de los abuelos.
De vuelta a la patria, don Fernando Muñoz decidió escribir un libro con historias de su familia. De haber querido presumir, le habría sobrado material para hacerlo. Don Fernando es descendiente del conquistador español Juan Vásquez de Coronado, fundador de Costa Rica, así como del polémico Dr. Stefano Corti Roca, que en toda la historia de nuestro país ha sido la única persona en haber sido acusada ante la Inquisición. Entre sus ancestros figuran también el jurista guatemalteco Agustín Gutiérrez Lizaurzábal, el prócer de la Independencia Joaquín de Yglesias, además del General José María Cañas y don Pedro Saborío Alfaro, quienes fueron oficiales en la guerra contra los filibusteros de William Walker. Don Fernando es sobrino, en tercera generación, del escritor Carlos Gagini y, en quinta generación, del Presidente Juan Rafael Mora Porras
Entre sus familiares más cercanos, su bisabuelo, Gerardo Castro Méndez, fue fundador de la Cruz Roja Costarricense y, como abogado, compartió estudios y hasta bufete con don Ricardo Jiménez Oreamuno y don Cleto González Víquez.  Su tío bisabuelo, Genaro Castro Méndez, fue el inamovible administrador del Teatro Nacional en las primeras décadas del Siglo XX. Cuando murió, el puesto lo heredó su sobrino, Octavio Castro Saborío, hijo de Gerardo Castro Méndez y Amalia Saborío Yglesias, a quien don Fernando, que lo conoció de cerca, llamaba "Tío Pavo".  Octavio Castro Saborío fue administrador del Teatro Nacional durante treinta y tres años y, por su pasión por la historia, se empeñó en que se levantaran tres monumentos a figuras que admiraba. La estatua de Simón Bolívar, en el parque Morazán, la de Juan Rafael Mora, frente al correo y la de Bernardo Augusto Thiel, al costado sur de la Catedral, fueron erigidas por iniciativa y gestión de Pavo
Sin embargo, a pesar de la impresionante lista de personajes históricos que llenan su árbol genealógico, al escribir su libro, don Fernando optó por concentrar la atención en su abuelita Graciela  Castro Saborío y en sus tías Amalia, Aurelia y Estela Castro Saborío. 
Eran mujeres de su época, recatadas, hogareñas y discretas, pero tenían la particularidad de decir siempre lo que pensaban. En medio de una conversación formal, como eran todas en aquel tiempo, en determinado momento alguna de ellas soltaba un comentario que resultaba inoportuno por lo sincero. Estas salidas de tono acabaron creando leyenda, al punto de que el propio autor sospecha que, entre las muchas anécdotas que se cuentan de ellas, debe de haber una mezcla entre reales e inventadas.
Graciela Castro Saborío. Una de las Ish.
Abuela de don Fernando Muñoz Mora.
Un hermano de ellas, Gerardo Castro Saborío,  estaba casado con Francisca Pérez Calvo, hija de don Pedro Pérez Zeledón.  Los años pasaban y Francisca se mantenía siempre muy bella. Cuando alguien les comentaba lo bien que se mantenía su cuñada, ellas exclamaban: "Pachica, siempre tan linda. Diente que se le cae, diente que le ponen."
Don Gerardo Castro Méndez y doña Amalia Saborío Yglesias tuvieron dieciocho hijos. Vivían en una amplia casona con patio central en barrio Amón. Doña Amalia murió el 31 de diciembre de 1915, mientras se preparaba para asistir al baile de año nuevo en el Teatro Nacional. Don Gerardo falleció dieciséis años después. Cuando los hijos se fueron casando, la casa empezó a quedarse vacía y, al final, solamente vivían en ella, además del solterón de Pavo, las hermanas que nunca se habían casado o que ya habían enviudado.
Esta casona, medio vacía y muy silenciosa, es la que don Fernando Muñoz recuerda visitar con frecuencia cuando era niño. Junto con sus primos, fingía jugar en el corredor cuando, en realidad, lo que hacían era escuchar las conversaciones de los mayores. La puerta de la calle no tenía seguro y bastaba mover una perilla para entrar. Había una sala que nunca se abría, en la que había grandes cuadros y hasta un piano, que servía para recibir visitas importantes. En esa sala, en un mismo día, don Fernando pudo ver en persona a dos expresidentes, don Otilio Ulate Blanco y el Dr. Rafael Angel Calderón Guardia, que llegaron a dar el pésame cuando murió Pavo.
