miércoles, 15 de octubre de 2014

La soberbia lleva al aislamiento.

Genealogía de la soberbia intelectual.
Enrique Serna. Taurus. México. 2013
Todos nos hemos topado con él en algún momento. Serio, de semblante adusto, malencarado. Cuando habla, ya en los primeros cinco minutos ha dicho docenas de palabras extrañas y ha citado autores y teorías que nadie, en el auditorio, ha oído mentar antes. Si debe escuchar una pregunta o una réplica, suelta suspiros de fastidio o sonrisas irónicas. Es el intelectual soberbio, una especie presente en todas las épocas y todos los sitios. Aunque no es conocido fuera de su círculo (que por lo general es diminuto), se cree superior al resto del género humano y actúa en consecuencia.
"Tiene complejo de ventilador", decía el poeta Felipe Granados, "Mira a los demás desde el techo."
El público en general, que no le tiene mucha paciencia a los arrogantes, simplemente lo ignora o, a lo sumo, en caso de que le preste atención un momento, lo trata con ironía: "Ese señor sabe mucho porque no le entendí nada."
Cuando se acuerdan de él, el intelectual soberbio es objeto de caricaturas y chistes. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, la gente común es totalmente indiferente a lo que el intelectual soberbio diga o haga. Ese aislamiento, de más está decirlo, al intelectual soberbio lo tiene sin cuidado. Considera, más bien, la indiferencia del gran público como una muestra de su superioridad. A él le bastan y sobran sus cuatro admiradores incondicionales para sentirse el hombre más importante del mundo.
Mientras se trate de casos aislados, no hacen mayor daño a la sociedad. Pero cuando el complejo de ventilador se generaliza, el público vuelve su mirada a otra parte y los deja hablando solos. 
En la antigua Grecia, mientras los sofistas mareaban con sus alambicados discursos, Sócrates simplemente conversaba con quien estuviera al frente. La filosofía, originalmente, era una charla en que alguien que había reflexionado sobre un asunto en particular, le exponía la secuencia de sus razonamientos a su interlocutor. Así fue durante siglos. Si un joven estudiante de secundaria leyera a Aristóteles, a Séneca, a Descartes, a Rosseau, a Locke o incluso a Kant, se llevaría la agradable sorpresa de que puede seguir la exposición fluidamente. No solo la comprendería sino que, en muchos casos, hasta la disfrutaría. Esos autores escribían para el lector común, al que consideraban su interlocutor. Sus ideas eran claras porque no hay mejor manera de aclarar las propias ideas que intentar compartirlas con otros. 
Durante algunas épocas, incluyendo la actual, el panorama ha cambiado. Los filósofos escriben solamente para iniciados sin el más mínimo interés de que sus elevadas elucubraciones sean accesibles para el gran público. ¿Resultado? El público no tiene ningún interés en lo que digan. Un filósofo, hoy, incluso un gran filósofo si hubiera alguno, es inevitablemente un ilustre desconocido pero... ¿de quién es la culpa? ¿Del filósofo o del público?
El intelectual soberbio merece un análisis profundo y el escritor Enrique Serna lo ha hecho. Su libro Genealogía de la soberbia intelectual, publicado por Taurus, no solo retrata el fenómeno, sino que brinda abundantes ejemplos históricos y analiza tanto sus motivos como sus consecuencias.
Se remonta a tiempos antiguos. Cuando finalmente los egiptólogos pudieron descifrar los jeroglíficos, descubrieron que el código de símbolos era innecesaria y artificialmente complicado, lo que los llevó a suponer que la casta sacerdotal había oscurecido el registro para que fuera muy difícil a los no iniciados tener acceso a su contenido. Tantísimos siglos después, dicha actitud aún es común. Los especialistas escriben libros sobre temas que podrían ser accesibles al gran público, pero utilizan una terminología y una argumentación que funciona como una barrera de alambre de púas para que ningún curioso ajeno al gremio se aproxime. Más que soberbia, es avaricia intelectual. Pareciera que su meta es tanto adquirir conocimiento como negarse a compartirlo. Muchas veces, también, la oscuridad de un texto oculta su vacío de contenido. El lector tiene todo el derecho a preguntarse: ¿Será que no puedo entender nada o que aquí no hay nada que entender? Con frecuencia, leyendo a algunos teóricos, a uno le parece que la teoría no es un camino para comprender la realidad, sino el ejercicio inútil de caminar en círculos de espaldas a la realidad.
Serna, como escritor que es, se enfoca especialmente en el campo de la literatura. Vivimos en una sociedad sobrecomunicada en la que el marketing influye las decisiones de grandes mayorías y en la que los intelectuales se han refugiado en una burbuja lejos del mundanal ruido. Cuando una persona aficionada a la lectura va a a comprar un libro, se encuentra con dos tipos de presión psicológica. Por un lado, una obra que acabará provocándole aburrimiento y hasta un dolor de cabeza, pero que trae impresos en la tapa los premios que ha ganado y los elogios que ha recibido. Por otro lado, una obra irrelevante que no dejará ninguna huella en él, pero que viene con un cintillo que informa que se han vendido quinientos mil ejemplares solo en el primer mes. En ambos casos, el mensaje es el mismo: "Esto tiene que gustarte."
