Ilustrísimos Señores. Albino Luciani. BAC, España, 1978. |
Un niño montañés de tan solo diez años, hijo mayor de una familia pobre del norte de Italia, le escribió una carta a su padre que se encontraba trabajando como obrero de la construcción en Alemania. El niño sabía que el sueldo de su padre era escaso y que lo que lograba enviar apenas le alcanzaba a la mamá para medio alimentar a la familia, pero se atrevió a pedir un regalo.
"Hoy el maestro nos ha leído un párrafo del libro Corazón, de Edmondo de Amicis", empieza la carta. "Las tardes son tan largas después de hacer la tarea y me aburro porque no tengo un libro para leer. ¿Me darías la alegría de comprármelo?"
Seguidamente, el niño promete portarse bien y cuidar el libro para que también puedan leerlo sus hermanos menores. Naturalmente, el padre no tuvo reparos en complacer la petición, aunque significara un gasto adicional no previsto en el ajustado presupuesto familiar.
Después de ese primer libro, como siempre ocurre, vinieron otros y el niño aquel, cuyo nombre era Albino Luciani, se fue convirtiendo, con el paso de los años, en un lector voraz. Era también muy religioso, tuvo vocación, se ordenó sacerdote, fue consagrado obispo y acabó elevado al cargo de Cardenal Patriarca de Venecia. El último mes de su vida fue Papa con el nombre de Juan Pablo I.
Las prédicas de Luciani, el cura, el obispo, el cardenal y el papa, tenían un elemento particular. Cuando requería mencionar un ejemplo, contaba anécdotas de personajes históricos o literarios. Como obispo, en más de una ocasión citó a Dale Carnegie y, como Papa, en una audiencia general sorprendió recitando de memoria un poema de Trilussa. Luciani no era, que esto quede claro, uno de esos pedantes que mencionan una cita textual cada dos minutos solamente para impresionar por lo mucho que han leído. Todo lo contrario. Evitaba el tono doctoral y académico, solamente conversaba, ni siquiera escribía sus discursos pero, cuando descubría que alguna anécdota de los libros que había leído le podía ser útil para ilustrar lo que estaba diciendo, echaba mano de ella de manera oportuna y simpática.
Cuando era Patriarca de Venecia, la revista El mensajero de San Antonio, le pidió que colaborara con un artículo mensual. Al principio, quiso declinar la invitación. "Hay sacerdotes que son como águilas", dijo, "elevándose en los conceptos sublimes de la teología. Otros son como ruiseñores, que entonan un canto bello y melodioso. Yo ni vuelo alto ni canto bien".
Pese a su negativa inicial, quedó con la espina clavada y se puso a darle vueltas al asunto.
Cuando uno es aficionado a la lectura, además de las experiencias de vida, acumula muchas experiencias literarias. También, gracias a la lectura, además de las personas de carne y hueso que uno se encuentra en la vida, acaba teniendo una relación cercana con autores y personajes a los que, incluso, llega a considerar amigos. Luciani decidió, entonces, escribirles cartas a los escritores y personajes más entrañables que había conocido por medio de los libros.
La primera, dirigida a Charles Dickens, empieza así: "Querido Dickens: soy un obispo que se ha impuesto la tarea de escribir todos los meses una carta a un ilustre personaje."
Luego le hace comentarios acerca de su Canción de Navidad y lo pone al tanto de cómo van las cosas con la solidaridad en medio de la sociedad industrializada un siglo después de su muerte. El artículo, de más está decirlo, fue un éxito. No parecía escrito por un cardenal. Era coloquial, simpático, irónico, casi humorístico. El mensaje iba, como se dice en baseball, en una bola curva. Al dirigirse a Dickens, en realidad le estaba dando una catequesis a los lectores, aunque de manera un tanto subliminal.
Vinieron después muchas otras cartas. A Chesterton, a Goethe, a Goldoni, a Manuzio, a Péguy, a Sir Walter Scott, a Mark Twain, a Petrarca. Pero no solo se dirigió a escritores, sino también a grandes figuras de la historia como Hipócrates o Teresa de Austria, y a personajes de la literatura como Pinocho, Penélope, o los cuatro miembros del Club de Pickwick. Ya en el plano puramente religioso, le escribió a Lucas el Evangelista, al Rey David y a Santa Teresita. Por presión de los lectores, le dirigió una carta a Jesús, que tituló: "Escribo temblando". Incluso esa carta es, como todas las demás, coloquial y divertida de principio a fin. "Querido Jesús", le dice, "He sido objeto de algunas críticas. Es obispo, es cardenal -dicen- ha escrito cartas en todas direcciones ¡Y ni una sola línea a Jesucristo! Tú lo sabes. Yo me esfuerzo por mantener contigo un coloquio continuo. Pero traducido en una carta me resulta difícil. Además, ¿qué voy a escribirte a Ti? ¿O sobre Ti?" Le dice que, para escribirle, no solo repasó sus palabras en los Evangelios, sino que contó los diálogos. Son ochenta y seis. Treinta y siete con los discípulos, veintidós con gente del pueblo y veintisiete con adversarios.
De todas las cuarenta cartas, mi favorita es la que le escribe a Quintiliano. Trata sobre la educación. Luciani lo pone al tanto del desarrollo de las tendencias pedagógicas en los últimos dos milenios para terminar informándole que es verdaderamente poco lo que se ha avanzado. Más bien, de hecho, se ha retrocedido al olvidar los consejos que él, Quintiliano, les había dado a los maestros de la antigua Roma.
Sus cartas fueron publicadas todas juntas en un libro, en italiano, en 1976, bajo el título Ilustrissimi.
Cuando Luciani fue electo papa, el 26 de agosto de 1978, sus cartas empezaron a ser traducidas al inglés, francés, portugués, alemán y español. Como el proceso de traducción, edición e impresión de un libro lleva su tiempo, Luciani no alcanzó a ver publicada ninguna de las traducciones. Murió el 28 de setiembre. Fue Papa solamente treinta y tres días.
En español, la Biblioteca de Autores Cristianos, de Madrid, sacó en octubre de 1978, la primera edición, en tiraje masivo, de las cartas de Luciani, bajo el título Ilustrísimos Señores. Tal parece que calcularon mal. En ese mismo mes, también con tirajes masivos, llegaron a realizar cuatro ediciones adicionales. Para el final del año, ya habían pasado de la décima.
El pontificado de Juan Pablo I fue tan breve que ni siquiera tuvo oportunidad de celebrar misa en el altar mayor de la Basílica de San Pedro. No publicó ninguna encíclica. Las encíclicas, en todo caso, son documentos solemnes que, por su propia naturaleza, no llegan a ser de interés del gran público. Las cartas a los Ilustrísimos señores de Luciani, en cambio, son una delicia para cualquier amante de la literatura, independiente de las creencias religiosas que tenga o no tenga.
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