Vietnam crónicas de guerra. Joaquín Gutiérrez Mangel. Editorial Legado. Costa Rica, 1999. |
Aquellas notas periodísticas contaban cómo era vivir con la amenaza de muerte siempre sobre la cabeza, recogían diálogos con campesinos que se habían acostumbrado a interrumpir su trabajo en cuanto escuchaban el sonido de un avión y exaltaban la resistencia y la lucha de un pueblo cuya búsqueda de independencia se vio complicada debido a la confrontación este-oeste.
Poco después de terminada la guerra, esas crónicas fueron compiladas en un libro que, como era de esperarse, se agotó y, curiosamente, no volvió a editarse.
Los seguidores de la obra literaria de don Joaquín sabían que él había estado en Vietnam y había escrito un libro, pero ese texto, por años, fue imposible de conseguir. La curiosidad, sin embargo, siempre se mantuvo. Muchos, incluso, se preguntaban cómo sería un libro sobre un tema tan crudo y dramático como la guerra de Vietnam, escrito por don Joaquín, que es un autor al que, a través de todos sus escritos, se le sale su carácter bonachón, romántico y lleno de sentido del humor.
Cuando, en 1999, la Editorial Legado las publicó, llegó el momento de salir de la duda.
El don Joaquín corresponsal de guerra, es el mismo don Joaquín narrador o contertulio. El de siempre: ameno, jovial, romántico y divertido. Es el escritor que, cuando expone una situación triste o difícil, concentra su atención en el valor y no en el sufrimiento. Mirando siempre al lado humano, tratando de comprender los sentimientos más que las ideas, nos muestra cómo, incluso en medio de una guerra, la gente sigue soñando, enamorándose y hasta divirtiéndose.
Además de ser un gran testimonio, un gran documento y un gran trabajo periodístico, tal vez el valor más importante del libro sea su profundo sentido de optimismo y esperanza. Sobre Vietnam se han escrito miles de libros y artículos, se han filmado cientos de películas y documentales, pero pocos, o quizá nadie, como don Joaquín, ha explorado el lado humano del conflicto, el de los jóvenes que se quieren casar, los niños que aprenden a escribir, los agricultores que esperan la cosecha y los de todos los que siguieron adelante con sus vidas a pesar de que, durante trece años, les cayeran bombas a diario.
Don Joaquín arribó a Hanoi un martes. Dos días antes habían bombardeado los suburbios de la ciudad y, el día anterior, los barrios de Haifong. Sin embargo, en la primera ojeada que le echó a aquella ciudad devastada, lo que más lo sorprendió fue la calma. Encontró parejas de novios en los parques y ancianos acuclillados en las calles para arreglar ramos de flores. La vida nunca se detiene y, precisamente, él había ido a Vietnam a observar cómo la vida continuaba su marcha a pesar de los ataques.
Los otros corresponsales iban detrás del sensacionalismo: niños quemados con napalm, hombres mutilados, aldeas incendiadas, cadáveres abandonados. La curiosidad de don Joaquín era diferente, iba más a fondo. Se había propuesto llegar a comprender cómo aquel pueblo era capaz de librar tres guerras a la vez. La guerra contra el hambre, al tener que sostener la agricultura para alimentar a la población; la guerra contra el miedo,al vivir durante años bajo la lluvia de bombas y, por último, la guerra propiamente militar.
Otra cosa que diferenciaba a don Joaquín del resto de corresponsales, era que mientras ellos preferían permanecer en Saigón y sus alrededores, él, para lograr una panorámica más completa, se fue a meter selva adentro, a regiones que hasta las fieras salvajes, como los tigres, elefantes y osos, habían abandonado a causa de los bombardeos. Allí encontró un paisaje intensamente verde, bastante parecido al de su Limón natal, a no ser por las plantaciones de arroz y los cráteres que dejaban las bombas que, cuando se llenaban de agua, eran lagunitas que reflejaban las nubes. Allí comprendió que hasta la guerra puede ser rutina: viajar solamente de noche y tener siempre, al lado de cada luz, algo con qué taparla.
Allí tuvo también su bautizo de fuego y pasó apuros al tratar de acomodar su humanidad, de casi dos metros de estatura, en trincheras diseñadas para que los pequeños vietnamitas permanecieran agachados. Allí recorrió kilómetros de carretera en que la monotonía de la marcha solamente se veía interrumpida cuando había que saltar del vehículo y, de panza en el suelo, esperar que lo único que le cayera encima fuera tierra, piedras y ramas.
Pero, lo más importante, encontró personas sencillas, trabajadoras y humildes, que han sido siempre y en todo lugar sus favoritas. Encontró niños escandalosos, hombres románticos y mujeres que se sonrojan. Casi todos lo recibieron como a un amigo, aunque hubo también quienes lo insultaron, como una partida de niños que al verlo tan alto y tan blanco, pensaron que era uno de los pilotos que los acribillaban a diario. En todo el libro es evidente una gran admiración y un enorme cariño hacia el pueblo vietnamita por haber mantenido, en aquellas condiciones, la serenidad que les permitiera seguir adelante. Por acercarse al pueblo, don Joaquín logró, como premio, un privilegio que todos los corresponsales en esa guerra acabaron envidiándole. Fue invitado a una cita con el primer ministro Pham Van Dong, durante el transcurso de la cual sorpresivamente se integró a la charla el presidente Ho Chi Minh. El que había ido a hablar con campesinos, acabó teniendo una entrevista exclusiva con el líder.
Esas dos entrevistas, junto con una tercera, realizada a un piloto americano cautivo, ponen fin al libro. Un libro en que, como en todos los suyos, don Joaquín nos dice que en el mundo pasan cosas horribles, pero que el mundo sigue siendo un lugar hermoso.
INSC: 0999
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