Cundila. Iván Molina. Varitec. Costa Rica, 2002. |
A veces la realidad se involucra caprichosamente con la fantasía. Las primeras noticias sobre la aparición de la novela Cundila, de Iván Molina, circularon por correo electrónico y da la casualidad de que la obra cierra con uno de ellos. La novela se refiere a las vicisitudes de un investigador que debe tener fe y paciencia antes de encontrar la información que busca. Curiosamente, cuando ya la novela fue publicada, al inicio fue bastante difícil de conseguir. Los rumores, que nunca son de fiar, brindaban diferentes versiones: mientras unos sostenían que Iván Molina había escrito la segunda parte de El Moto, de García Monge, otros decían que se trataba de la recuperación de un documento antiguo o, al menos, del relato de su hallazgo. De esa forma, los lectores interesados en Cundila, acabaron, al igual que Froylán Figueroa, el protagonista de la novela, persiguiendo pistas que a veces desembocaban en un descubrimiento y a veces en un espejismo.
La primera novela del prolífico historiador Iván Molina es, digámoslo de una vez, una obra de suspenso y, como es sabido, siempre resulta difícil reseñar un libro de este tipo porque se corre el riesgo de revelar detalles que hagan que el lector se entere de las claves del enigma antes de su debido momento.
Con el cuidado de no adelantar más hechos que los estrictamente necesarios para una semblanza, la trama va más o menos así: Froylán Figueroa, un antiguo militante de izquierda transformado al cabo de los años en un sereno investigador, descubre el manuscrito de la segunda parte de El moto, de Joaquín García Monge, y se dedica entonces a la tarea de averiguar datos sobre su autenticidad.
Publicada en 1900 y, aunque hubo anteriores, considerada la primera novela costarricense, El moto cuenta la historia de José Blas, un muchacho huérfano y pobre, pero trabajador y de buenas costumbres, enamorado de Cundila, hija de uno de los señores del pueblo. Sus sentimientos son correspondidos y todo parece indicar que el asunto acabará en el clásico "y fueron felices para siempre". Sin embargo, un humilde peón no era lo que el padre de Cundila quería como yerno y, mientras José Blas estaba en cama recuperándose de un accidente con un caballo, Cundila acata obedientemente la orden de su padre de casarse con otro. Recuperado de sus heridas y enterado del compromiso de su amada, el muchacho se va el pueblo.
Ahora bien, según la supuesta segunda parte, más acorde con la corrección política actual de la independencia femenina, Cundila, poco después de la boda y sin haber consumado el matrimonio, abandona a su marido y se va del pueblo en busca de su querido José Blas, a quien encuentra, dormido, en el Parque Nacional al pie del Monumento.
De primera entrada, resulta hasta cierto punto desconcertante que, en el 2002, se le pretenda dar a El moto, el desenlace romántico y decimonónico que García Monge no quiso darle en 1900. Obviamente, el final feliz propio de la novela romántica del Siglo XIX, habría sido la imagen de los amantes alejándose veloces tras el secuestro dramático que acabó dejando a todos con la boca abierta. Precisamente, uno de los méritos que más se le ha reconocido a El moto a lo largo de más de cien años ha sido su realismo. García Monge, en vez del previsible final lacrimógeno y colmado de suspiros propios de las novelas románticas de su época, optó por pintar las cosas tal y como eran en una sociedad en que la autoridad de quienes tenían el poder, ya sea familiar, político, económico o religioso, se acataba sin chistar a pesar de los injustas que fueran sus disposiciones.
El manuscrito de marras, entonces, no podría ser obra de García Monge quien, en esta novela, optó por el realismo, sino de alguna otra pluma amiga del final feliz, entonces imperante, que quiso darle a El moto el final que creyó que debía tener.
Lo cierto es que en la novela de Molina, esa segunda parte apócrifa de El moto es algo así como el convidado de piedra, ya que, pese a ser el centro de todo el tinglado, nunca se muestra. Se busca, se menciona, se comenta y se cuestiona, pero la verdad es que nunca se encuentra. La búsqueda de ese manuscrito, conocido por referencias pero nunca hallado, genera, conforme la novela avanza, más preguntas que respuestas.
Es decir, contrario a los rumores que anunciaron a Cundila como la segunda parte de El moto, en realidad nos encontramos con que la novela de Molina tiene bastante poco que ver con la de García Monge. Es más bien un relato sobre la búsqueda, sobre las largas horas en el archivo que debe pasar un investigador en espera de que en medio de alguna de las cientos de páginas amarillentas que repasa, aparezca la pieza faltante del rompecabezas que lleva años armando.
Cundila es una novela construida con recursos diversos y narrada por distintas voces. Aunque buena parte la relata el propio protagonista, sus interlocutores, ya sean de carne y hueso o de papel y tinta, toman también la palabra para ir resolviendo juntos un enigma que, hayq ue decirlo, queda abierto. Al terminar de leer la novela, la primera reacción es que el libro quedó inconcluso pero, reposando la sorpresa, se comprende que en el terreno de la investigación y del rastreo del pasado olvidado o desconocido, siempre se avanza pero nunca se culmina.
Un lector de novelas exigente podría reclamarle muchas cosas a este libro. Pero aunque plantee un conflicto único, los personajes no estén construidos a profundidad y con más frecuencia de la comúnmente tolerable se suelten chanitas inoportunas, lo cierto es que Cundila se lee con gusto e interés creciente y su lectura invita a reflexionar sobre el país en que realmente vivimos en contraposición a aquel en que creemos vivir.
Ya sea con lo más inmediato, como las protestas callejeras por el Combo del ICE, o lo más lejano, como los conflictos políticos de inicios del siglo pasado, la "Suiza centroamericana" de nuestras clases de Educación Cívica aparece como una sociedad de reacciones convulsas frente a las transformaciones.
Iván Molina, quien a través de sus múltiples investigaciones históricas ha hecho gala de un estilo sobrio y elegante, accesible y capaz de despertar y mantener el interés del lector, quizá por la rigurosidad propia del oficio de historiador, ha incursionado en la literatura, que es terreno de la fantasía, con demasiada timidez. Muestra de ello es la última página del libro, titulada "Créditos", totalmente fuera de lugar en una novela, en la que no solo aparece la innecesaria explicación de que todos los personajes y acontecimientos son ficticios, sino que además se molesta en identificar los hechos históricos con referencias bibliográficas, así como manifestar la intención que lo motivó a escribir el libro.
La investigación es científica. La literatura es artificio. El historiador, como cualquier investigador riguroso, debe mostrar las bases en que apoya sus conclusiones. El literato, como un mago, nunca debe revelar cómo hace sus trucos. Una de las sensaciones más espinosas que dejan las obras literarias es, precisamente, el no saber nunca cuánto de lo que hay en ella el autor tomó de su experiencia y cuánto de su imaginación.
INSC: 1620
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