Una vez, un electricista que llegó a hacer un trabajo a mi casa, tras observar los estantes de libros me preguntó “¿Por qué tiene usted tantos diccionarios?” Yo decidí contestarle dando un rodeo. “Yo tengo muchos diccionarios pero solamente tengo un alicate y un destornillador. Usted, que es electricista, supongo que tiene muchos alicates, muchos destornilladores y, tal vez, solamente un diccionario. Usted ocupa todos sus destornilladores y alicates como yo ocupo todos mis diccionarios por la misma razón: son mis herramientas”.
La respuesta me salió ingeniosa y clara y, durante un tiempo, la consideré acertada. La biblioteca que he ido reuniendo es mi caja de herramientas. Es importante mantenerla ordenada porque de nada sirve una herramienta que no se encuentra cuando se necesita. Sin embargo, luego me di cuenta de que la analogía no era del todo exacta. La caja de herramientas es solo parte de la biblioteca.
Dándole vueltas al asunto llegué a la conclusión de que mi biblioteca, como la de cualquier otra persona, está compuesta por cuatro bibliotecas distintas. A saber: La caja de herramientas, el jardín de las delicias, el cofre de tesoros y el polvazal.
En la caja de herramientas están los diccionarios, los libros de referencias, los calendarios históricos, los textos de teoría, la gramática y todos esas obras que sirven para confirmar datos o repasar conceptos. Los libros de la caja de herramientas no se leen con calma, sino que se consultan con prisa. A veces uno los repasa solo por curiosidad, pero no por mucho rato. En la caja de herramientas se busca un libro como quien busca el alicate y, una vez apretada la tuerca, vuelve a su sitio.
Pero no todo en la biblioteca son herramientas de uso práctico. Están también los libros del jardín de las delicias, a los que uno regresa una y otra vez solamente por el placer de sumergirse de nuevo en el mundo fascinante y lleno de sensaciones que encierran. Estos son los libros que se retoman con frecuencia y, a menudo, el deleite de retomarlos hace que se posponga la lectura de nuevas adquisiciones. En cada reencuentro con ellos, uno descubre nuevas sorpresas y, al cerrarlos, no deja de asombrarse al descubrir que, a pesar de haberlos leído tantas veces, su capacidad de conmover y fascinar sigue siendo intensa. No son libros para el trabajo, sino para el descanso y, más que una herramienta útil son una flor perfumada.
Los de la caja de herramientas se consultan frecuentemente por necesidad. Los del jardín de las delicias se releen por placer. Curiosamente, los del cofre de tesoros casi nunca se tocan. Son libros raros, antiguos y, para su dueño, únicos en el mundo. Solamente salen del estante para impresionar a un visitante curioso quien, por lo general, tiene el atrevimiento de querer hojearlos con sus propias manos. En mi cofre particular de tesoros, tengo por ejemplo Memorias de un viaje a Suecia publicado en 1657. Nunca lo he leído porque, ciertamente, más que un libro es un objeto. He leído, por supuesto, Mamita Yunai de Carlos Luis Fallas y Revenar de Max Jiménez, pero los he leído en ediciones recientes. Los ejemplares de la primera edición de ambas obras que tengo en el cofre de tesoros no los toco nunca. En el cofre no hay herramientas ni flores perfumadas, sino joyas. Además de las rarezas inconseguibles que por azares del destino han caído en mis manos, guardo en el cofre de tesoros todos aquellos libros de gran valor sentimental para mí. Allí están los libros de cuentos que me regalaron en mi Primera Comunión, los que he recibido de seres queridos a lo largo de los años y los que tienen una dedicatoria cariñosa del puño y letra del autor que vale más que el libro mismo. Don Joaquín Gutiérrez, por ejemplo, me regaló un ejemplar de Puerto Limón en el que escribió: “A Carlos, con un tirón de orejas, su amigo Joaquín.”
Pero no todo en la biblioteca son herramientas, flores perfumadas y joyas. Las tres categorías juntas están en franca minoría frente al grueso de la colección que, hay que decirlo de una vez, es puro lastre. Mi biblioteca, como la de todos, está compuesta por cantidades de libros que no son útiles, ni placenteros , ni tienen gran valor ni material ni sentimental. Simplemente se han ido acumulando y, sobre ellos y alrededor de ellos, han ido acumulando polvo. Por eso llamo al cuarto grupo el polvazal. Cuando por algún motivo uno tiene que mover un libro del polvazal, es inevitable acabar estornudando ante los años de olvido y abandono. Ante el polvazal, surge siempre la interrogante: ¿Para qué conservo tanta cosa que ni me sirve ni me interesa? ¿Cómo vino esto a parar aquí? El origen del polvazal es misterioso. Uno no recuerda haberlos comprado ni haberlos recibido de regalo pero lo cierto es que ahí están. Acumulando polvo y quitando espacio. Debido a la magnitud del polvazal, todas las bibliotecas son más pequeñas de lo que parecen. Los bibliotecólogos llaman al polvazal “la biblioteca pasiva”. Allí acomodan los libros que nadie solicita. En muchas bibliotecas, las fichas de la pasiva están disponibles, pero los libros están en un cuarto cerrado cuya puerta se abre solo de cuando en cuando para meter más libros destinados al olvido.
La caja de herramientas pertenece al día a día, el jardín de las delicias es el gustico del tiempo de ocio, el cofre de tesoros es el museo, pero el polvazal es el cementerio o, más bien, la morgue.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario