miércoles, 24 de septiembre de 2014

El libro, el Papa y el aplauso.

La sal de la tierra. Peter Seewald. Libros
Palabra, España, 2005.
Gracias a mi buen amigo Joaquín Trigueros León, fui invitado a dictar un pequeño curso en el Centro Universitario Miravalles. Cuando me preguntó si cobraría honorarios, le propuse que me regalaran un libro. El último día del curso, Roy Campos Retana, director del Centro, me obsequió La sal de la tierra,  una larga entrevista que Peter Seewald sostuvo con el cardenal Joseph Ratzinger, por aquel entonces recién electo Papa Benedicto XVI.
La entrevista está muy inteligentemente planteada y prácticamente no deja tema sin tocar. Seewald rompe el hielo con asuntos anecdóticos y pasa luego a preguntarle sobre su vida personal y familiar, su infancia en el campo y su juventud en la Alemania Nazi. Viene luego un repaso por las distintas posiciones que Ratzinger ocupó a lo largo de su carrera en que salta a la vista que el entrevistador se informó a fondo de diversos hechos y procesos relevantes. Luego, se plantean asuntos filosóficos, históricos y teológicos y, finalmente, se cierra con temas polémicos y actuales: divorcio, celibato sacerdotal, eutanasia, aborto, ordenación femenina y otros.
Las respuestas de Ratzinger tenían la extraña combinación de ser amplias y concisas. En cada respuesta explicaba, justificaba, daba algún ejemplo, pero era siempre breve. A veces, brevísimo. ¿Cuántas maneras hay de acercarse a Dios? "Tantas como personas." Una regla de oro en el género de entrevista reza: "si quiere una respuesta concreta, haga una pregunta concreta".
Hay personajes interesantes que son totalmente desperdiciados por entrevistadores improvisados. Hay entrevistadores preparados y profundos a los que el entrevistado no les da la talla. En este caso, tanto Seewald como Ratzinger se lucieron. El ritmo y la fluidez de la conversación mantienen despiertos la atención y el interés. Los temas ligeros se abordan con cierta profundidad de enfoque y los temas complejos se plantean y responden de manera concisa y sintética. Otro punto digno de destacar es la distancia profesional del entrevistador. Las entrevistas (y muy especialmente las entrevistas con cardenales) suelen ser o discusiones hostiles llenas de cuestionamientos planteados de manera agresiva o, en el otro extremo, conversaciones complacientes en que nada se objeta. Seewald plantea sus preguntas respetuosa y claramente, pero también debate, vuelve a preguntar, pide explicaciones y solicita que se amplíe lo que le parece ambiguo. El buen entrevistador, no está solo para sostener la grabadora y digitar luego lo grabado. Debe dominar el tema de la entrevista para poder convertirse en un interlocutor del entrevistado.
Ratzinger es un hombre reservado, especialmente respecto a su propia persona. La insistencia de Seewald lo hace remontarse a su infancia y hasta logra sacarle confesiones simpáticas. Cuando Seewald le pregunta cuándo descubrió su vocación, Ratzinger responde que una vez, cuando vio a un pintor de brocha gorda pintando una pared, muy convencido dijo: "Yo quiero hacer eso cuando sea grande", de manera que su primera vocación fue de pintor de casas. Poco después, llegó el Cardenal Faulhaber de visita pastoral al pueblo y, cuando el niño Ratzinger lo vio encabezar la procesión dijo: "Yo quiero hacer eso cuando sea grande". Era un niño impresionable que, apenas aprendió a leer y escribir, empezó a hacerle poemas a todas las cosas que veía, a lo cotidiano, a la naturaleza, al clima. 
Seemwald sabe ir al grano sin rodeos y Ratzinger sabe responder a cabalidad en pocas palabras. Pregunta directa y respuesta franca. ¿Tuvo novia? "Nunca pensé en formar una familia pero naturalmente tuve... mis amistades." ¿Formó parte de las juventudes hitlerianas? "Yo no. Mi hermano sí."
Al igual que todos los jóvenes (y hasta niños) alemanes, tuvo que servir en el ejército al final de la guerra. Con solo dieciséis años de edad lo reclutaron y lo asignaron a un equipo de batería antiaérea en el sur. Su unidad fue capturada por tropas aliadas y junto con los demás soldados fue recluido en un campo de prisioneros que más parecía un patio de secundaria porque todos eran muchachitos imberbes. No tenían radio ni periódicos y la única información de que disponían eran los rumores. El que más los asustaba, y circulaba mucho por entonces, era que apenas cayera la Alemania nazi, los ingleses y los americanos los iban a reclutar a ellos, los soldados alemanes, para seguir la guerra contra Rusia.
