Para qué tractores sin violines. Guido Sáenz. Costa Rica, 2012 |
En 1941, por iniciativa de la entonces Primera Dama Yvonne Clays Spoelders, se fundó
la Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica. Sin embargo, ser músico, en la
Costa Rica de los años cuarenta, no era precisamente una carrera profesional.
Los músicos de entonces habían medio aprendido a tocar un instrumento en clases
informales y el nivel de ejecución era todo menos exigente. Sus condiciones de
vida eran modestas. Daban clases en escuelas, tocaban en misas, funerales y
rezos y amenizaban una que otra fiesta.
A pesar de lo
poco prometedor de la carrera, el joven Guido Sáenz, apenas terminó sus
estudios de bachillerato en el Colegio Seminario, decidió dedicarse a la música.
Su padre, don Adolfo, haciendo un gran esfuerzo, lo envió a Boston a estudiar
piano. Allá, en Massachusetts, don Guido
conoció la excelencia. Sus compañeros ensayaban horas y horas los mismos
acordes hasta dominarlos plenamente, los profesores eran implacables y la competencia feroz. La mediocridad, el
conformismo y el camino fácil no tenían cabida en aquel ambiente. En la música
profesional no hay lugar para el término medio.
Cuando regresó a
Costa Rica, el nivel de la orquesta sinfónica le lastimaba tanto los oídos como
el orgullo y se puso la meta de hacer algo en cuanto tuviera oportunidad. La
oportunidad llegó en 1970, cuando el presidente José Figueres lo nombró en la Junta
Directiva de la Sinfónica, primero, y viceministro de cultura, después.
Los músicos de la
sinfónica se alarmaron al punto de publicar manifiestos en la prensa
advirtiendo que “el mayor enemigo” de la sinfónica había tomado las riendas.
Sabían, y estaban en lo cierto, que don Guido iba a hacer algo y algo grande
además.
Don Guido fue
honesto desde el inicio. En su opinión, la sinfónica era insalvable. Proponía
despedir a todos los músicos. Los que quisieran continuar, deberían someterse a
pruebas para ser recontratados y, luego, llenar los puestos que quedaran vacantes con
músicos extranjeros que servirían además como profesores para las futuras
generaciones.
Los músicos
rechazaron el plan y recalcaron el hecho de que ensayaban pocas horas porque tenían
sueldos muy bajos. ¿Habría solucionado la situación pagarles más y que ensayaran
más horas? Cada reunión era más tensa que la anterior. Don Guido sostenía que
el despido general era la salida más digna para evitar una humillante destitución
individual pero, como no logró que aceptaran su propuesta, treinta y un músicos, incluyendo el director,
recibieron su carta de despido y solamente dieciséis conservaron su puesto.
La decisión generó un escándalo en la prensa en que tomaron parte diversas organizaciones sindicales y hasta el propio Ministerio de Trabajo. Se exigía revocar la decisión. En una amarga reunión con los despedidos, don Guido estuvo a punto de flaquear. Se dio cuenta de que, para ellos, formar parte de la Sinfónica tenía un valor en sus vidas más grande de lo que él se hubiera podido imaginar. “Estoy creando víctimas de una situación de la cual ellos no tienen la culpa”, se dijo. Pero, a pesar del drama humano que lo angustiaba, don Guido comprendió que aquellos músicos, inevitablemente, debían ser el precio de la transformación y él, también inevitablemente, debía hacer el papel del malo de la película. En los artículos de la prensa, nadie entendía cómo don Guido podía “hacerles eso” a los viejos artistas costarricenses.
Al ser consultado sobre el asunto, el Presidente de la República, don Pepe Figueres, escuetamente dijo: “Don Guido es la máxima autoridad en materia de música en el país. Lo que él haga está bien hecho”. El propio don Pepe le diría más tarde a don Guido: “No le voy a echar una mano, sino las dos.”
Con el
incondicional apoyo del presidente, se contrató un nuevo director, Gerald
Brown, se trajeron músicos muy bien seleccionados de distintos países y se
compraron los instrumentos para iniciar el programa juvenil.
La noche del
primer concierto de la nueva sinfónica, desde el gallinero del teatro, los
músicos marginados lanzaron papeles que decían, entre otras cosas: “…esta nueva
orquesta se ha formado sobre el dolor y la angustia de muchos hogares… se han
hecho –dicen sus autores- para dignificar la profesión, humillando a treinta y
un músicos.”
Cuando llegaron
los nuevos instrumentos, entre los que había unos que parecían de juguete, por
ser del tamaño adecuado para que los manipularan niños de corta edad, se puso
un pequeño aviso en el periódico invitando a los padres de familia a que
matricularan a sus hijos en el programa juvenil. La fila para las audiciones
llegó a ser de tres cuadras. Se evaluaban su oído y sus aptitudes y los maestros
descubrieron, en las maratónicas horas de audiciones, que talento sobraba.
