Literaturas indígenas de Centroamérica. Magda Zavala y Seidy Araya. Editorial de la Universidad Nacional Costa Rica, 2002. |
Centroamérica es una región que, en buena medida, ha vivido de espaldas a su pasado precolombino. Aquí están los monumentos arqueológicos y los genes que llevamos dentro, pero en lo que se refiere al universo fantástico, mitológico y religioso de nuestros antepasados precolombinos, no ha sido sino hasta el Siglo XX que los centroamericanos empezamos a recuperarlo.
Parte valiosa de ese proceso de recuperación es el libro Literaturas indígenas de Centroamérica, de Magda Zavala y Seidy Araya, publicado por la Universidad Nacional.
"El mundo literario indígena centroamericano, visto como un conjunto, ha recibido poco tratamiento. Gran parte de los estudios literarios tradicionales se han fundado, en mucho, en teorías eurocéntricas que, por lo tanto, han tenido dificultad para aceptar el carácter pluricultural y multiétnico de nuestros pueblos."
Con estas palabras arranca Zavala su investigación, en la que se propuso la titánica tarea de romper con la tradición de estudiar los textos indígenas de manera aislada y tratar de brindar una perspectiva integradora, que abarque desde los códices precolombinos hasta las manifestaciones más recientes.
Al terminar la lectura del estudio, hay dos mitos que se derrumban. Primero, que la literatura indígena es un tema del pasado propio de la arqueología. En el libro aparece viva y activa. Y segundo, que existe una ruptura entre lo indígena prehispánico y lo indígena contemporáneo. A pesar de la influencia española, el estudio demuestra claramente una continuidad en la literatura indígena, tanto antigua como actual, que solo puede llamarse tradición.
Siempre es un problema ponerle un adjetivo a la palabra literatura. ¿De qué hablamos cuando decimos "literatura indígena"? Inteligentimente, las investigadoras optaron por ser incluyentes, de manera que integraron en su estudio, además de las obras de autores indígenas, otras escritas por autores no indígenas así como las recopilaciones, en mayor o menor medida metódicas, realizadas a lo largo de los siglos por religiosos, viajeros o maestros.
Para aclarar las cosas, se explica desde el inicio que la literatura indígena es sus orígenes, al igual que cualquier otro corpus literario antiguo, es fruto de la oralidad y discute la afirmación de Abelardo Bonilla, quien dio como un hecho que la literatura centroamericana seguiría desarrollándose de espaldas a lo prehispánico.
Sin llegar a ser didáctico, en el mal sentido del término, antes de entrar en materia el libro brinda una introducción antropológica en que se explican las características particulares de las diferentes culturas que habitaron nuestra región, así como las diferencias entre las lengua maya y la mexica.
Paradójicamente, los tres códices mayas precolombinos más valiosos tienen en común el estar fuera de la región. Ninguno de los tres, por cierto, se ocupa de materias históricas o literarias. El conservado en Dresden se refiere a astronomía, el de Madrid a adivinación y el de París a materias diversas. En todo caso, son poco conocidos por los investigadores centroamericanos y totalmente desconocidos para el público en general.
Algo diferente a lo que ocurre con el Popol Vuh, declarado Libro Nacional de Guatemala en 1972 y que circula en ediciones bastante accesibles. Precisamente, entre las páginas más interesantes del estudio figuran las que se refieren a este documento.
El Popol Vuh, como se sabe, no es prehispánico sino que data del Siglo XVI, de manera que de alguna forma ya está influenciado por la visión de mundo y de Dios traída por los misioneros. El texto fue recuperado por Fray Francisco Jiménez entre 1701 y 1703, pero se cree que data de al menos doscientos años antes. Mientras unos dicen que su objetivo era conservar tradiciones tras la matanza que realizó don Pedro de Alvarado en 1524, otros sostienen que fue escrito con fines doctrinales por Diego Reynoso, quiché asistente de los primeros misioneros a quien el obispo Francisco Marroquín enseñó a leer y escribir.
A pesar de estas circunstancias, las investigadoras sostienen que al Popol Vuh no se le puede invalidar su procedencia maya y exponen interesantes reflexiones sobre la concepción del hombre, la sociedad y el universo que brinda la obra.
Se refieren también a Zaquicoxol, el texto más antiguo encontrado en Guatemala, de apenas sesenta y nueve páginas, que trata de una danza de conquista que podría considerarse parte de algún tipo de tradición teatral.
Prestan atención también a El güegüense o Baile del macho ratón, antigua pieza teatral de Nicaragua que se refiere al mestizaje y es, ella misma, fruto del mestizaje. Como bien apunta Jorge Eduardo Arellano, el hecho de que El güegüense esté escrito en un español bajo y un nahuatl corrupto, demuestra que aunque haya aparecido en Masaya apenas en el Siglo XIX, su origen debe ubicarse en el periodo de la Conquista.
Además de estas obras, que son clásicas, el estudio presta atención también a la tradición oral, menos atendida y estudiada, de los kunas del archipiélago de San Blas en Panamá y de los miskitos de la costa Caribe de Nicaragua. Al referirse a estos últimos, por cierto, se hacen reveladoras anotaciones sobre cómo se mezclaron en esta cultura las tradiciones africana e indígena.
Pero la investigación, como se dijo, no quiso quedarse en el rescate arqueológico y se ocupa también de manifestaciones recientes. En este apartado hay que subrayar las consideraciones sobre el género de testimonio que se desprenden a propósito del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, supuestamente dictado por Menchú a la antropóloga venezolana Elisabeth Burgos. Otras obras analizadas son La mujer habitada, de Gioconda Belli, (en la que una rebelde indígena reencarna en un árbol de naranja y, a través del jugo, se introduce en una guerrillera sandinista) y Tenochtitlan de José León Sánchez.
No podía faltar tampoco la Vanguardia Granadina que, con Pablo Antonio Cuadra y José Coronel Urtecho a la cabeza, introdujeron el universo y el lenguaje indígena en la poesía nicaragüense, así como el exteriorismo de Ernesto Cardenal y los estudios de Jorge Eduardo Arellano.
El libro cierra con autores de fin del Siglo XX como Humberto Ak`abal y Luis Enrique Sam Colop en poesía, o Gaspar Pedro González en narrativa, quienes siguiendo la ruta abierta en Guatemala por Luis de Lión, quien con su novela El tiempo principia en Xibalbá inicia la tradición de escritores indígenas que escriben en castellano.
Conciso, ameno, bien documentado, inteligentemente planteado y expuesto con claridad y fluidez, Literaturas indígenas de Centroamérica es una fuente de referencia insoslayable para quienes opten por no vivir de espaldas a su pasado.
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