Figuras en el espejo. Rodrigo Soto Perro Azul, Costa Rica, 2001. |
El libro abre con dos citas. La primera, de Heráclito, afirma: "El carácter del hombre es su destino", pero la segunda de Kierkegaard, quizá sea la que mejor prepare el ánimo del lector que se disponga a entrarle a Figuras en el espejo. El epígrafe reza: "La vida se vive para adelante pero se entiende para atrás".
Los cuatro relatos que componen el libro son, ante todo, un intento por comprender la vida de la única manera posible: echando un vistazo atrás para mirar el camino recorrido con la distancia que dan los años.
Da la impresión de que los personajes no tienen una vida real sino que, salvo, tal vez, en el caso de los niños del inicio, desempeñan el papel que se supone deben representar, aun con cierta confusión y desconcierto. A los jóvenes universitarios no les interesa tanto ser progres como parecerlo. Gina quiso ser buena mujer, buena madre y buena esposa, mientras que Oswaldo encarnó su papel de Casanova, aunque de cada romance saliera más lastimado que del anterior.
Los cuatro relatos están relacionados. En el primero, Los petroglifos, una pandilla de niños confiesa, cada uno por aparte, sus preocupaciones, sus pasatiempos favoritos y los descubrimientos que, como todos los niños, van encontrando en el mundo que los rodea. Tienen su lugar secreto, una especie de claro al lado del río en que hay un petroglifo, en donde realizan sus mayores travesuras y ceremonias de iniciación. Ser niño no es muy complicado, consiste en estar siempre con los ojos abiertos para sacar conclusiones a partir de la información, casi siempre escasa, a la que se tiene acceso. Ser niño es jugar, establecer vínculos de complicidad con los afines y relaciones marcadas por la crueldad con quienes no lo son. Poco les importa, a los niños de este cuento, que el papá de uno vaya a ser ministro o que la hermanita de otro haya tenido innumerables operaciones en su pierna. Les basta acompañarse, disfrutar de su vida en familia y de sus programas de televisión favoritos y, en su lugar secreto, mirar los petroglifos y excavar en busca de pedazos de arcilla.
Los personajes del segundo relato están muy lejos de la candorosidad, la inocencia y, ante todo, de la autenticidad de los niños que, apenas unas páginas antes, eran ellos mismos. La dulce infancia de los años setenta, se transforma en la vida universitaria de los ochenta. En una fiesta de intelectuales, los asistentes tratan de dar una apariencia de profundidad a sus conversaciones, que no hace más que recalcar lo frívola y lo falsa que es su pose de intelectual consciente y comprometido. En el fondo, los asuntos que en verdad los preocupan son los inmediatos y cotidianos, pero se sienten en la obligación de aparentar ser, además de cultos y solidarios, emocionalmente fuertes.
Gina es el nombre de la protagonista de la tercera historia. Es una mujer fuerte, de gran voluntad y determinación, pero con mala suerte. "Juro que durante estos años me propuse ser una buena esposa", afirma Gina, para aclarar inmediatamente que su concepto de "buena esposa" no es el de una imbécil ni el de una víctima modelo, sino la de una madre con sus hijos revoloteando alrededor. Encontró un hombre con quien compartía (o creyó compartir) ideas y aspiraciones, pero el destino se encargó de jugarle una mala pasada y hacerla enterarse de que la felicidad nunca está a la vuelta de la esquina. Gina se da cuenta que solo hay cuatro tipos de esposa: la muda que escucha y obedece, la preguntona que atrasa, la antagonista necia pero necesaria y la parlanchina escandalosa y solitaria. Ella no había podido desempeñar ninguno de esos cuatro papeles y, aun pagando un precio muy alto, intentó construir su propio proyecto de vida que finalmente vio truncado.
El tigre frente al aro de fuego es la narración que cierra el libro. El personaje principal es Oswaldo, un hombre que desconfía de la palabra amor pero, negándose a aceptar que su destino es ser un solitario, insiste en involucrarse en relaciones intensas y fugaces que, lejos de placenteras, son más bien destructivas. Oswaldo es un cínico que descubre que las armas con las que se defiende del mundo permanecen afiladas y representan un peligro para sí mismo. Como el tigre del circo que atraviesa un aro de fuego para caer frente a otro, el mujeriego, pese a todos los fracasos sentimentales que acumula en su pasado, se expone siempre de nuevo al peligro de lastimarse.
Lo único que me incomodó de este libro es que el narrador, en algunos momentos, entró a valorar éticamente a los personajes, restando con ello la libertad del lector de ir construyendo su propia valoración. La forma en que Rodrigo Soto manejó la psicología infantil y femenina, así como la figura del Don Juan, se presta para profundas y extensas reflexiones. Figuras en el espejo es, en resumen, más que una obra literaria, un valioso retrato psicológico.
INSC: 1153
No hay comentarios.:
Publicar un comentario