My life. Isadora Duncan. Liveright, New York, 1955. |
De todos los libros de memorias que he leído, este ha sido, hasta ahora, el que me ha sacado más lágrimas. Sin embargo, My life, de Isadora Duncan, no es un libro dramático ni cosa que se le parezca. Muy por el contrario, es un libro risueño, alegre y, como era de esperarse viniendo de ella, lleno de música y movimiento. Lo publicó el mismo año de su muerte, en 1927, cuando esperaba iniciar el último periodo de su carrera abriendo una escuela de danza en Moscú.
Ella, que bailó y triunfó en los escenarios de toda Europa, había nacido bastante lejos, en San Francisco, California, frente al Océano Pacífico. Su madre, que era una mujer que tocaba el piano y tenía habilidad para coser al punto de diseñar y confeccionar vestidos, se veía en apuros para darles de comer a sus cuatro hijos, Raymond y Agustín, los varones, Isadora y Elizabeth, las niñas.
Cuando Isadora era muy pequeña, su madre, que no tenía dónde dejarla mientras trabajaba, mintió sobre su edad, diciendo que era mayor, para que la aceptaran en la escuela. Cuando Isadora tenía diez años, la madre le dijo que no podía ir más a la escuela ya que era urgente que consiguiera un empleo para ayudar a sostener la casa. Isadora, de diez años, se recogió el cabello en un moño, dijo "tengo dieciséis" y salió a buscar trabajo.
De haberse dedicado exclusivamente a satisfacer sus necesidades más elementales, la familia habría sido una más, de las muchas, que a duras penas sobrevive el día a día. Pero todos tenían vocación por el arte. La madre, pianista, los dos hijos, poetas y las dos hijas, bailarinas. Además de procurarse alimentos y dinero para pagar las cuentas, cada uno tenía un serio compromiso consigo mismo por desarrollar su arte. Como no podían seguir yendo a la escuela, los cuatro hermanos continuaron su formación cultural leyendo en bibliotecas públicas y visitando museos. Para compartir con los vecinos los juegos en que ocupaban su tiempo libre, montaron un teatro en un granero, donde Isadora y Elizabeh bailaban y Raymond y Agustín declamaban poemas. Isadora, desde niña, dio clases de baile a las señoras del barrio.
El libro está lleno de anécdotas simpáticas. El padre de Isadora había abandonado el hogar cuando ella era una bebé. Todos en la familia decían que era un monstruo, pero la niña se resistía a aceptar la idea de que era hija de un monstruo. Un día, cuando estaba jugando en la acera, un hombre le preguntó dónde vivía la señora Duncan. "Yo soy la hija de la señora Duncan", le respondió y aquel hombre, tras exclamar "Eres mi princesa", la tomó en sus brazos y la cubrió de besos y de lágrimas. La niña entró en la casa a dar el anuncio: "Afuera hay un hombre que dice ser mi padre". La madre, al enterarse, se encerró en un cuarto y trancó la puerta, mientras el único hermano presente, se metió debajo de la cama. Isadora, sin embargo, decidió ir a dar un paseo con él y, a partir de ese día, aunque lo vio solamente contadas ocasiones a lo largo de su vida, dijo siempre, a diferencia del resto de su familia, que su padre no era un monstruo sino un hombre encantador.
De San Francisco se trasladaron a Chicago. Fue difícil conseguir un empleo y pasaron hambre. Con el último dinero que tenían compraron una caja grande de tomates y estuvieron a dieta de solo tomate por varios días hasta que Isadora consiguió un contrato, como bailarina en un teatro, de cincuenta dólares a la semana. En aquellos tiempos, el salario normal para un obrero de fábrica era de un dólar al día.
Un dato interesante, es que en Chicago existía un antro, llamado Bohemia, donde los artistas jóvenes se reunían a beber, hablar, bailar y escuchar música hasta altas horas de la madrugada. Se llamaban a sí mismos "los bohemios". Aunque el término ya se usaba en Europa, la pandilla de Isadora lo volvió popular en Estados Unidos, incluso hoy es usado por muchos sin saber de dónde viene.
De Chicago pasaron a New York y de allí, viajando en contravía del momento, cruzaron a Europa. Digo en contravía porque la pobreza y el desempleo de finales del Siglo XIX y principios del Siglo XX, habían empujado a europeos de todas nacionalidades a buscar una nueva vida en América. Los Duncan hicieron el viaje a la inversa. En Inglaterra, no contaban ni con la caja de tomates. Se quedaron sin nada y debieron vagabundear por las calles, ayunar por días y dormir a la interperie. No dejaron de frecuentar, sin embargo, los museos y las bibliotecas. Vino entonces un giro del destino. Estaban en un cementerio, discutiendo sobre Sócrates, cuando el viento trajo a sus pies un periódico. Isadora leyó que cierta dama de sociedad de New York, en cuya casa ella había bailado, se encontraba en Londres. Fue a visitarla, la dama organizó una velada en la que estuvo presente hasta el Príncipe de Gales y el resto es historia conocida. Habituado a la rígida posición y las equilibradas coreografías del ballet, el público europeo quedó fascinado por la danza libre, etérea y flexible de Isadora Duncan.
