China para hipocondríacos. José Ovejero, Ediciones B, España. 1998. |
Los libros de viajes eran populares cuando la mayoría de personas no viajaba. El europeo que leía sobre los peludos bisontes de Norteamérica, sabía que nunca iba a tener uno de estos animales al frente. Viajar era una actividad reservada a los valientes, a los aventureros. Hasta los monarcas tenían que conformarse con abrir la boca ante los reportes de los exploradores.
Ahora el mundo se nos ha vuelto pequeño. Ningún viaje, a ningún punto del planeta, se toma tres meses de ida y otros tres de vuelta. Los viajeros ya no son temerarios hombres rudos dispuestos a enfrentar el peligro, sino curiosos lo suficientemente desahogados económicamente como para costearse el boleto.
A los que no viajan, tampoco les importa demasiado. Ya no hay paisaje remoto ni ceremonia antiquísima que no haya aparecido en alguno de esos documentales de televisión que impresionan cada vez menos.
Gracias a la cobertura y acceso creciente de internet, el lugar más remoto acaba convirtiéndose en familiar.
Los libros de viajes, sin embargo, tienen aún mucho que ofrecer. El que, en esta época, se pone a escribir un libro de viajes, tiene claro que, vaya donde vaya, las cámaras de televisión llegaron antes y que su trabajo consiste en descubrir y mostrar todo aquello que solo a través del contacto personal puede descubrirse y solo por medio de la literatura puede mostrarse.
Ediciones B le dio un buen impulso al género con el Premio Grandes Viajeros, cuyo primer galardonado fue José Ovejero con el libro China para hipocondríacos. Esta obra brinda información sobre China que no sería posible obtener por otro medio.
El autor, según la descripción que hace de sí mismo, dista mucho de ser un hombre aventurero y arrojado. Todo lo contrario. confiesa que es una de esas personas a las que no le gustan las calles solitarias y oscuras y que, cada vez que come, bebe agua o respira aires extraños, no deja de pensar en bacterias, enfermedades contagiosas y pestes de todo tipo.
Sin embargo, este hombre asustadizo se resiste a vivir tranquila y serenamente en el seguro espacio de su casa y, con frecuencia, cede a la irrefrenable necesidad de echarse la mochila al hombro y lanzarse por los caminos de Dios hasta llegar lo más lejos que pueda. El mismo José se muestra contrariado al descubrir que sus sentimientos de arraigo y al hogar, nunca son tan intensos como sus añoranzas por sitios desconocidos que nunca ha visitado. En alemán hay una palabra para describir el fenómeno, explica, pero en español no. Esa misma situación de encontrar en otra lengua lo que la propia no le permite expresar, es un indicio de su apetito de comunión por lo que no le es propio.
Un buen día, nuestro hipocondríaco se decide a pasar dos meses en China. ¿Por qué? Porque quiere ser absoluta y definitivamente extranjero, porque quiere perder todas las referencias conocidas y sentir que se encuentra en otro mundo.
Al principio es placentero no comprender nada, caminar por las calles totalmente ajeno a los mensajes de los carteles, encontrarse en medio de una multitud sin pescar ni una palabra de sus conversaciones, pero conforme pasan los días en Nanjing le va entrando una sensación de incomunicado y llega a pensar que, su costumbre de hundirse en espacios ajenos esta vez ha llegado demasiado lejos.
Con esa duda en mente, pasa su primer mes en China aprendiendo las bases del idioma y las reglas de comunicación en general. Sin embargo, cuando arriba su esposa Renate a acompañarlo en la segunda parte del viaje, José lamenta no estar solo para disfrutar de experiencias más auténticas. Renate, por cierto, es un personaje del que apenas se vislumbra una silueta, ya que, aunque José se confiesa enamorado de ella, no viajó tan lejos para prestarle atención a una alemana alta y rubia como la cerveza.
China para hipocondríacos es un libro muy ameno, en que los datos históricos y culturales y la experiencia personal se alternan y complementan sin tropiezos. Con delicadeza asombrosa, pasa de su testimonio particular a referirse a temas históricos, geográficos o artísticos para volver sin sobresaltos, al cabo de unas páginas, de nuevo al testimonio.
Tal parece que Ovejero es un hombre culto y, a pesar de su declarada timidez, entra en reflexiones profundas a partir de cualquier tema: la gastronomía, la agricultura, la arquitectura o la medicina holística- La fluidez de su prosa hace que el lector devore las páginas en que expone su opinión sobre los jardines chinos en comparación con los ingleses y franceses y que, además, las disfrute.
Tal vez este sea el mayor mérito de China para hipocondríacos: es un libro de viajes en que las reflexiones son más importantes que el paisaje. El verdadero viaje no es el que José hace por China, sino el que en China y a propósito de los paisajes vistos y las experiencias vividas, José realiza al interior de sí mismo, de sus temores, sus fobias, su hipocondría y sus prejuicios.
Además del vistazo a China, revelador, impresionante y sorprendente, China para hipocondríacos brinda una invitación a reflexionar más ampliamente sobre el aislamiento y la necesidad de comunicación, tanto entre individuos como entre los pueblos.
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