miércoles, 10 de septiembre de 2014

Poesía es más que palabras.

Enigmas de la imperfección. Carlos
Francisco Monge. EUNA Costa Rica 2002.
Casi al finalizar este libro hay un texto titulado "Nuevas instrucciones para escribir un poema", en el que, como si se tratara de una receta de cocina y al estilo de esos colgantes que venden en las tiendas de tarjetas con la fórmula de un hogar feliz o de un romance perfecto, se van citando los ingredientes que hay que ir revolviendo, acompañados de las recomendaciones del caso.
Como es fácil de suponer, el efecto emocional más intenso durante la lectura de esas páginas es la vergüenza ajena. Semejante muestra de candidez, ingenuidad y cursilería resultaría empalagosa hasta en el álbum de una colegiala, pero viniendo de la pluma de un poeta con más de media docena de libros publicados, pone a prueba hasta la más curtida capacidad de asombro. De sobra está decir que en esas "nuevas instrucciones" no hay nada nuevo. Sin embargo, ese penúltimo poema, con su cierre, brinda una clave más que reveladora sobre la concepción de poesía en que se fundamenta esta propuesta.
Luego de indicar que, para escribir un poema, los ingredientes son, entre otros, "un poquitín de tristeza, tres gotas, por si acaso, de alegría, dos chistes, un clavel" y otras cositas lindas por el estilo, el texto cierra de una manera contundente: "No olvidar lo mejor: palabras, palabras y palabras".
Sin detenernos a reflexionar sobre lo inútiles que han sido las campañas de los profesores de español con el fin de evitar que el infinitivo se use como imperativo, estos últimos versos contienen y expresan toda una posición sobre la poesía que valdría la pena cuestionar, discutir y analizar.
¿Serán en realidad las palabras "lo mejor" de un poema? Hay quienes lo creen y todos sabemos lo circulares que son, en poesía, las discusiones sobre forma y contenido. Si Carlos Francisco Monge cree realmente que "lo mejor" de un poema son "palabras, palabras y palabras", eso explica muchísimas cosas, entre ellas, para irnos al otro extremo, el primer poema del libro.
El poemario arranca con un juego de pólvora titulado Icor de la poesía, en que en cada verso todas las palabras que lo componen empiezan con la misma letra. En el primero, todas con la I; en el segundo, con la C; en el tercero con la O, en el cuarto con R y así sigue hasta el verso catorce en que todas las palabras empiezan con la A. Tratándose de una composición de catorce versos, se encuentra dividida, como era de esperarse, en dos cuartetos y dos tercetos. 
La inmensa mayoría de las personas, incluyendo los amantes de la poesía, pierde la costumbre de contar las sílabas de los versos en cuanto termina la secundaria, pero si a alguien se le ocurriera contarlos y es capaz de recordar las sinalefas y demás hierbas aromáticas de que hay que echar mano, se llevaría la predecible sorpresa de descubrir, al final de la suma, que todos los versos tienen once sílabas.
A este poema, para ser un soneto perfecto, solo le faltó la rima consonante, pero bueno, tampoco se puede pedir tanto. Después de todo, estamos en el siglo XXI. ¿O no? El asunto es que cualquiera es capaz de comprender que un poema como este no se escribe de la noche a la mañana, que un esfuerzo así requiere de habilidad, imaginación, tiempo, paciencia y una buena devoción por el oficio. Ante los resultados, sin embargo, más de un lector podría preguntarse si valió la pena tanto derroche de talento. Icor de la poesía es un poema que impresiona pero no conmueve y, ciertamente, abrir un poemario tratando de dejar al lector con la boca abierta es un arma de doble filo. Puede acabar cerrando las puertas de una sensibilidad que, tal vez, de no haber sido expuesta a tanta maroma, estaría más dispuesta a entrar en sintonía con lo que se le ofrece.
Como era de esperarse, el nivel de armazón poético de la primera entrega no se mantiene a lo largo de todas las poco más de noventa páginas del libro. No digamos lograrlo, sino solo proponérselo significaría una faena titánica.
A decir verdad, más bien el Icor de la poesía es el único poema del conjunto que se deja venir con toda la pompa y circunstancia y, con solo dar vuelta a unas cuántas páginas, aparecen los poemas más cándidos y elementales que uno pudiera imaginarse. Para conocer a un narcisista o Instrucciones para desconfiar de la sombra son dos de los más remarcables en este sentido. Como para ir preparándonos para la gran revelación de las últimas páginas ("lo mejor son las palabras"), a mitad del libro están ¿Qué decir de un poema? e Instrucciones para escribir un poema, en los que ya, de alguna forma se vislumbra hacia dónde es que nos dirigimos.
Lo que más incomoda de este libro es su medianía, su tono desabrido, sin misterios y sin impactos. Enigmas de la imperfección es un libro de poesía en voz baja.
Su lectura genera diversas reflexiones. Concentrándonos en dos podríamos, en primer lugar, retomar el asunto del inicio. ¿Son las palabras "lo mejor" de un poema? Sobre este punto, no hace mucho un gran escritor se dejó decir que el oficio de poeta consiste en "tratar de atrapar, con la palabra, algo que está más allá de la palabra".
Es verdad que los poemas están hechos con palabras, pero es ciertamente triste leer un poema que no es más que un montón de palabras. La palabra no es un fin, es un medio. Es un símbolo, un signo, una portadora de significado. La segunda reflexión que despierta la lectura de este libro, es sobre el conservadurismo que, salvo pocas excepciones, caracteriza la producción poética en Costa Rica. En los años setenta, por la vigencia que mantenía don Julián Marchena, se presumía con la broma de que Costa Rica era el único país del mundo con un poeta modernista vivo. Me pregunto si habrá poetas reconocidos, en otros latitudes, que en el siglo XXI arranquen un poemario con un soneto endecasílabo en que todas las palabras de cada verso empiecen con la misma letra. Por cada poeta costarricense que intente transitar por nuevos caminos, hay varias docenas dispuestos a caminar para atrás.
En los ochenta, los noventa y la primera década del 2000, de manera esporádica, aunque contundente, aparecieron libros que demostraron que la poesía en nuestro país (o al menos ciertos cultures de ella) está dispuesta a no quedarse estancada en estéticas pretéritas. Enigmas de la imperfección, es obra de retaguardia, y no de vanguardia, si se confronta con la producción poética tica de los últimos veinte años.
No se le pueden pedir peras al olmo. Carlos Francisco Monge fue firmante, en 1977, del Manifiesto Trascendentalista, una propuesta que ya para la época era anacrónica y conservadora, en la que, tras separar "la falsa poesía" de "la poesía verdadera", condenó todo lo que después se impuso.
Ciertamente, de los cuatro firmantes del manifiesto (Albán, Dobles, Bonilla y Monge), Carlos Francisco ha sido el que más se ha ido apartando de los recursos de rimbombancia y grandilocuencia característicos de los otros tres y de la legión de adeptos que se les ha unido a lo largo de los años. De hecho, Enigmas de la imperfección está en alguna medida purificado de los recursos trascendentalistas, pero ni siquiera esa limpieza logra evitar que el lector cierre este libro con cierto malestar.

INSC: 1566

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