Te acordás hermano. Joaquín Gutiérrez, Editorial Costa Rica, 1982. |
Todo escritor joven debería leer esta novela. Pedro Ignacio, un joven que a duras penas se gana la vida, además de la lucha, bastante dura, por la subsistencia, saca tiempo para departir con sus amigos y para escribir cuentos. Una tarde cualquiera, al entrar a la habitación alquilada en donde vive, lo recibe una humareda apestosa. Tras abrir la ventana descubre, sentado en la cama, a un personaje extraño, que nunca había visto antes. "¿Cómo entró?" le pregunta, pero el personaje aquel, de cuya pipa había salido el humarascal que hacía el aire de la habitación casi irrespirable, sin responderle, simplemente se presenta como "El Marqués" y le explica que el motivo de su visita es tenía curiosidad por sus cuentos.
A Pedro Ignacio lo halagó que alguien estuviera interesado en su incipiente y totalmente inédita obra literaria, pero seguía molestándole que un perfecto desconocido hubiera entrado a su pieza sin permiso.
El marqués se negaba a dar explicaciones y le insistía Pedro Ignacio que le leyera sus cuentos. "No te la pierdas", le dijo.
"¿Qué cosa?" replicó Pedro Ignacio.
"La crítica que te voy a hacer", contestó El Marqués, apurándolo a empezar de una vez.
Pudo más la vanidad que el asombro. Pedro Ignacio comenzó a leer uno de sus cuentos mientras El marqués fumaba con la vista fija en el cielo raso. Lo interrumpió cuando una palabra no le pareció apropiada. En un cuento, un cazador le dispara a una garza que iba volando y la garza "cayó" del cielo. El verbo, en opinión del Marqués, era inapropiado por seco, por carente de emoción. Tras pensarlo unos instantes, exclamó victorioso: "La garza se desgajó del cielo". Se desgaja algo vivo, una rama o un brazo, y lo que se desgaja muere. La garza herida no podía solamente haber caído. Utilizar el verbo caer, en este caso, se le podría perdonar a un redactor, a un cronista, pero no a un literato.
El Marqués le soltó una pequeña cátedra sobre el arte de escribir que merece ser transcrita:
Escucha: Para hacer un cuento, tú, o yo, o Chejov, o quien sea, solo contamos con tres o cuatro mil palabras. No nos dan más. Y con ese puñado nos obligan a crear seres vivos, urdir una intriga, ambientarlos y más encima estrujarle el corazón al lector. Es un lector que nos leerá en la peluquería, o cagado de sueño antes de dormirse, pero esa impresión le debe durar por lo menos un día. O un año. O mil, si acaso somos geniales. Por eso no podemos darnos el lujo de derrochar, de desperdiciar ni una sola palabra. Cada una debe ser de terciopelo o de cuero de culebra; vibrar, vociferar o susurrar. Además, deben amarse todas entre sí, como en una colmena; besarse, arder juntas. ¿Me estás oyendo? Porque solo así lograremos meterle al lector una brasa en el pecho, dejarle una cicatriz permanente, quemarle algunas neuronas. ¡Joderlo!
Además, detrás de cada palabra debe estar la vida acechando. Y el lector debe sentir de algún modo eso: que detrás de cada palabra está palpitante la vida. ¿Está claro? ¿Entendiste? Pues ojalá. Ojalá porque hay boludos que escriben cincuenta años y se mueren sin haberlo entendido nunca.
El Marqués llegó a la vida de Pedro Ignacio como un gato que se le enredó en las piernas en medio de un pleito de perros. Además de su lector más fiel más atento y su crítico más implacable, se convirtió en su amigo. Era un fastidio, pero un fastidio que llegó para quedarse. Todo en su vida era un misterio. Pedro Ignacio ni siquiera logró averiguar su nombre y al absurdo de su figura, debía sumarle el absurdo de llamar Marqués a un vago que no nunca tenía un centavo encima, que se vestía de harapos, comía por cuenta ajena y no se le conocía domicilio alguno. De su historia, solo circulaban fragmentos tan inversosímiles que no eran dignos de ser tomados en serio.
