Un regalo del cielo. Ana Lorena Borbón Ross. San José, Costa Rica, 2002. |
Si este libro fuera una novela, seguramente
la criticarían por demasiado fantasiosa. Pero resulta que todos los hechos que
allí se cuentan, por increíble que parezcan, en realidad ocurrieron.
En la portada, bajo el título de “Un regalo
del cielo”, en vez del nombre de la autora, aparece una extraña ecuación
ciertamente bastante difícil de descifrar que dice: “x Phyllis Jean Chemilnisky
+ Ana Lorena Borbón = Yo”.
Después de leído el libro el asunto se
aclara. Lo que sucede es que Phyllis Jean Chemilnisky y Ana Lorena Borbón son la misma persona.
La historia, como ya se dijo, es increíble pero
cierta. Doña Lorena o Jean en ese entonces, nació en Alberta, Canadá en 1944,
hija de dos jóvenes descendientes de emigrantes: Joseph Chemilnisky, de
ancestros polacos y Hellen Pawlechco, de ancentros ucranianos. Eran años muy
difíciles (la II Guerra Mundíal aún no había terminado) y como los padres no se
habían casado y la madre era menor de edad, se vieron obligados, acatando las
leyes de entonces, a dejar a su hija en un orfanato. La intención era recuperar
a la niña en cuanto se pudieran hacer cargo de ella. Se hicieron incluso
intentos, que no fructificaron, para que los parientes de alguno de ellos
pudiera adoptarla.
Cuando la pequeña, llamada Phyllis Jean
Chelminisky tenía solamente siete meses de edad, fue entregada al matrimonio
costarricense de don Alfredo y doña Ana Ross de Borbón, que habían viajado
hasta Canadá con el propósito de adoptar a una niña pequeña.
Según cuenta el propio libro, doña Ana tuvo
en brazos a una bebé pero, por alguna razón supo que esa no era la que acabaría
convirtiéndose en su hija y, asomándose en una de las cunas, otra bebé se
agarró de la medalla de la Virgen de los Ángeles que pendía de su cuello y ese
gesto la hizo decidirse por ella. Las monjas del lugar, por cierto, trataron de
disuadirla, porque esa niña estaba quemada en un brazo, el pecho y la cabeza,
pero la decisión estaba tomada. Esa niña, Phyllis Jean Chelminisky, pasó a ser
convertirse en Ana Lorena Borbón Ross.
Un dato ciertamente triste es que en diciembre de 1944, Joseph
Chelminisky, el padre, depositó dinero ante las autoridades canadienses para
cubrir los costos de mantenimiento de su hija, demostrando así que estaba
dispuesto a hacerse responsable de ella, sin saber que hacía más de dos meses
la pequeña había sido trasladada por sus padres adoptivos a Costa Rica.
Es fácil imaginarse el dolor de Joseph y
Hellen cuando, ya casados y mayores de edad ambos, al intentar recuperar a su
niña se dieron cuenta de que posiblemente no volverían a verla. Aun siendo sus propios
padres biológicos, por tener menos de treinta años de edad y menos de cinco de
matrimonio, no calificaban para adoptarla. Además, los documentos que tenían en
mano tampoco servían, como ellos suponían, para dar con el paradero de la niña,
a quien, de más está decirlo, suponían en Canadá.
Todo había sido culpa de un accidente. Con
solo un mes y medio, la niña había derramado un pichel de agua hirviendo,
sufrió serias quemaduras y, después de pasar un mes en el hospital, al retornar
al orfanato se confundió su identidad.
La historia de Phyllis Jean o de Ana Lorena era
un asunto del que no se hablaba ni en la familia Borbón ni en la familia
Chelminisky. Curiosamente, el secreto estuvo mejor guardado en Canadá que en
Costa Rica (no faltará quien diga que era de esperarse), puesto que mientras
Ana Lorena supo joven y en vida de sus padres que era adoptada, Joanne y Grant,
los otros dos hijos del matrimonio Chelminisky nunca supieron que tenían una
hermana mayor.
Ana Lorena Borbón, por el respeto y gran
cariño que les tenía a sus padres ticos, nunca quiso hacer investigaciones
sobre su familia canadiense mientras ellos vivieron pero, cuando ya ambos
habían fallecido y una hija le dio la noticia de que los archivos de adopciones
en Canadá estaban disponibles para ser consultados, inició la búsqueda que, más
rápido y más fácilmente de lo que se esperaba, culminó con éxito. Para entonces
ya había cumplido cincuenta y tres años.
Sus hermanos, naturalmente, fueron los más
sorprendidos, pero gracias a la intervención de otros familiares que conocían
la historia y habían sabido guardar el secreto, así como del aporte de
documentos y, además, el enorme parecido de la recién conocida tica con los
parientes canadienses, pronto no hubo lugar a dudas de que Ana Lorena era
Phyllis Jean, la hija perdida de Joseph y Hellen. Lamentablemente, Hellen murió
años antes del retorno de su hija, pero Joseph, el padre que había dejado
dinero para su manutención cuando ella ya se encontraba muy lejos, aunque viejo
y enfermo, sí tuvo el placer de reconocerla, abrazarla y expresarle de viva voz
lo mucho que la había echado de menos durante medio más de medio siglo.
Un detalle simpático. Aunque no pudo conocer
personalmente a su madre, gracias a la costumbre que la señora tenía de
preparar conservas, sí pudo comer una cena en la que todos los platos fueron
preparados por ella. Otro detalle conmovedor es que la señora Hellen, además de
conservas hacía manualidades y confeccionó un ángel para cada uno de sus hijos.
Joanne y Grant se sorprendieron de que, en vez de dos, hiciera tres, y no fue
sino hasta que apareció la hermana que no sabían que tenían que comprendieron
para quién era el tercer ángel.
Finalmente, doña Ana Lorena o Phyllis Jean
(en el libro no queda claro con cuál nombre la tratan sus hermanos canadienses)
acabó con dos familias con las que se lleva de maravilla. Además, como en Costa
Rica fue hija única, además de recuperar su propia historia ganó hermanos y
sobrinos.
Quizá suene a indiscreción, pero la historia
de su matrimonio, contada en el libro, es también de película. Cuando era una
muchacha soltera, un amigo le propuso matrimonio en una carta que le entregó a
su padre. Por alguna razón al señor se le olvidó dársela y acabó entregándosela
cuando ya Ana Lorena tenía dos años de casada. Obviamente, el pretendiente
había interpretado la falta de respuesta como una negariva, se hizo de una
novia y se casó. Doña Ana Lorena se divorció a los veinticinco años de casada
y, como si estuviera escrito, se encontró de nuevo con el enamorado de la carta
que también ya estaba divorciado, se hicieron novios y se casaron.
Definitivamente, hay que repetirlo, si este
libro fuera una novela se le criticaría lo fantasiosa, pero no, es un
testimonio. Un testimonio, por cierto, sin mayores pretensiones literarias, en
el que todos los acontecimientos están escritos con gran sensibilidad y
elegancia. Todo lo sucedido se narra con naturalidad y sencillez y ello, lejos
de disminuir el impacto de tantas sorpresas que acabaron dando las vueltas de
la vida, más bien acentúa esa extraña sensación de asombro que de un tiempo
acá, quien sabe por qué, logran provocar
las buenas noticias. Doña Lorena tuvo oportunidad de conocer a su padre. |
Increiblemente interesante. De hecho hay muchas hostorias similares. De hecho yo personalemente conozco una.
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