La hoja de aire. Joaquín Gutiérrez. 1era edición. Editorial Nascimento, Chile, 1968. |
A todos nos ha ocurrido. Un buen día salimos a caminar por el centro, nos encontramos con alguien a quien teníamos tiempo, tal vez años de no ver, nos detenemos a conversar un momento y, en un ratito, esa persona nos cuenta qué ha sido de su vida. Ese encuentro callejero, esa conversación breve, puede estar, y con frecuencia lo está, lleno de sorpresas.
En media hora de charla puede comprimirse hasta una vida entera. En media hora, también, puede leerse una novelita de apenas cuarenta y ocho páginas.
En la escuela primaria, yo había leído Cocorí, de don Joaquín Gutiérrez Mangel, esa hermosa novela en que un niño, al enfrentar su primera experiencia con la muerte (la muerte de una rosa), se pregunta por qué su rosa solamente vivió un día y se interna en la jungla en busca de una respuesta. Luego, en la secundaria, leí Murámonos Federico, también de don Joaquín, el drama de un hombre valiente al que la vida se le cae a pedazos.
Don Joaquín era mi vecino. No recuerdo cuándo fue que supe que aquel señor alto, de bigotes y melena blanca, era el autor de aquellos dos libros que tanto me habían impresionado. Con frecuencia lo veía subir al autobús. Tenía que andar encorvado para no pegar la cabeza en el techo y, cuando se sentaba, lo hacía de lado, para dejar sus largas piernas en el pasillo. Yo quería saludarlo, pero solamente lo veía en el autobús y él siempre andaba un libro o algún otro papel y, apenas se sentaba, se ponía leer. Nunca quise interrumpirlo.
Un buen día, estaba yo en el primer año de la universidad, me contaron que don Joaquín iba a participar, esa misma tarde, en un acto cultural. Aunque lo veía casi a diario en el autobús, me emocionó la idea de hablar con él por primera vez. Quise también pedirle un autógrafo. Corrí a la librería más cercana y pregunté si tenían algo de don Joaquín. Compré La hoja de aire, un librito pequeño y delgadísimo, de apenas cincuenta y nueve páginas. La historia empezaba en la página once, ya que abría el libro un prólogo de Pablo Neruda. Faltaba una hora para que empezara el acto y de pronto pensé qué haría si, al darle el libro para que me lo firmara, don Joaquín me preguntara qué me había parecido y yo tuviera que responderle que no lo había leído. Para evitar la vergüenza y prepararme adecuadamente, me fui a sentar en la banca de un parque y empecé a leer.
"Una hoja de aire, un sueño grande del que nacen otros sueños menores y de éstos otros cada vez más modestos, hasta llegar al último, el pequeñito, el que se lleva el viento. Así ha sido mi vida, mi viejo, como una hoja de aire."
Imaginé que el protagonista estaba sentado a mi lado, en la banca del parque, contándome su historia. Alfonso me contaba su vida. Quería ser actor, se fue a México y allá hizo de todo. Fue hasta payaso en un circo. Paf, recibía una bofetada y los niños se reían, caía al suelo, se levantaba, otra bofetada, Paf, y los niños volvían reírse. Los golpes del número del circo, no fueron los únicos que se llevó. Cuando las cosas se pusieron realmente mal, decidió regresar a Costa Rica. En autobús, desde México a Nicaragua, donde durmió una noche en un parque y, al día siguiente, en el automóvil de un amigo que le hizo el favor de traerlo a San José. Ya en la patria, su meta era encontrar a Teresa, el amor de su vida al que solamente había visto tres veces, la primera, bailando con un vestido azul cuando era niña, la segunda, jugando en el patio con una bolsa llena de lagartijas y la tercera, la inolvidable, ya grandes bañándose en el mar. No sabía ni dónde buscarla. A la que sí encontró fue a su hermana, que lo daba por muerto. Algo pasó y acabó solo, sin nada más que lo que llevaba puesto. Entonces, antes de leer los últimos párrafos del libro, hice una pausa.
Yo me había estado imaginando a Alfonso sentado conmigo en la banca del parque contándome su historia y, pocos párrafos antes del final, me percaté que todo su monólogo, Alfonso se lo estaba soltando a don Joaquín Gutiérrez la tarde en que se encontraron y se sentaron un momento en la banca de un parque.
Terminé de leer y, todavía conmovido e impresionado, fui a la actividad con don Joaquín. Mis compañeros me dijeron luego que yo me veía muy cómico hablándole. Yo soy bajo o, como dicen los mexicanos, chaparrito, y don Joaquín era altísimo. Cuando hablaba con él, yo miraba para arriba. Así lo vi siempre, muy en alto. No solo me firmó el libro, sino que, cuando supo que éramos vecinos, me dijo que fuera a verlo a su casa. Muy frecuentemente, con motivo o sin él, pasaba a saludarlo. Mi madre le mandaba de la repostería que ella horneaba, yo se la entregaba y me quedaba tomando café con don Joaquín y doña Elena, su esposa. Una vez le pregunté por la metáfora de la hoja de aire, la hoja pequeña a la que le salen hojitas cada vez más pequeñas hasta que la última se la lleva el viento. "Ninguna metáfora", me contestó, "esas hojas existen, ¿No las conocés?" Cuando le respondí que no, dijo que iba a ver si por casualidad tenía una. Regresó casi inmediatamente, "No tengo ninguna, pero buscalas, existen. Lo que encontré fue esto. Tomá." Y me regaló un ejemplar de la primera edición de La hoja de aire.
Todavía hay gente a la que no le salen las cuentas cuando digo que don Joaquín escribió seis novelas. Siempre se les olvida La hoja de aire, tal vez por ser un libro pequeñito. El poeta Mauricio Molina, dice que es la obra de narrativa más bella escrita por un costarricense. El poeta Felipe Granados, leyó La Hoja de aire en el autobús y, al llegar a su casa, lo primero que hizo fue buscar en el directorio el teléfono de don Joaquín, lo llamó y le dio las gracias. Otro poeta, el chileno Pablo Neruda, escribió en el prólogo de La Hoja de aire: "En mis lecturas desordenadas y acríticas he leído pocos relatos como éste, con tanta capacidad de amarrarnos en el hilo del sueño y la desventura."
INSC: 0709 0991
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