El último emperador. Puyi. Globus, España 1990. Como pueden ver, el libro me costó 500 colones. |
La revolución francesa decapitó a Luis XVI y la revolución rusa acribilló a Nicolás II. Los últimos emperadores de Alemania y Austria, así como los últimos reyes de Italia o Grecia debieron marchar al exilio. Aisin-Gioro Pu Yi, el último emperador de China, tuvo mejor suerte. Ni lo mataron ni lo exiliaron. Fue hecho prisionero al finalizar la II Guerra Mundia y, tras cumplir un proceso de adaptación, pasó el resto de sus días en su país dedicado al oficio de jardinero.
Ninguno de los vecinos del humilde barrio de trabajadores en que vivía, tenía idea de que aquel hombrecillo delgado de gruesos lentes, al que veían cuidar esmeradamente pequeños árboles y arbustos, había ocupado el trono imperial.
Ya retirado, recibió de las autoridades chinas el encargo de escribir sus memorias, que fueron publicadas originalmente en chino y luego traducidas a lenguas europeas. Sobre este libro fue que Bernardo Bertolucci realizó su película de 1987 El último emperador.
Tuve la suerte de encontrarme, en la sección de ofertas de una librería, una edición en español de las memorias de Pu Yi. El libro, en pasta dura, me costó quinientos colones, menos de un dólar. Aunque ya había visto la película, que es muy hermosa, el libro fue cautivante y revelador ya que me permitió conocer la apreciación personal de Pu Yi sobre su propia historia, que él mismo considera extraña y hasta absurda.
Pu Yi ni siquiera se enteró que había llegado a ser emperador, puesto que fue proclamado cuando tenía solamente dos años y diez meses de edad. Tampoco se enteró de que había sido depuesto, ya que la república fue establecida cuando él tenía solamente seis años de edad y fueron otros quienes firmaron la abdicación. Cuando se dio cuenta que era emperador, ya no lo era. China se había convertido en república pero, curiosamente, mantuvo al Emperador recluido en la Ciudad Prohibida, una jaula de oro en que todo continuaba de acuerdo con tradiciones milenarias como si nada hubiera cambiado. "Era como formar parte del elenco de una obra de teatro que no tenía público", afirma el propio Pu Yi, aunque lo cierto es que, incluso en los tiempos en que el emperador tenía poder, el público estuvo siempre al lado afuera del muro.
El lujo y el derroche de la corte imperial llegaba a extremos increíbles. La servidumbre la constituía una legión de eunucos. Se preparaban toneladas de alimentos que nadie consumía y que estaban listos solamente para satisfacer algún antojo imperial. Si el emperador no los solicitaba, se tiraban. Toda la ropa del emperador era nueva, nunca usaba una prenda por segunda vez.
Sin embargo, su infancia no fue feliz. Aunque, por motivos difíciles de explicar y más difíciles de entender, oficialmente tenía nueve madres, nunca conoció el amor materno. Sus madres lo visitaban muy de vez en cuando y las visitas nunca tardaban más de tres minutos. Si hacía algún berrinche, gritaba o lloraba, los sirvientes lo encerraban en un cuarto pequeño y oscuro del que no salía hasta que se hubiera tranquilizado. Sobra decir que el encierro más bien aumentaba su desesperación. Cuando empezó a estudiar, los maestros le hacían leer y le explicaban la filosofía de los antiguos sabios chinos. Ninguno de sus maestros le dejó tarea ni le hizo un examen y el niño, que ya recitaba a Confucio, no era capaz de encontrar China en un mapa ni sabía que el arroz crecía en la tierra.
Pu Yi no evoca sus años en el trono con nostalgia. Todo lo contrario, los considera un periodo en que fue víctima de una tortura cruel y absurda. Debió escoger su esposa y sus concubinas por fotografías, sin haberlas visto en persona nunca antes.
De alguna manera se las arregló para tener algo de vida normal. Tuvo una bicicleta en la que paseaba por los patios y los corredores y apenas instalaron un teléfono llamaba a diversas sin más motivo que jugar con el aparato.
Ajeno a todo contacto con el mundo exterior, en 1917 se llevó la sorpresa de que había habido una restauración y tenía de nuevo el poder sobre el Imperio. De la misma forma en que nada en su vida cambió al perder el poder, nada cambió al recuperarlo. Reinar consistía en estar varias horas al día sentado completamente inmóvil en el trono.
El emperador al lado de su maestro Sir Reginald Femming Johnston. |
Cuando debió recibir al Cuerpo Diplomático fue la primera vez en su vida que tuvo al frente personas que no eran chinas. Le advirtieron que no se sobresaltara, que eran personas muy extrañas. Aunque mantuvo la compostura, quedó más que impresionado, aterrorizado, cuando miró ojos y cabello de todos colores. Los extranjeros lo asustaban. A pesar de ello, un extranjero, Sir Reginald Fleming Johnston, llegó a ser el primer amigo que tuvo en su vida. Aquel caballero escocés, catedrático de literatura en Oxford que hablaba chino perfectamente, había sido contratado como tutor para que instruyera a Pu Yi, que ya hablaba inglés, en historia, literatura, cultura y modales occidentales. Mientras todos en la Ciudad Prohibida, se postraban en el suelo y bajaban la mirada ante el emperador, Sir Reginald se mantenía tan erguido que Pu Yi llegó a creer que andaba puesta una coraza bajo la ropa. Además, el tutor escocés manifestaba abiertamente ante el emperador qué quería, qué le gustaba y qué le molestaba. Era un maestro exigente que le ponía tarea y evaluaba los progresos. Nunca antes nadie había tratado a Pu Yi de igual a igual y ese trato propició un gran respeto y afecto entre tutor y estudiante. La fascinación era recíproca. Mientras Sir Reginald observaba la preciosa túnica de seda del emperador, Pu Yi miraba con admiración la corbata, el chaleco y la levita de su tutor. Al profesor le llamaba la atención ver a su discípulo escribir con un pincel mojado en un tazón de tinta sobre un papel de arroz y al alumno le impresionaba ver a su maestro escribir con pluma fuente en su cuaderno. Sir Reginald recitaba en mandarín antiguos poemas chinos con impecable pronunciación y entonación y exigía que Pu Yi hiciera lo mismo, en inglés, con los sonetos de Shakespeare. Cuando Pu Yi alcanzó notables progresos, su maestro, para premiarlo, le regaló unos confites. Pu Yi leyó en la envoltura: "Sabor y color artificiales" y quedó asombrado de que, en la industrializada Inglaterra, los sabores y colores se hicieran con productos químicos. En China, los dulces mandarina o de fresa, estaban hechos de mandarinas y fresas, cosa que fascinaba al escocés.
