Relincho en la sangre. Luis Enrique Mejía Godoy. Anamá, Nicaragua, 2002. |
Luis Enrique y su hermano Carlos se van a
vivir con su tío, Monseñor Luis Enrique Mejía y Fajardo a la Catedral de
Managua. Allí sufren las disciplinas y ridiculeces de su tío el prelado, que
era un personaje salido de un cromo rococó, y logran pasar una infancia divertida
con las monedas que logran sustraer de la limosna de la misa.
El maestro de capilla toca en las mañanas en
la iglesia y en la noche donde las putas. Como, a pesar de contar con dos
trabajos, todavía sus ingresos eran reducidos, daba además clases particulares.
Entre sus estudiantes estaba el poeta Rigoberto López Pérez, a quien le
enseñaba violín cada vez que iba a León. Cuando López Pérez le pegó un balazo a
Tacho Somoza, la Guardia encerró como sospechosos a todos sus allegados
incluyendo, naturalmente, a su maestro de violín. Poco después el dictador
muere y Monseñor Mejía tuvo que hacer los arreglos para sacar al músico de la
cárcel para que pudiera tocar el órgano en el funeral del tirano. En esa
ceremonia estuvieron presentes también, en calidad de monaguillos, Carlos y
Luis Enrique Mejía Godoy, quienes con el tiempo llegarían a convertirse en los
principales trovadores del movimiento sandinista que acabaría derrocando a
Tacho Somoza hijo.
Lo que más asombra de todo lo dicho, es que
no se trata de un cuento simpático escrito por una mente desbordada de
imaginación, sino de hechos históricos que sucedieron hace relativamente pocos
años. Como bien decía Alejo Carpentier, al exponer su teoría sobre lo real maravilloso,
en la historia, o más bien en las historias de nuestra América, los hechos
reales son tan extraordinarios que acaban resultando inverosímiles para el que
los repasa. En este continente en que estamos lejos de agotar nuestro caudal de
mitologías, lo real es maravilloso y lo maravilloso es real. En Europa ya nadie
cree en caballeros con armaduras matando dragones. Aquí, en América Latina, por
el contrario, hace falta una gran dosis de imaginación para creer lo que
sucedió recientemente.
Luis Enrique se puso a escribir sus memorias
tal y, al lado de páginas bucólicas y nostálgicas por los tiempos idos, acabó
entregándonos también unos episodios del más puro realismo mágico.
El hecho que Luis
Enrique, un nicaragüense que lleva más de treinta años cantando acompañado de
su guitarra, haya decidido a escribir y publicar sus memorias no debería
observarse como un hecho aislado. Todo lo contrario. Tal parece que en
Nicaragua existe un gran interés por repasar los años idos y el público, tanto
nicaragüense como latinoamericano, ha mostrado tanto interés por esos
testimonios que casi podríamos decir que en Nicaragua las memorias tienen ya un
lugar destacado dentro de los muchos géneros literarios que allá se cultivan.
En los últimos años han publicado sus
memorias Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Gioconda Belli y, ahora, Luis
Enrique. No sabemos cuándo publicarán las suyas Daniel Ortega, Pastora, Calero
o el Chigüín, pero sí estamos seguros de que el día que lo hagan, sus libros
serán leídos con la misma voracidad con que han sido recibidas las otras
memorias nicas publicadas hasta ahora.
No se crea sin embargo que todo el interés
que despierta tanto este libro como los otros citados, se deba exclusivamente a
sus testimonios sobre los complejos procesos de transformación que han sacudido
a Nicaragua en las últimas décadas. En el libro de Luis Enrique, como ocurre
con frecuencia en otros libros de memorias, la infancia y la primera juventud,
esas épocas anteriores a cualquier preocupación social o profesional, son las
que se repasan con mayor detenimiento y los recuerdos íntimos y familiares
ocupan el primer plano antes que las circunstancias más amplias en que hayan
sucedido.
Tal vez nunca volveríamos la vista atrás si
no fuera por la nostalgia del paraíso perdido. El paraíso en que todos hemos
vivido y todos hemos perdido: la infancia.
En el caso de Luis Enrique, su paraíso
perdido tiene nombre y está en el mapa: Somoto, un pueblo chico y polvoriento,
lleno de personajes simpáticos en que sucedían hechos insignificantes y
extraños que acabaron siendo memorables.
El papá de Luis Enrique, el Chas Mejía, quien
se hacía llamar el trovador errante, su mamá La Negra María, su tío parrandero
y trotamundos, el otro tío cura glotón y cursi que soñaba en convertirse en el
primer cardenal nicaragüense, junto a muchos otros personajes en mayor o medida
mágicos, acabaron convirtiéndose en los modelos o antimodelos de aquel muchacho
que empezaba a conocer el mundo y la vida y que ahora, ya cincuentón y puesto a
escribir sus memorias, descubre lo determinantes y fuertes que acabaron siendo
todos ellos en su formación y cómo su presencia los acompañará siempre.
En una de sus
muchísimas frases lapidarias, don Beto Cañas dice que “uno no puede ponerse a
escribir sobre lo que le pasó antier”. No es la distancia ni el tiempo lo que
da la perspectiva, sino más bien el reposo, la serenidad que siempre llega un
poco tarde y acaba permitiéndole a uno mirar lo que le ha ocurrido como si le
hubiera ocurrido a otro.
El libro entero
de Luis Enrique está escrito en un tono sereno. El autor es un hombre tranquilo que se define a sí
mismo como una “llamarada de tusa”. “Por cualquier cosa me arrecho pero ahí
mismo se me pasa”.
Todos los
personajes, hasta los que podrían considerarse los malos de la película
(incluyendo al propio Tacho Somoza) están construidos con serenidad y,
podríamos decir, hasta con cierto cariño, mirando siempre sus aspectos más
humanos y vulnerables. Según el libro, Tacho acabó muriéndose por someterse a
una operación para evitar quedar en silla de ruedas tras el balazo en la
espalda, ya que no quería darles el gusto a sus adversarios de que lo vieran
transportado por sus acólitos en las ceremonias públicas como un maniquí.
Definitivamente,
la lectura de Relincho en la sangre se disfruta por lo mágico de los hechos
reales, por la nostalgia por los tiempos idos y por el tono sereno con que
relatan hasta los episodios dolorosos.
INSC: 1448
INSC: 1448
No hay comentarios.:
Publicar un comentario