El libro incluye una simpática confesión. Cuando Pavo murió, don Fernando, que era entonces un niño, fue a registrar en su armario y acabó apropiándose de un singular tesoro: el bastón de su abuelo, Gerardo Castro Méndez, y el bastón del obispo Bernardo Augusto Thiel.
El tío Pavo, la abuela Graciela y las tías Amalia, Aurelia y Estela eran muy pacientes, cariñosos y consentidores. Nunca regañaban a los niños y los dejaban hacer lo que quisieran. Cuando regresaban a sus casas, sus padres se quejaban de que volvían insoportablemente malcriados.
Personaje inovidable es la tía Amalia Castro Saborío. Para ganar algún dinero, recibía comensales. Cocinaba muy bien, sus tamales eran famosos, y tenía la habilidad de cambiar los ingredientes de las recetas de cocina para alcanzar un resultado similar a un precio mucho más bajo. Criaba pájaros y parecía que hablaba con ellos. Intentó tener peces pero, como se le murieron, optó por llenar la pecera con pecesitos de plástico. Solterona, fantaseaba contando que se había casado con un marinero que se fue y nunca más volvió, historia seguramente tomada de alguna de las novelas románticas que le gustaba leer. Una vez, Amalia regresó del cine contando que la escena que más le había gustado fue en la que la protagonista bajaba las escaleras con un vestido lleno de lacitos rosados y celestes. Cuando le preguntaron cómo pudo reconocer los colores si la película era en blanco y negro, Amalia simplemente contestó: "¿Para qué querés la imaginación?".
El título del libro, "Las ish", corresponde al apodo que compartían las hermanas Castro Saborío. Don Fernando Muñoz las conoció y las recuerda. Muchos de sus sobrinos, sobrino nietos y buena parte de su enorme cantidad de primos posiblemente nunca hayan oído hablar de ellas. Estas simpáticas anécdotas, como tantas historias familiares, de no haber sido escritas, se habrían perdido.
INSC: 2791
Don Gerardo Castro Méndez y sus hijos.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Los obispos de Costa Rica.

Obispos, Arzobispos y representantes de la Santa
Sede en Costa Rica. Ricardo Blanco Segura.
EUNED. Costa Rica, 1983.
La Diócesis de Nicaragua y Costa Rica fue creada por el Papa Clemente VIII el 26 de febrero de 1531, veintinueve años después de la visita de Cristóbal Colón y treinta años antes de las incursiones de Juan de Cavallón y Juan Vásquez de Coronado. Es decir, cuando el territorio costarricense no había sido aún explorado ni conquistado por los españoles.
El nombre del primer obispo ha llegado a ser tema de discusión entre los especialistas. Don Diego Alvarez Osorio, sacerdote misionero que ejercía su ministerio en Panamá, fue el primero en ser designado para el cargo. Se trasladó a Nicaragua,  pero como solamente un obispo puede consagrar a otro obispo (y en Centroamérica no había ninguno), don Diego murió en 1536 sin haber recibido la consagración episcopal. 
Su sucesor, Fray Francisco de Mendavia, prior de un monasterio en Salamanca, España, fue nombrado en 1537 y consagrado en 1538, pero murió en 1542 en Madrid y tal parece que nunca viajó a Centroamérica.
Como el primero no fue consagrado y el segundo no estuvo en el territorio, muchos se inclinan a señalar que el dominico Fray Antonio de Valdivieso, nombrado, consagrado y residente en Nicaragua, aunque haya sido el tercero, debe ser considerado el primer obispo de la diócesis. El final de Fray Antonio de Valdivieso fue trágico. Tuvo serios enfrentamientos con las autoridades civiles y fue asesinado a puñaladas en su propia casa por el hijo del Gobernador. El obispo murió desangrado en brazos de su madre.
Tras este desafortunado incidente, la sede estuvo vacante por varios años. Vino luego una larga lista de sucesores entre los que hubo sacerdotes diocesanos, jeronimianos, franciscanos, dominicos, agustinos, benedictinos, mercedarios y trinitarios, todos ellos nacidos en España. Entre ellos cabe mencionar a Jerónimo Gómez Fernández de Córdova, obispo de 1571 a 1574, nieto del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdova y pariente, por tanto, de Francisco Fernández de Córdova, fundador de Nicaragua.