Pero en Te acordás hermano, hay mucho más que la amistad entre Pedro Ignacio y el Marqués. La novela, ambientada en Chile en tiempos del dictador Gabriel González Videla nos permite conocer a una pléyade de jóvenes idealistas, soñadores, comprometidos con el arte y con el desarrollo social que, aunque no tenían mayores recursos materiales, disfrutaban de la vida como si fuera una fiesta porque, jóvenes al fin, la alegría los desbordaba, el mundo mejor con el que soñaban lo creían posible y tenían todo el futuro por delante.
Uno de los momentos de la novela que más disfruto al repasarla, es la fiesta en casa de una viuda excéntrica. Aquella señora era tan aficionada a amontonar objetos extraños que los invitados solían permanecer inmóviles en los sillones ya que el ambiente saturado los hacía temer que si estiraban las piernas inevitablemente acabarían botando algo. Los jóvenes de la pandilla se acomodan donde pueden, se sientan en el piso y celebran con una ovación el sonido de cada corcho que sale disparado de la botella. El marido de la anfitriona había muerto asesinado y, presidiendo aquel salón colmado de cosas raras, estaba el corazón de su difunto marido dentro de un frasco de alcohol. La fiesta se extendió tanto y fue tan alegre, que estuvieron a punto de beberse hasta el alcohol del frasco.
No me sorprendería que aquella fiesta, aquella viuda y aquella sala, no hayan salido de la imaginación de don Joaquín, sino de su experiencia. El tiempo que vivió en Chile, don Joaquín se hospedó en la casa de doña Margarita Aguilar Machado, costarricense, bastante excéntrica, viuda del poeta peruano José Santos Chocano, quien murió asesinado.
Volviendo al Marqués, de la misma forma en que se introdujo en la vida de Pedro Ignacio hasta el punto de ser parte integral de ella, su figura, ridícula y solemne, tan digna de admiración como de lástima, se va introduciendo en los sentimientos del lector. Cuando le llegaron a avisar que había recibido una herencia, el Marqués, que pasaba hambre con frecuencia, despidió a los emisarios con un desplante. Cuando, por una vez en su vida, el Marqués abandona su actitud de superioridad y se lamenta por lo que sufre, al final del discurso sale corriendo por la calle. Como todo en él, su carrera fue absurda, corría como alguien que no hubiera corrido nunca en su vida. Cuando asiste al velorio de Luchito, los amigos se indignan al notar que el Marqués llevaba puesto el abrigo del difunto, robado de su armario. "Lo que les molesta es que todos lo pensaron, pero yo lo hice", se justificó. Para ver mejor al muerto, se alumbró con una vela arrancada del candelabro que acabó chorreando sobre el cadáver. Aquel velorio, como todas las aventuras de la pandilla, fue memorable. Para evitar dormirse, mientras esperaban que amaneciera, jugaron un partido de fútbol en el callejón. Partieron al cementerio en tres taxis. Sobre el techo del primero iba, amarrado, el ataúd de Luchito. Los peatones se volvían a mirarlo. Aquel cortejo fúnebre les parecía tan pobre, tan triste, tan estrafalario.
Las conversaciones sobre la vida, el arte y la literatura que sostenían el Marqués y Pedro Ignacio se asemejan, en la profundidad de su sabiduría, a las de los filósofos griegos pero les ganan en humor, alegría y sarcasmo. Pedro Ignacio y el Marqués se habían conocido en mayo. En el funeral de Luchito, el enero siguiente, fue la última vez que hablaron. Al despedirse, el Marqués le dijo al oído a Pedro Ignacio: "Si quieres, úsame como personaje." Era lo único en su vida que podía regalar. El lector más atento y el crítico más severo de un escritor, acabaría convirtiéndose en uno de los personajes de sus obras.
Escribir una novela, más que contar historias, es crear personajes. Esto me lo dijo el propio don Joaquín Gutiérrez. Cuando lo escuché, recordé inmediatamente al Marqués y, en mi ingenuidad, le pregunté: "Don Joaquín, ¿cómo hizo usted para crear un personaje tan maravilloso como el Marqués?"
Don Joaquín después de suspirar hondo me respondió: "A un personaje como el Marqués no hay escritor que pueda crearlo." Y tras unos segundos de silencio, como si me contara un secreto agregó: "El marqués existió."
INSC: 1997
No hay comentarios.:
Publicar un comentario