La ciudad de los monos. Iván Molina. EUNA EUCR. Costa Rica, 2001. |
Arrancó como un debate entre el párroco local, don Rosendo de Jesús Valenciano, y el director del liceo, don Roberto Brenes Mesén. Luego empezaron a circular panfletos anónimos de ambos bandos. Varios intelectuales comentaron el asunto en periódicos de circulación nacional. Empezaron los insultos y ataques personales. La polémica fue subiendo de tono y cambiando de tema. De la teoría de la evolución se fue pasando a la práctica religiosa, la conducta del clero, el patriotismo de los intelectuales radicales, los impuestos a las compañías extranjeras y cualquier otra cosa que se pusiera por delante. El intercambio de opiniones, réplicas y contraréplicas, tardó más de un año antes de empezar a diluirse.
Aún hoy, ocurre que líderes religiosos y profesores de ciencias discuten sobre si debe enseñarse en las aulas que Dios modeló al hombre con sus manos del barro o si el ser humano evolucionó a partir de otras especies. Esa discusión, hoy, es poco frecuente y solo ocurre en algunos sitios. Hace cien años, la misma discusión estaba encendida en todas partes y a todo momento. En muchísimos sitios alrededor del mundo ocurrió lo mismo que pasó en la tranquila provincia de Heredia. El historiador Iván Molina investigó este caso particular en Costa Rica y escribió el libro La ciudad de los monos. A esta obra hay que agradecerle, además de haber rescatado un episodio poco conocido de nuestra historia, el brindarnos la oportunidad de reflexionar acerca de una actitud intolerante y un modo particular de hacer polémica que, tal parece, no ha cambiado mucho en más de un siglo.
Lo de la clase de ciencias fue solo el detonante. La Iglesia Católica llevaba más de veinte años enfrentada con la educación pública. En 1884, el presidente Próspero Fernández, además de haber expulsado al obispo Thiel y a los jesuitas, había prohibido las órdenes religiosas, había introducido el matrimonio civil y el divorcio y había secularizado los cementerios y la enseñanza. La Iglesia, golpeada con esas disposiciones, se mantenía a la defensiva frente a las instituciones del Estado, a las que consideraba hostiles.
Por otra parte, al asumir la dirección del Liceo de Heredia, Roberto Brenes Mesén, que era masón y aficionado a las sesiones espiritistas, había sido recibido con sospechas por parte de los católicos heredianos.
Dos semanas después de la clase del profesor Orozco, el padre Rosendo de Jesús Valenciano denunció, en un periódico católico, que en el Liceo se enseñaba que el hombre descendía del mono y, por medio de unas Cartas a una señorita colegiala, invitaba a las muchachas a refutar esa enseñanza. El artículo venía con la chanita de mentar a un "chilenoide" y, como tanto el profesor como el director del Liceo habían estudiado en Chile, se sintieron aludidos.
El libro recoge los distintos momentos que atravesó la polémica, pero más allá de los argumentos esgrimidos y las firmas que los suscribieron, llama la atención las armas que utilizaron.
La alusión personal estuvo presente desde el inicio. Lo primero que se desató, como era de esperarse en un pueblo chico e infierno grande, fue una guerra de chismes. Se dijo que en Liceo se proferían inmoralidades en clase. Una familia sacó a su hija de la institución porque le hablaron de amor libre. Un profesor varón tuvo la osadía de explicar, frente a las señoritas, lo antihigiénico que resultaba el uso de corsé.
El humor y el uso de anónimos no tardó en aparecer. Primero circuló una hoja suelta con el título de Viva Heredia, firmada por "Eduardo Chimpancé", en la que, unos versos con rima, hacían burla de los católicos heredianos. La respuesta no se hizo esperar y, firmadas por "Monillo Tití", aparecieron otras rimas contra el Liceo. Se desató una guerra de panfletos con ataques cada vez más frontales.
Como en toda polémica tica, llegó el momento de poner a asolear los chuicas sucios. Se mencionaron prácticas indecorosas de los sacerdotes que iban, desde avances sexuales con hombres y mujeres, hasta malos manejos de dinero. Los curas devolvieron las pedradas con buena puntería. En este punto, ya nadie se acordaba de la clase de ciencias. La polémica, que había llegado a los periódicos, se ocupaba en calificar a los clérigos o a los profesores (dependiendo del bando de quien escribiera), como unos monstruos perversos e inmorales que solo hacen daño a la sociedad.
En la mejor tradición inquisitorial, se prendieron hogueras en las puertas de los templos para arrojar al fuego las publicaciones del enemigo. Brenes Mesén, mientras tanto, no tenía fuego en su casa porque los católicos campesinos se negaban a venderle leña. Su esposa tenía que recurrir a sus amistades para que le compraran el diario en el mercado.
Alguien señalaría en un artículo que todo ese debate no era más que una cortina de humo deliberadamente provocada para distraer la atención de asuntos realmente importantes, como la situación de la Compañía bananera y la Northern. Al que insinuó semejante complot, también le llovió.
En el libro hay dos figuras principales: Brenes Mesén y el padre Valenciano. La imagen que queda de ambos, no es muy favorable. Ambos tenían en común una actitud autoritaria, intransigente y llena de prejuicios. Ambos, además, estaban equivocados.
Hoy, un siglo después, los aficionados a la historia de Costa Rica sabemos que Brenes Mesén no era un monstruo inmoral satánico que quería destruir la moralidad de la juventud, como creía el padre Valenciano. Hoy sabemos que Brenes Mesén era un intelectual seriamente preocupado por el desarrollo del país y, paradójicamente, tenía ideas muy conservadoras.
Hoy, un siglo después, los aficionados a la historia de Costa Rica sabemos que el padre Valenciano no era un inquisidor oscurantista y medieval enemigo de la ciencia, como creía Brenes Mesén. Hoy sabemos que el padre Valenciano fue un hombre culto, poeta y músico, que trabajó por el bienestar espiritual, educativo y material de las comunidades a su cargo y, paradójicamente, tenía ideas muy progresistas.
Ninguno de los dos pudo ver a quién tenía al frente. Como don Quijote arremetiendo contra los molinos, no lucharon contra un enemigo real, sino imaginario.
La ciudad de los monos muestra claramente cómo los prejuicios nos vendan los ojos.
La lectura del libro, de alguna forma nos remite a polémicas recientes o actuales en las que, pese al alto nivel intelectual de los antagonistas, en vez de un debate de altura, hubo un intercambio de golpes bajos.
Los prejuicios, la intransigencia y la intolerancia siempre echan a perder las discusiones más interesantes y necesarias.
INSC: 1123
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