Había que asignarles, de acuerdo con su habilidad, un instrumento. Situación
difícil porque, según cuenta don Guido, en una orquesta sinfónica más de la
mitad de los instrumentos son de cuerda y todos los chiquillos pedían una
corneta. El director Brown y los
maestros internacionales, cobraban su sueldo por tocar en la Sinfónica Nacional
y daban clases ad honorem en el programa juvenil. Pocos años después, en 1978,
la Orquesta Sinfónica Juvenil de Costa Rica se presentó en Washington D.C.,
tocó ante el presidente Carter en la Casa Blanca, en la sede de la ONU en New
York y en Baltimore, Maryland y cosechó aplausos ante un público que solo
aplaude la excelencia.
Fue en un discurso
improvisado, pronunciado el 26 de julio de 1972 ante los niños que recibían su
instrumento musical, que el presidente Figueres soltó la frase, que acabaría
siendo célebre, de “¿Para qué tractores sin violines?” En Costa Rica había
muchas tareas pendientes. Industrializar la agricultura era una de ellas. Había
que cambiar las palas por el tractor. Sin embargo, decía don Pepe, además de
procurar la riqueza y la abundancia, tenemos que preguntarnos qué clase de
sociedad seremos cuando hayamos dejado la pobreza atrás. Tan importante es, para el desarrollo de Costa
Rica, la importación de tractores, como la importación de violines.
El 1 de mayo de 1973, en su discurso de informe de labores ante
la Asamblea Legislativa, don Pepe amplió el concepto. Manifestó que antes solo
le preocupaba la pobreza y luego empezaron a preocuparle tanto la pobreza como
la riqueza. Manifestó su confianza en que la injusta distribución del ingreso
sería superada, pero al mismo tiempo externó su preocupación de que a la larga
pudiéramos llegar a ser un pueblo rico, pero inculto. El esfuerzo por elevar el
nivel cultural es tan prioritario como el de elevar el nivel material.
Hoy, tantos años
después de aquellas palabras, Costa Rica sigue con tareas pendientes en muchos
aspectos. Sin embargo, gracias al impresionante y ya legendario esfuerzo de don
Pepe y don Guido, la música no es uno de ellos. En Costa Rica, no solo la
Orquesta Sinfónica Nacional y la Juvenil son de un altísimo nivel, sino que los
cientos de jóvenes que han recibido formación profesional en sus programas y
han optado por el jazz, la música bailable, las baladas populares o cualquier
otro género, tienen claro que la mediocridad no tiene cabida en la carrera de un músico, que el público es
exigente y que en la competencia feroz solamente se impone la calidad. Los
ticos nos quejamos de todo y lo criticamos todo, excepto nuestro nivel musical,
que sabemos que es alto. Los favores se devuelven y hoy muchos de los niños que
recibieron clases de maestros de distintas nacionalidades, se encuentran
repartidos alrededor del mundo como solistas, directores o profesores.
Don Guido Sáenz
ha realizado grandes obras por la cultura en Costa Rica. El parque de la
Sabana, el parque de la Paz, el Teatro Melico Salazar, el Museo de Arte
Costarricense, la Plaza de la Cultura, el rescate de la Aduana, pero todas esas
son obras de infraestructura, en que su lucha se centró contra una burocracia
que no estaba habituada a trabajar a su ritmo.
En el caso de la
reorganización de la Sinfónica, la lucha fue un drama humano y doloroso.
Incluso satisfecho por los logros, a don Guido no deja de dolerle el
sufrimiento de aquellas víctimas no culpables de un proceso inevitable. En
homenaje a los músicos que se quedaron en el camino, don Guido escribió una
conmovedora pieza teatral titulada La
llamada del tiempo, que fue estrenada en 1989, galardonada con el Premio
Nacional a la mejor obra dramática de ese año y publicada en 1992.
Para qué tractores sin violines, el libro en que don Guido cuenta toda la
aventura que fue replantear la sinfónica en aras de lograr la excelencia, fue
publicado por la Editorial Costa Rica en 1982. Una segunda edición de este
libro, en 2012, fue publicada y financiada personalmente por don Guido, quien
entregó el tiraje íntegro a la Orquesta Sinfónica para que, con su venta,
obtuviera algunos recursos para cubrir esas necesidades que nunca faltan.
Vale la pena que
este libro se repase para que tengamos claro que las cosas no se hacen solas,
que si se quiere alcanzar un alto nivel se requiere trabajo, voluntad, criterio
y, además de los recursos materiales, que siempre son necesarios, en el proceso
habrá que pagar un alto precio de dolor humano, el dolor de sufrir uno mismo y,
en ocasiones inevitablemente, de hacer
sufrir a otros.
Guido Sáenz retratado por Faustino Desinach. |
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