En Costa Rica, la primera Semana Santa se celebró en la isla de Chira en 1513, los primeros bautizos se realizaron en Nicoya en 1522. El templo de Nicoya se edificó en 1540 y en 1563 se fundó Cartago. Sin embargo, el primer obispo en visitar el territorio costarricense fue don Pedro de Villareal, andaluz, que permaneció en la provincia desde enero de 1608 a enero de 1609 y fue el primero en administrar el sacramento de la Confirmación en Costa Rica.
Los obispos residían en León, Nicaragua y, cuando realizaban la visita pastoral a Costa Rica, se quedaban un año entero para recorrer todos los poblados. El recorrido, a lomo de mula, era tan agotador, que ninguno repitió la visita.
Durante la época de la Colonia, en poco más de doscientos años, hubo once visitas episcopales de periodicidad bastante irregular. Entre la tercera visita, en 1637, y la cuarta, en 1674, pasaron treinta y siete años. Ese fue el lapso más largo. El más corto, de apenas nueve años, fue entre la octava, en 1751 y la novena, en 1760.
Pedro Morel de Santa Cruz (1694-1768) realizó la octava visita pastoral en 1751.
Esteban Lorenzo de Tristán (1723-1793) realizó la décima visita pastoral en 1782.
La octava visita, por cierto, acabó siendo famosa porque el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz escribió un detallado informe en que hace una descripción minuciosa de todas las poblaciones que recorrió. Otra visita memorable, por lo fructífera, fue la décima, en 1782, cuando el obispo Esteban Lorenzo de Tristán, además  del primer hospital y la primera casa de estudios en Costa Rica, fundó la ciudad de Alajuela. Morel de Santa Cruz, que había nacido en La Española (hoy República Dominicana) fue luego obispo en Cuba, mientras que Tristán, nacido en Andalucía fue nombrado obispo de  Guadalajara, México. Ambos prelados tuvieron que ver con el culto a Nuestra Señora de Los Angeles en Cartago. Morel autorizó que el Santísimo permaneciera en el humilde santuario de adobe y techo de paja en que se veneraba la Negrita y Tristán estableció la costumbre de "la pasada".
Desde la época colonial se realizaron esfuerzos para que Costa Rica contara con un obispo propio. Tras la independencia, Braulio Carrillo, el Dr. José María Castro Madriz y don Juan Rafael Mora Porras, solicitaron al Papa la creación de una sede episcopal en el país. La diócesis fue finalmente erigida en 1850 y don Anselmo Llorente la Fuente fue, además del primer obispo de Costa Rica, el primer costarricense en ser consagrado obispo.
Cuando Llorente murió, en 1871, hubo una larga vacante que duró nueve años, durante la cual, en su última etapa, la Iglesia costarricense fue administrada por el obispo italiano Luigi Bruschetti, quien consagró al segundo obispo de Costa Rica, el alemán Bernardo Augusto Thiel. 
Poco después de la muerte de Thiel, el Dr. Carlos María Ulloa, costarricense, fue nombrado obispo, pero murió en 1903 sin haber sido consagrado. La designación cayó entonces en el Dr. Juan Gaspar Stork, quien, al igual que Thiel, era alemán.
Curiosamente, mientras el segundo y tercer obispo de Costa Rica eran alemanes, el segundo y el tercer costarricense en ser consagrados obispos ocuparon sedes en otros países. El segundo costarricense en ser nombrado obispo fue Guillermo Rojas Arrieta, nacido en Cartago en 1855, que fue el primer Arzobispo de Panamá. El tercer costarricense en ser nombrado obispo fue el Dr. Claudio María Volio Jiménez, nacido en Cartago en 1874, nombrado obispo de Santa Rosa de Copán, Honduras. Monseñor Volio tuvo dos hermanos sacerdotes. Juan Bautista, el primer jesuita costarricense y Jorge Volio Jiménez, quien además de sacerdote fue general y fundador del Partido Reformista.
Anselmo Llorente Lafuente (1800-1871) y Guillermo Rojas
Arrieta (1855-1933) primer y segundo costarricense en ser
consagrados obispos.
En 1921 se crea la provincia eclesiástica de Costa Rica y dos costarricenses son consagrados obispos: el Dr. Rafael Ottón Castro como primer Arzobispo de San José y el Dr. Antonio del Carmen Monestel Zamora como primer obispo de Alajuela. El vicariato apostólico de Limón, sin embargo, desde su fundación y durante sesenta años fue administrado por obispos alemanes. Tras Blessing, Wollgarten, Odendahl y Hoefer, don Alfonso Coto Monge, en 1980, se convirtió en el primer costarricense en ser obispo de Limón. Curiosamente, estos obispos alemanes en la Santa Misa, que celebraban en latín, predicaban tres homilías, una en español, otra en inglés y otra en francés.
