viernes, 17 de octubre de 2014

¿Y ahora qué?

Las uvas de la ira. John Steinbeck.
Editorial Planeta, España, 1981.
Leer Las uvas de la ira, de John Steinbeck, fue para mí una experiencia dolorosa. Una familia de Oklahoma, en los tiempos de la Gran Depresión, lo pierde todo y emprende un largo viaje hasta California en busca de una nueva vida. Su caso no es aislado. Por la carretera abundan automóviles destartalados, cargados de hombres, mujeres, ancianos y niños que a duras penas se acomodan en medio de trastos viejos, baúles y colchones. El viaje es largo y tanto el alimento como el dinero disponible, ambos escasos, debe administrarse con cautela. Pasan hambre, sufren tragedias, pero el sueño de que cuando lleguen "allá" las cosas serán distintas, les mantiene viva la esperanza. Ni siquiera se dan cuentan de que forman parte de un desfile de miserables desesperados y que cuando lleguen "allá", para obtener hasta el más humilde puesto de trabajo de recolector de fruta, al que aspiran, deberán competir con los otros miles de desplazados que, al igual que ellos, al ser tirados a la calle por la pobreza dirigieron sus pasos hacia las enormes plantaciones californianas. 
El libro nos permite adentrarnos en el drama cuadro a cuadro. Al principio, valga como advertencia a quien lo lea por primera vez, uno no comprende ese afán de describirlo todo en detalle. Hay un episodio, bastante largo por cierto, dedicado enteramente a una tortuga que cruza la calle. El lector debe tener paciencia. En el libro hay más descripción que acción, pero esa peculiaridad tiene un propósito. Steinbeck no solo quiere que leamos la historia, sino que la vivamos. Es natural que uno se aburra al leer sobre un hombre, en medio de la nada, rodeado de pastizales a la orilla de la carretera. ¿Por qué? Pues sencillamente porque es aburrido estar solo en medio de la nada, rodeado de pastizales a orilla de la carretera. Steinbeck quiere llevarnos hasta allí, hacernos sentir la potente luz del sol que nos hace cerrar los ojos, escuchar la brisa monótona que es la única que rompe el silencio y demostrarnos cómo, hasta el más mínimo ruido o movimiento en medio de ese paisaje estático nos sorprende y sobresalta. Cuando uno ya está metido en el asunto, lejos de incomodar, esa descripción acaba siendo reveladora. 
Tom, uno de los personajes principales del libro, recién salido de la cárcel vuelve a su hogar y apenas logra encontrar a su familia se entera que su pequeña propiedad fue embargada por el banco y se une a los suyos en el viaje al oeste. Antes de abandonar su casa, una humilde barraca de tablas torcidas y sin pintar ajustadas con clavos viejos que debieron ser enderezados a golpes antes de ser utilizados, la madre de Tom revisa un montón de papeles que guardaba celosamente en una caja. Entre los papeles hay cartas amarillentas por el paso de los años, fotografías de seres queridos, recortes de periódico sobre el juicio de Tommy. Esa caja de papeles viejos es su baúl de recuerdos. Los mira detenidamente por largo rato como para grabarlos en su memoria, luego los aprieta fuertemente contra su pecho y, finalmente, los tira al fuego. El camión es pequeño y ellos son muchos. Solo hay espacio para lo estrictamente indispensable.
Cuando los tractores  avanzan, destruyendo a su paso los sembradíos, graneros y casas de las propiedades embargadas, uno de los arruinados espera con su rifle cargado. Amenaza con matar al tractorista si avanza. El tractorista le recomienda que no diga tonterías, que si lo mata iría a la cárcel y su familia quedaría peor. El granjero reconoce al tractorista, es hijo de un vecino. "Eres uno de los nuestros", le dice, "¿Por qué nos haces esto?" El tractorista responde: "Es mi trabajo. Me pagan por hacerlo. ¿Cree usted que me gusta hacer esto? Yo no soy el responsable de que usted haya perdido su propiedad, pero sí soy el responsable de llevar comida a mi casa." El granjero amenaza entonces con ir a matar al presidente del Banco. El tractorista le aclara: "Y usted cree que a él le agrada hacer esto. Si lo mata, usted irá a la cárcel y ese mismo día el Banco tendrá un nuevo presidente que hará lo que tenga que hacer para mantener su trabajo."
Ese granjero aturdido, confundido, arruinado, con el rifle cargado en sus brazos, dispuesto a matar al responsable  de su tragedia, que se queda con la boca abierta frente a su casa a punto de ser destruida sin saber hacia dónde ni hacia quién apuntar su arma es, para mí, una de las imágenes de esta novela que no olvidaré nunca. Su impotencia ante una realidad que no logra comprender, su sed de venganza imposible de ser saciada, su vida destruida por las reglas de un juego en el que él es solamente un peón, me hizo quedarme, como él, estático y boquiabierto.
El camino a California es largo. El abuelo muere apenas iniciada la travesía y debió ser enterrado al borde del camino. Las provisiones empiezan a escasear. Cuando solamente les quedó un saco de harina y un poco de aceite, se alimentaron de masa frita. La muchacha embarazada, flaca, ojerosa y mal nutrida, acabó dando a luz una mole deforme que nació muerta. 