Terminada la guerra, Ratzinger se ordenó sacerdote, estudió Teología y Filosofía, llegó a ser catedrático de importantes universidades, arzobispo y cardenal de Munich (sucesor del Faulhaber que visitó su pueblo y que, además fue quien lo ordenó) y, finalmente Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, la máxima institución teológica de la Iglesia, encargada ni más ni menos que de definir la ortodoxia.
Cuando Seewald le pregunta si le ha fascinado el hecho de haber llegado a ser tan influyente, Ratzinger responde: "Más bien me asusta... aunque colaborar y ayudar todo lo posible... poner a disposición de servir todo lo yo sea capaz de hacer, es algo que siempre me ha motivado mucho".
La respuesta es reveladora, porque remite a sus palabras desde el balcón de la basílica apenas fue electo Papa: "Me han electo a mí, un humilde trabajador en la viña del Señor".
Hay quienes dicen que la elección de Ratzinger fue una decisión algo extraña. Un hombre de edad avanzada, serio, callado, reservado, tímido, cuyos placeres predilectos son leer tratados de filosofía, teología e historia, escuchar y tocar al piano música clásica, rezar el breviario y vivir acompañado de gatos, no era la persona idónea para ocupar el papado, especialmente con la idea de papado que había dejado el largo y sonado periodo de Juan Pablo II.
Ratzinger, excelente profesor y escritor, brillante a la hora de responder entrevistas, no lograba entrar en sintonía con la multitud. De ánimo sereno y personalidad discreta, parecía contrariado (y hasta un poco asustado) ante las muestras de entusiasmo desbordado y ruidoso. 
El pontificado de Ratzinger, sin embargo, fue valioso. Devolvió la mesura y la solemnidad a las ceremonias, definió y aclaró conceptos fundamentales y, lo más importante, puso orden en la casa. A Juan Pablo II, permanentemente en gira primero, y seriamente enfermo después, se le habían acumulado asuntos que requerían una respuesta urgente. Ratzinger estaba al tanto, puesto que era él quien llevaba los expedientes, algunos ya gruesos y viejos, y todos muy serios. 
Aunque para los entendidos Benedicto era un papa sabio, preparado, eficiente, trabajador y decidido, al gran público no dejaba de parecerle un papa desabrido y seco. Aunque todos sabemos que las apariencias engañan, no dejan de ser importantes. El aspecto de Benedicto no acababa de parecer el de un papa.
Echémonos atrás medio siglo. Pío XII, el Pastor Angelicus, parecía casi una criatura celestial de visita en la tierra. Asceta, místico, solitario, reservado, cortés pero distante. Delgado, alto, pálido, majestuoso. Lo sucedió Juan XXIII, sencillo, natural, jovial. Vino luego Pablo VI, de aspecto y pensamiento dramático y profundo, que hablaba y escribía como un elevado poeta. Después, el breve encanto de Juan Pablo I y su contagiosa sonrisa y, luego, ese torbellino que se llamó Juan Pablo II, el papa vedette, estrella mediática y convocador de multitudes cuyo One man show se mantuvo en gira mundial ininterrumpida. Wojtyla, que fue actor en su juventud, hizo de su vida, y hasta de su muerte, un espectáculo masivo.
Benedicto XVI, en su última misa como
papa, escucha el aplauso tras la homilía.
Benedicto no tenía ni el aura de misterio de Pío XII, ni la calidez de Juan XXIII, ni la imagen sublime de Pablo VI, ni el encanto de Juan Pablo I, ni la vocación por los reflectores de Juan Pablo II. Para acabar de hacerla, fue sucedido por el simpático y sencillo Francisco.
A los ochenta y cinco años, Benedicto decidió retirarse, no solo del papado, sino del mundo. El miércoles de ceniza del 2013 celebraría su última misa como papa y pasaría luego a vivir el tiempo que le quedara en una casa con su hermano, sus libros, sus gatos y su piano.
Por tratarse de su última celebración solemne como papa, tras la homilía, los asistentes rompieron en un prolongado aplauso cuyo sonido aumentaba en intensidad a cada segundo. Las cámaras de televisión se enfocaron en el rostro del papa para capturar alguna reacción, una sonrisa, un gesto, tal vez una lágrima. Pero en el rostro del papa no había ninguna reacción. Era un rostro totalmente neutro. El aplauso no lo sorprendió, ni lo alegró, ni lo halagó, ni tampoco lo molestó ni le incomodó. Los cardenales, los acólitos y hasta los guardias, tragaban grueso y tenían ojos brillantes; los más entusiastas de las bancas gritaban vivas, la intensidad del aplauso crecía como una lluvia que arrecia, pero el rostro del papa seguía inmutable, inexpresivo. Pensándolo un poco, es explicable. A un hombre de su edad, de su cultura, de su inteligencia, de su espiritualidad y de su experiencia ¿qué va a importarle un aplauso?
Cuando parecía que el aplauso no iba a terminar nunca, el papa Benedicto lo hizo callar en un segundo. Se acercó al micrófono y dijo: "Gracias. Continuemos con la misa."
INSC: 1953

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