En 1954 se creó la diócesis de San Isidro del General y en 1961 la de Tilarán. Más recientemente fueron creadas las diócesis de Puntarenas y Cartago. 
Bernardo Augusto Thiel y Juan Gaspar Stork eran grandes apasionados por la investigación histórica, pero fue Monseñor Víctor Manuel Sanabria el primero que intentó hacer una lista completa de los obispos que habían tenido jurisdicción en Costa Rica. El episcopologio de Sanabria, pese a ser una obra muy meticulosa y bien cuidada, venía con un buen número de errores que don Eladio Prado, investigador de la historia eclesiástica de Costa Rica, le hizo notar. 
En 1983, don Ricardo Blanco Segura publicó el libro Obispos, Arzobispos y representantes de la Santa Sede en Costa Rica, en el que ofrece una lista completa de los obispos que han ejercido su autoridad en el territorio nacional, acompañada por una síntesis biográfica de cada uno. La obra incluye desde los tres primeros, don Diego Alvarez, Fray Francisco de Mendavia y Fray Antonio de Valdivieso, hasta los que estaban en el cargo en el momento de la publicación del libro.
Podría pensarse que se trata de un texto de referencia, de esos que uno, más que leer, simplemente consulta. Sin embargo, don Ricardo, que fue verdaderamente cuidadoso y exacto con los datos que incluye en cada apartado, se permitió ciertas licencias en las secciones de comentarios. Con total desenfado, expresa opiniones y valoraciones personales sobre los obispos biografiados y hasta se permite reproducir chismes que escuchó o hechos que presenció sobre asuntos verdaderamente delicados. En el prólogo del libro, por cierto, don Ricardo debió manifestar una disculpa a los familiares del Arzobispo Rafael Ottón Castro, ya que unas declaraciones suyas que brindó a otro investigador,  al aparecer publicadas afectaron la imagen del ilustre prelado. Monseñor Castro murió en 1939, cuando don Ricardo, nacido en 1932, tenía solamente siete años de edad. No había manera de que a don Ricardo le constara lo que insinuó de él (que era alcohólico) y, por ello, se vio obligado a brindar disculpas y explicaciones. Sin embargo, tal parece que no aprendió la lección y en los comentarios de este libro se distrae en especular extensamente sobre aspectos de la personalidad de los obispos hasta extremos que rozan la grosería o la burla. Retrata a Llorente como impulsivo, opina que Monseñor Rodríguez Quirós no era la persona apropiada para ser arzobispo, califica la labor de Monseñor Rubén Odio como "desteñida" y acerca del Nuncio Paul Bernier, a quien tuvo oportunidad de tratar de cerca, solo deja constancia de que le resultó muy antipático.
El mayor problema de este libro es su falta de definición. Si don Ricardo quería manifestar su opinión (muy autorizada y muy bien informada, por cierto) sobre el desarrollo de la Iglesia costarricense, debió haber escrito un ensayo histórico. Si quería compartir chismes de sacristía en tono jocoso, debió haber publicado un libro de cuentos. Y si lo que pretendía era ofrecer una lista de biografías de los obispos de Costa Rica, debió haberse limitado a los datos. Al tratar de meterlo todo en el mismo saco, acabó ofreciendo una obra bastante irregular. 
Sin embargo, y esto que quede claro, si se ignoran los comentarios fuera de tono y de lugar, el libro es un formidable trabajo de investigación y una valiosa obra de referencia.
Conforme pasa el tiempo, los obispos de Costa Rica son cada vez figuras más modestas y menos protagónicas. Bernardo Augusto Thiel, Rafael Ottón Castro, Víctor Manuel Sanabria o Carlos Humberto Rodríguez Quirós, habían obtenido con honores Doctorados en prestigiosas universidades, tenían una cultura general enciclopédica, eran verdaderas autoridades en Teología, Filosofía, Derecho, Historia y Literatura y, además, hablaban con fluidez  media docena de idiomas. 
Las credenciales de los obispos actuales no son tan impresionantes ni sus biografías tan atractivas como las de sus predecesores. El día que un investigador decida ampliar la lista de obispos que dejó don Ricardo, en vez de agregar los nombramientos que han venido luego, lo cual es tarea fácil, debería asumir el verdadero reto que sería intentar recopilar mayor información sobre la labor de los obispos de la época colonial sobre los que se sabe verdaderamente poco.
INSC: 0315.
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