miércoles, 5 de noviembre de 2014

El enigma de los templos josefinos.

El sétimo principio. Francisco González
Brenes, Costa Rica, 2000.
Todo sucede en una noche. Una noche intensa en que Pedro recibe una apabullante lluvia de sorpresas y revelaciones tan impactantes como numerosas que lo aturden, pero también le pican la curiosidad por conocer más. No ha tenido siquiera tiempo de recuperarse del impacto de la anterior, cuando ya la próxima se deja venir, más contundente, más impresionante y más demoledora que todas las otras juntas.
Esa tarde, Pedro creía que tenía una relación de pareja tensa pero estable y que tanto su vida, como la de la ciudad en que vivía, estaba ajena a cualquier conflicto de orden sobrenatural. La noche se encargaría de mostrarle que Lucía, su compañera por ya bastantes años, le era infiel y que, expuestos a la vista y paciencia de cualquier transeúnte josefino, era posible identificar ciertos símbolos que podrían constituir la clave de un enigma.
En esa noche acelerada y reveladora, Pedro termina intimando con una chica que acaba de conocer y la madrugada lo sorprende manejando un carro prestado, propiedad de un desconocido, por las calles y avenidas de San José que, a esas horas, como es usual, están totalmente desiertas.
Ese carro que se detiene ante todas las iglesias del centro (la Catedral, la Dolorosa, la Merced y la Soledad) anda en busca de la pieza perdida de un rompecabezas que desde hace tiempo están armando y que esa noche, por fin, logran completar.
La magia no está fuera del periplo y, cuando ya era bastante tarde, Pedro tiene una alucinación (o uno de esos pequeños sueños que suceden cuando uno se duerme por pocos segundos) que contribuye a resolver el final del misterio.
Con una gran carga de elementos místicos, esotéricos y ocultistas, ambientada totalmente en nuestra ciudad capital de San José, esta es la trama de El Sétimo Principio, primera novela del costarricense Francisco González que apareció a finales del año 2000.
Uno de los puntos en que el texto es más insistente, se refiere a la distribución de las iglesias católicas en el plano de San José que, vistas en conjunto, forman una cruz. El palo vertical de esa cruz estaría trazado por la avenida 4, de la Iglesia de La Soledad, en calle 9, hasta la iglesia de la Merced en calle 12, con la Catedral al centro. El palo horizontal sería la calle central, de la iglesia del Carmen a la iglesia de la Dolorosa, también con la Catedral al centro.
Pedro, como era de suponer, nunca le había puesto atención a ese detalle y, por pura casualidad, se encuentra de repente hablando con un grupo que cree ver en esa distribución un simbolismo mágico y secreto. Echando mano de una técnica tan antojadiza como flexible, que llaman numerología, llegan a al conclusión de que el número de las calles en que están ubicadas las iglesias, encierra también un mensaje cifrado.
Como todos los grupos esotéricos y ocultistas, los nuevos amigos de Pedro echan mano de todo lo que pueda reforzar su teoría y descartan todo aquello que la debilite. Su método para llegar a conclusiones es gratuito y hasta forzado. Algunos argumentos, incluso, se caen por sus propias inexactitudes. El incienso no se utiliza en las ceremonias de bautizo, la Merced y la Catedrak fueron reubicadas y los hijos de los cafetaleros no fueron a estudiar a París, sino a Londres, para mencionar solo algunas rectificaciones a los datos erróneos que manejan los miembros del grupo.
Sin embargo, como todo colectivo empeñado en demostrar sus postulados, aquellos amigos creen ver, en su viaje en automóvil por la capital, la comprobación punto por punto de sus hipótesis.
Independientemente del contenido ideológico, doctrinal o histórico de la novela, hay que señalarla como un libro definitivamente interesante, al valerse, para referirse a temas ocultistas, de una historia situada en nuestro entorno capitalino. Sin embargo, esa situación constituye también el mayor lastre que le impidió elevarse a un nivel de calidad literaria mayor. Resulta evidente que todo lo dicho y lo narrado está en función de demostrar un punto, por lo que todos los recursos narrativos (algunos bastante bien utilizados) son apenas un pretexto para soltar un argumento.
Siempre resulta desafortunado el confundir la narración con el discurso y Francisco González, al combinarlos, no midió adecuadamente el riesgo. Los diálogos están llenos de explicaciones y de prédicas, algunas demasiado reiterativas, al punto de que hay exposiciones que se repiten hasta tres veces a lo largo del texto.

Al escribir en función de la demostración de una tesis, González Brenes se inhibió de moldear con detenimiento a sus personajes, quienes, salvo Pedro, parecen sombras que pasan rápido y apenas se definen. Por otra parte, la narración es lineal, sin juegos de tiempos que nos muestren antecedentes o, simplemente, rompan el tedio de seguir los acontecimientos cronológicamente. Sin embargo, a pesar de todos estos baches típicos de cualquier ópera prima, El Sétimo Principio es un libro agradable, de lectura amena que, si bien tiene una que otra torpeza formal, se deja leer tranquilamente, no le pone las cosas cuesta arriba al lector y cuenta con momentos verdaderamente brillantes.

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