Isadora con sus hijos Patrick y Deirdre. |
Isadora no creía que el matrimonio fuera compatible con una mujer de espíritu libre, como ella. Nunca dijo quién había sido el padre de sus hijos. Aquellas dos criaturitas, Patrick y Deirdre, bellos como angelitos, eran la luz de sus ojos. Isadora sufrió el duro golpe de que ambos murieran el mismo día. Todos los que estuvieron presentes cuando le dieron la triste noticia, lloraban y la miraban fijamente. Isadora no solo no lloraba, sino que se sentía abrumada por la necesidad de consolar a sus amigos. Ellos lamentaban la muerte de los pequeños. Isadora, en cambio, comprendía que la muerte no existe, que aquellas dos blancas e inmóviles figuras de cera que tenía al frente no eran sus hijos, sino solamente el rastro que habían dejado en este mundo. Estaba segura de que sus almas se habían trasladado a un plano más elevado.
Isadora era una artista, una filósofa, un espíritu puro y sublime. La pobreza y el hambre nunca la doblegaron. La fama y el dinero tampoco. Una vez, la visitó un empresario alemán. "He escuchado", le dijo, "que usted baila descalza. Vengo a ofrecerle un contrato para mi teatro de variedades en Berlín. La presentaré como la bailarina descalza y será una sensación".
Isadora se sintió ofendida. "Yo soy una artista", le explicó, "no voy a presentar mi arte junto a acróbatas y animales amaestrados. Mi arte es sagrado y solamente puede representarse en un templo. Vine a Europa a revelar lo sublime y religioso que es el cuerpo humano en movimiento, no vine a entretener burgueses sobrealimentados durante la sobremesa".
El empresario, sorprendido, afirmó que no podía aceptar un no por respuesta, que traía el contrato listo.
Isadora fue enfática en su negativa. El empresario entonces le lanzó la pregunta: "¿Está rechazando usted mil marcos la noche?"
Isadora replicó: "Definitivamente. También rechazaría diez mil o cien mil. Por favor, váyase."
Cuando el empresario salía, Isadora le gritó a sus espaldas: "Algún día iré a Berlín, a rendir homenaje a Goethe y a Wagner y me presentaré en un teatro digno de ellos... y de mí".
Y antes de cerrar la puerta agregó: "¡Y cobraré más de mil marcos la noche!"
La profecía se cumplió al poco tiempo. Isadora se presentó en la Ópera Krol, acompañada de la Filarmónica de Berlín y cobró veinticinco mil marcos por la presentación. En el camerino, entre los muchos arreglos florales que recibió, se encontró uno que había enviado aquel empresario de variedades. La tarjeta decía: "Usted tenía razón. Beso su mano."
Lo más impresionante del libro, sin embargo, es su prólogo. Isadora declara que ha dudado en escribir su vida. Ella, que había ensayado años para dar la expresión deseada a un paso, a un gesto o un movimiento, se pregunta cuánto tiempo podría tomarle escribir una sola línea que mereciera ser leída. Escribir, dice, es un arte que no domina como bailar. Ella sabe que ha habido hombres que han vivido aventuras asombrosas y, al contarlas, publican libros aburridos. Otros han sido capaces de escribir libros de acontecimientos palpitantes y vivos que imaginaron sentados en un cómodo sillón sin haber salido nunca de su casa. ¿Cómo puede uno -se pregunta- escribir la verdad sobre uno mismo? Desconfía de su memoria y afirma que tiene recuerdos más vivos de sus sueños que de sus experiencias.
Sin embargo, a pesar de las dudas, se decide a contar su historia convencida de que "Cualquier hombre o mujer que escriba la verdad de su vida hará un gran libro". El problema es que nadie se atreve. Quienes escriben sus memorias son incapaces de vencer el pudor y la vergüenza. En muchos casos, escriben sus memorias, no para dar a conocer su verdad sino para tener un escudo en caso de que la verdad se descubra. Asumen el papel de héroe o de víctima, se levantan un pedestal, argumentan una defensa, se explican, se justifican y, por ello, rara vez un libro de memorias es el gran libro que podría haber sido. Solamente con ser narrada con total honestidad y mostrándolo todo, la vida de cualquiera, incluyendo al primero que pasa por la calle, sería un gran libro.
Dije al inicio que las memorias de Isadora Duncan me hacen llorar pero no expliqué por qué. Lo que en este libro me conmueve hasta las lágrimas es, precisamente, su honestidad.
Isadora escribió un gran libro.
Isadora, de espaldas, bailando en el campo. |
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