John Steinbeck.  1902-1968
No se crea, sin embargo, que Las uvas de la ira es un libro en que se explota el dolor de manera morbosa. Nada de eso. La experiencia del viaje se cuenta tal y como fue: difícil y llena de golpes pero, al mismo tiempo, iluminada por la pequeña llamita de la esperanza y amenizada por las risas y los juegos de dos niños que, trepados en lo alto del camión reciben con una sonrisa el golpe del viento en sus caritas sucias.
La novela está llena de pasajes conmovedores y hermosos. En una cafetería frecuentada por camioneros, el cocinero realiza su trabajo en silencio. Escucha pero no participa en las conversaciones. Sonríe si el chiste es bueno, pero nunca habla. Su esposa es el alma del negocio, coquetea con los camioneros a sabiendas de que ellos nunca se pasarán de la raya. La amena tertulia se interrumpe cuando llega unos de los camiones de inmigrantes. El padre, un viejo sin afeitar vestido con un overall sucio, pide permiso para tomar un poco de agua. La mujer, tras concedérselo, le dice a su marido: "Vigilaré la manguera". Tras refrescarse pasándose por la nuca el pañuelo empapado, el hombre da de beber a sus hijos pequeños y entra de nuevo en el establecimiento. Necesita comprar un pan. La propietaria del negocio le explica que aquello es una cafetería, no una tienda, que el pan es solamente para hacer sandwiches, no para venderlo. El cocinero, que nunca habla, en esta ocasión levanta la voz: "¡Véndele el pan!" Al enterarse del precio, el viejo, que tenía en su mano billetes arrugados y grasientos además de un poco de monedas, le pregunta a la mujer si es posible venderle solo parte del pan, ya que no puede comprarlo todo. El camino a California es largo, faltan muchos días para llegar, deben comprar gasolina y comer todos los de la familia. No pueden gastar mucho. De nuevo el cocinero grita: "¡Dáselo!" Al pagar, una moneda de un centavo cae en el mostrador. El hombre la toma en su mano y, justo cuando la iba a guardar, se percata que sus dos hijos miran con la boca abierta un frasco lleno de caramelos. Tras reflexionar un momento, como si estuviera sopesando los pros y los contras de una gran decisión, pregunta: "¿Por casualidad esos caramelos valen un centavo?"  "No", responde la mujer, "son a dos por centavo." 
El hombre compró los caramelos para sus hijos y, con su pan en la mano, dio las gracias y se fue. Cuando se perdió de vista, uno de los parroquianos se dirigió a la dueña del negocio: "Esos caramelos no son a dos por centavo, valen cinco centavos cada uno." La mujer, como única respuesta le soltó: "Y eso, a ti, ¿Qué te importa?"
Ante ese desplante, el cliente paga y se va. Cuando ya iba por la puerta, la mujer le grita: "Espera, se te olvida el cambio". Y el hombre aquel, como si se tratara de una venganza, se marcha diciendo: "Vete al diablo".
Este tipo de solidaridad, sin discursos panfletarios ni sermones melodramáticos, es la que está presente en Las uvas de la ira. De hecho, es un libro en que no hay ira sino, más bien, resignación. Los protagonistas no son víctimas que levantan la voz y el puño en demanda de justicia, son seres humanos fuertes, valientes y solidarios. Cuando la vida nos está moliendo a golpes, es cuando nos percatamos que nuestra fortaleza era mucho mayor de lo que suponíamos. Cuando lo hemos perdido todo y no nos quedan más que las últimas reservas, es cuando resulta más fácil desprenderse de lo material para compartirlo con quienes lo necesitan. Cuando el presente es oscuro, pero se tiene una perspectiva de esperanza, así sea lejana, en el horizonte, es cuando nos atrevemos a correr tras un sueño.
Las uvas de la ira es un libro doloroso y esperanzador a un mismo tiempo. Solo hubo, en todo el texto, una línea, de apenas tres palabras, que me sacó las lágrimas. Era tanto lo que habían sufrido que ya su ánimo había echado callos. No es lo mismo que la desventura golpee, una única vez, a alguien que lleva una vida cómoda y segura, a que se ensañe en acribillar a quien, por propia experiencia, sabe que lo más probable es que después de una tragedia, venga otra peor. Acostumbrarse a sufrir al menos tiene la ventaja de que cada nueva herida duele menos. Después de todo lo que pasaron, los niños se acercan a su padre para comunicarle, una vez más, malas noticias. El padre, que descubre en sus rostros que algo malo había pasado, simplemente pregunta: "¿Y ahora qué?"
Esas tres palabras, "¿Y ahora qué?" fueron las que me sacaron las lágrimas. No por lástima sino por admiración. 

INSC: 0472
Las uvas de la ira, de John Steinbeck, novela publicada en 1939 es una obra
maestra de la literatura. Las uvas de la ira, la película de John Ford, estrenada
en 1940, es una obra maestra del cine.


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