Gracias a Sir Reginald, que le llevó revistas ilustradas con fotografías, Pu Yi se enteró de la I Guerra Mundial y supo que existían artefactos como tanques y aviones. A veces, Pu Yi convidaba a Sir Reginald a la ceremonia del té con todo el ritual oriental y, en otras ocasiones, Sir Reginald lo invitaba a tomar el té al estilo y con la vajilla y los bocadillos británicos. Cuando la confianza creció entre ellos, Sir Reginald llegó a darle consejos. Le explicó claramente los conceptos de monarquía y república, de los que el emperador no tenía ni idea y lo puso al tanto de lo frágil que era su posición y de los cuidados que debía tener para conservarla.
Pu Yi se enteró, gracias Sir Reginald, que vivía en el Siglo XX y trató de modernizar la vida en la corte. Los cambios fueron vistos como caprichos irracionales por parte de los nobles y el emperador empezó a tener enemigos en casa. La autoridad imperial, en todo caso, era ya insalvable. Pu Yi fue depuesto y debió marchar al exilio. Como no sabía prácticamente nada del mundo y no tenía ningún asesor que lo aconsejara (Sir Reginald había regresado al Reino Unido), Pu Yi pasó su exilio derrochando dinero a manos llenas, comprando joyas, jugando en casinos y bebiendo en cabarés y cometió la imprudencia de servir de títere de los japoneses para fundar en China el efímero imperio de Manchukuo (1932-1945). Al finalizar la II Guerra Mundial fue capturado por el Ejército Rojo de la Unión Soviética. En 1949, cuando Mao Tze Dong tomó el poner en China, el antiguo emperador fue repatriado.
En vez de matarlo, como muchos suponían que iba a suceder, Pu Yi fue internado junto a otros nobles en un campamento para que aprendiera un oficio y fuera reinsertado a la vida del país. Pu Yi, que nunca en su vida había realizado labor manual alguna, cuenta lo difícil que era para él lavar su ropa o arreglar su cama. El trabajo de los internos consistía en armar cajas de cartón y mientras otros lo hacían casi automáticamente, él se tardaba un gran rato en armar una sola. Sus manos eran torpes. Nunca, en su vida, había manipulado ni siquiera unas tijeras. Para él era difícil hasta hacerle punta a un lápiz.
Contra lo que uno pudiera imaginarse, en sus memorias los recuerdos del campo de trabajo son más alegres que los del palacio imperial. Tanto él como los nobles que lo acompañaban eran reclusos, pero se les trataba como seres humanos con su propia personalidad, mientras que en los tiempos de palacio todos eran esclavos de tradiciones y rituales impuestos. A Pu Yi, que había tenido miles de sirvientes en palacio y que dispuso de millones de dólares en el exilio, la idea de ganarse la vida con su trabajo no solo no le pareció molesta, sino justa, retadora y agradable.
Aunque sus niveles de producción eran los más bajos, al recibir el primer sueldo fruto de su trabajo, compró unas frutas confitadas que, al saborearlas, le parecieron las más dulces que había probado. Salió del campo dispuesto a mantenerse con el fruto de su trabajo de jardinero y ser útil a la sociedad. Las joyas y depósitos bancarios en el extranjero a su nombre, los entregó al Estado.
En su nueva vida tuvo una familia unida, conoció la amistad y la camaradería y cuando se retiró, debido a un cáncer, se integró a un club de ancianos que realizaba actividades recreativas. Una de ellas fue una visita a la ciudad imperial con Pu Yi como guía.
Hay quienes dicen que la historia de Pu Yi y sus memorias son muestra de un lavado de cerebro. No creen que un emperador pueda ser infeliz y que considere el cambiar su posición por el oficio de jardinero como una alegría y un logro personal. Stefan Sweig, en su biografía de María Antonieta, menciona que Luis XVI era aficionado a la mecánica y que elaboró con sus propias manos relojes y otros artefactos en los que el monarca diseñó el mecanismo y fabricó cada pieza. Según Sweig, si la revolución francesa, en vez de decapitarlo, hubiera puesto a Luis de operario en una fábrica de relojes, lo habría hecho el hombre más feliz del mundo. Pu Yi, así sea con el cerebro lavado, sí tuvo la oportunidad de conocer la felicidad.
INSC: 1567
Es en realidad una historia bastante conmovedora. Y a juzgar por las tradiciones y costumbres de la China Milenaria Yo sicreo que esas memorias deben de ser autenticas y no parte de un lavado de cerebro.
ResponderBorrarGracias por esta reseña leí el libro hace años, lo reelería.
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