Un lector maduro debe saber ignorar esa presión autoritaria. Puede ser, por poner un caso, que entre Cortázar y Coelho, prefiera a uno y rechace al otro, o le gusten los dos, o no le guste ninguno. Lo importante es que si lee a algún autor, que sea porque logró establecer algún tipo de conexión con él, no simplemente por acatar los dictados de la academia o del mercado.
La calidad literaria y el éxito comercial se prestan a todo tipo de combinaciones. Hay obras maravillosas con poco público y obras mediocres en ediciones de gran tiraje. Abundan los libros que por su escaso valor literario no se han vendido, pero también hay casos de obras maestras de la literatura que fueron además un éxito de ventas. 
No es cierto que lo sublime esté reservado para una elite. La tragedia griega, en su momento, era para todo el pueblo. La gran literatura puede aspirar a tener un gran impacto popular. El problema es que, por la soberbia intelectual, hay autores que no están interesados en establecer un diálogo con el hombre común. Por otra parte, los suplementos literarios y las reseñas de libros en la prensa son poco orientadores y no van más allá de la promoción de novedades. Los académicos de las facultades de literatura se han concentrado en cultivar una erudición estéril. Publican artículos ilegibles llenos de notas al pie de página y bibliografía, analizan los textos de manera cajonera, son poco creativos y hasta han llegado a creer, independientemente de la teoría que sigan, que ejercitan una ciencia literaria como si tal cosa fuera posible.
Serna dedica especial atención al refugio del cenáculo, donde han ido a encerrarse muchísimos poetas y narradores despreciados por el público. Allí, en su pequeño círculo, cultivan su vanidad gracias a los elogios recíprocos y desprecian la popularidad que, de todas formas, nunca alcanzarán.
De mantenerse la tendencia a la soberbia intelectual, revertir el proceso podría tomar mucho tiempo. En la Edad Media, tardó siglos. En aquella época, el cultivo de la erudición llevo a los escolásticos a comentar los clásicos y, luego, a hacer comentarios de los comentarios y cayeron en un círculo vicioso que parecía irrompible.
Serna no lo menciona en su libro pero en el terreno del teatro ocurre un fenómeno similar. O va uno a presenciar una comedia bufa por puro entretenimiento o va a sentarse en una sala medio vacía a ver una obra sin pies ni cabeza que, según el programa de mano, es lo más sublime y elevado que se ha montado en las tablas. 
¿Qué debe hacer el escritor? ¿Dar al público lo que pide y tratar de colarse en el exclusivo mundo de los best seller? ¿Refugiarse con cuatro amigos afines en una capilla privada? Ambas opciones implicarían tomar el camino fácil.
Usemos una analogía. Supongamos que, en vez de un escritor, se trate de un cocinero. ¿Debe servir  rápidamente alimentos simples y baratos para satisfacer al gran público? ¿O debe dedicarse a su creatividad culinaria experimental y novedosa aunque no tenga más que clientes escasos y ocasionales? El camino fácil, repito, es tomar cualquiera de estas dos opciones. El verdadero reto consiste en crear algo de calidad que sea también atractivo para  un público amplio. Si de verdad es de calidad, acabará siendo aceptado. Hay autores que escriben para entretener y satisfacer a sus lectores. Otros pareciera que escriben para sí mismos sin pretender comunicarse con un lector que tal vez ni siquiera exista. Pero los que se toman el trabajo en serio, escriben obras valiosas que acaban siendo atractivas para un público que, aunque sea muy específico, puede ser amplio. Para lograr esto último se requiere una gran dosis, no solo de trabajo, sino de respeto al interlocutor, de afán de proximidad y comunicación y, muy especialmente, de humildad.
El libro deja claro que la soberbia aparece cuando faltan imaginación y creatividad. La soberbia atrae su propio castigo, que es el aislamiento. Cuando un autor le da la espalda al público, el público le da la espalda al autor.

Enrique Serna (México, 1959), es novelista y cuentista. Su libro Genealogía de la
soberbia intelectual
es rico en argumentos y ejemplos. Particularmente valiosas
son sus observaciones sobre Honoré de Balzac, cuya enorme popularidad provocó que fuera
despreciado por la Academia Francesa y  Stéphane Mallarmé, soberbio refugiado en su
capilla. Naturalmente echa mano también de abundantes ejemplos de autores mexicanos
para ilustrar sus argumentos.
INSC: 2690

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