Mitomanías. Rodrigo Soto. EUNED. Costa Rica. 2002. |
La serenidad en que parece desarrollarse la vida de los protagonistas es rota de repente por una tragedia imprevista, tan sorpresiva que no deja espacio a la reacción.
El narrador no se concentra en la descripción de detalles ni emociones, sino que, tranquilamente y con la mayor naturalidad, se limita a relatar hechos y consignar diálogos.
Una niña recuerda lo doloroso que fue abandonar su casa tras el suicidio del abuelo quien, contrariado por apuros económicos, un día apareció colgado en su dormitorio. Además del abuelo, perdieron la casa llena de recuerdos y debieron trasladarse a una zona rural, lejos del barrio de la infancia. Muchos años después, ya casada y envuelta en la vida nómada de las familias pobres, siempre en busca de un alquiler más barato, su marido le anuncia que se mudarán a un cuartito de una vieja casona. El día de la mudanza, la niña convertida en señora se lleva la sorpresa de que va a vivir en la misma casa de su infancia, cuyos cuartos están convertidos ahora en apartamentos donde se apretujan familias numerosas de escasos recursos. No resiste la tentación de asomarse al cuarto del abuelo y descubre, en medio del tumulto de chunches de los actuales habitantes, que la soga continúa colgando de una viga del techo y, sin haberla siquiera notado, hay unniño jugando debajo.
Un trabajador recuerda con admiración y cariño a un hombre de espíritu libre que quién sabe por qué extrañas circunstancias acabó siendo compañero suyo en el taller. Melenudo y ajeno a todo convencionalismo, era un hombre que soñaba con alejarse de las máquinas y vivir en libertad lo más cerca posible de la naturaleza. Sus compañeros no lo comprendían, ya que ellos eran más bien hijos de campesinos que nacieron y crecieron al lado de la tierra pero que, a diferencia del melenudo, creían que vivir en la ciudad y trabajar con máquinas era el primer paso hacia una vida mejor. Pese a tener aspiraciones y visiones de mundo distintas, los operarios lo admiraban y, con frecuencia, hasta le hacían rueda para oírlo hablar de sus ideas y andanzas. El taller no era lugar para él. Todos sabían que no le gustaba estar allí y cuando empezó a trabajar horas extras, todos supieron que lo hacía solamente para juntar el dinero que le permitiera adelantar su marcharse tras sus sueños. Nunca lo pudo hacer porque una noche, mientras trabajaba completamente solo, el torno atrapó su melena y al día siguiente sus compañeros comprendieron que su agonía fue breve, apenas tan larga como su cabello.
Más adelante encontramos cuentos de bebés que, tras su nacimiento, en vez de acabar en una cuna llena de almohadas, terminaron en un frasco con alcohol; crímenes pasionales absolutamente inevitables porque, ante el estado de las cosas, si él no la mataba a ella, ella lo mataba a él y reflexiones nihilistas de fuerte sabor amargo.
Lo dicho: Mitomanías es un libro de cuentos lleno de dolor, de tono trágico, en que la muerte es protagonista principal. Sin embargo, el manejo que Soto le dio a las narraciones, evitó que cayeran en lo morboso o lo grotesco.
Con una prosa de gran sobriedad, ajena a cualquier pretensión grandilocuente, el autor supo dosificar acertadamente los silencios. A pesar de lo terrible de los temas que trata, Soto supo qué tenía que decir y qué tenía que callar para poder invitar al lector a observar, más que el acontecimiento mismo, el trasfondo emocional y vital en que ocurrió.
Pero no todo se va en recuento de desgracias. Un par de relatos son de construcción más experimental y acaban en reflexiones tal vez demasiado extensas y divagatorias en las que, curiosamente, es donde queda en evidencia la juventud e inexperiencia del autor. Aunque hay quienes admiran a Rodrigo Soto precisamente por sus incursiones en la prosa poética, al menos en Mitomanías resulta claro que los mayores aciertos se pueden hallar en los cuentos de factura convencional.
Particularmente dignos de mención resultan los siete cuentos brevísimos que, recogidos bajo el título de Microcosmos cierran el libro. Comprimidos a la mínima expresión, aparecen allí, entre otras cosas, la tragedia que significa la muerte del perro de un ciego, la verdadera razón de sacrificio de Juan Santamaría y y una broma de mal gusto que la dura realidad vengó después.
En el terreno de la brevedad es, por cierto, donde Rodrigo Soto muestra más vivamente la habilidad de su pluma. En el relato corto, más que en el extenso, es también donde este escritor ha cosechado sus mayores triunfos de crítica y de público.
Publicado en 1982, cuando el autor solamente tenía veinte años de edad, Mitomanías fue su primer libro. Tras varios años de silencio, Soto publicó después los libros de cuentos Dicen que los monos éramos felices (1996) y Figuras en el espejo (2001), así como las novelas La estrategia de la araña y Mundicia y el libro de poemas La muerte lleva anteojos.
En Costa Rica, publicar un libro es toda una odisea pero, bien que mal, es un logro que no está pegado al cielo. Para que aparezca la segunda edición de un libro, hay que esperar sentado. Mitomanías fue reeditado en el 2002, veinte años después de su aparición y es, hasta el momento, el único libro de Rodrigo Soto con segunda edición.
El libro viene con un acertado prólogo de Alfonso Chacón. No sé si es el mismo que se consigna como encargado de la revisión de pruebas. De tratarse de la misma persona, es evidente que hizo mucho mejor trabajo como prologuista que como corrector, puesto que el libro viene con cierto número de erratas, un par de ellas bastante divertidas.
El libro viene con un acertado prólogo de Alfonso Chacón. No sé si es el mismo que se consigna como encargado de la revisión de pruebas. De tratarse de la misma persona, es evidente que hizo mucho mejor trabajo como prologuista que como corrector, puesto que el libro viene con cierto número de erratas, un par de ellas bastante divertidas.
INSC: 1542
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