El imposible país de los filósofos. Alexander Jiménez Matarrita. Perro Azul Costa Rica, 2002. |
Los mitos, como se sabe, siempre tienen una base histórica. Es un hecho que la historia de nuestro país, como la de cualquier otro, estuvo marcada por circunstancias muy particulares y, por consiguiente, el desarrollo posterior fue también muy particular. El asunto no está en negar o admitir lo que tenga de excepcional nuestra historia. El problema más bien es la forma en que se explican esas particularidades.
¿La manera en que los costarricenses hemos construido nuestra organización social es diferente a la del resto de naciones? Naturalmente sí. Entre los Estados no hay clones. ¿Por qué es diferente? Aquí empiezan los problemas y tras la lectura de El imposible país de los filósofos, de Alexánder Jiménez, queda claro que la explicación comúnmente aceptada durante el último medio siglo es terriblemente frágil.
Veamos. La historia de Costa Rica es diferente porque "el costarricense", para empezar, es blanco, individualista, de actitud igualitaria, democrático y pacífico. Esas características, además, no es que estén presentes en ciertos individuos particulares, sino que forman parte innata e inevitable de un "ser nacional".
¿De dónde salió semejante razonamiento? ¿Quiénes lo sostuvieron? ¿Qué los empujó a plantearlo? ¿Por qué se impuso? ¿Cuáles motivaciones podrían suponerse tras el respaldo oficial que tuvo? ¿Y qué consecuencias ha traído la aceptación general de que ha gozado? Todo esto, y mucho más, lo aclara con gran propiedad el libro de Jiménez.
La independencia tomó por sorpresa a nuestros abuelos en 1821 y tras varios intentos de unión centroamericana finalmente se proclama la república en 1848. En los primeros años, además de construir el país real, los próceres tenían que construir el país simbólico: la bandera, el escudo, el himno nacional.
El adjetivo "nacional", aparece por todas partes en la segunda mitad del siglo XIX: Biblioteca Nacional, Museo Nacional, Archivo Nacional, Héroe Nacional, Campaña Nacional, Teatro Nacional. Este proceso, no solo es comprensible sino inevitable.
Lo curioso, nos señala Jiménez, es que el mito de la "personalidad nacional" no surgió en ese periodo de definición, lo cual lo habría hecho más explicable, sino que todas las obras que lo exponen aparecieron de 1950 a 1980, cuando Costa Rica hacía rato había salido de su infancia y el proceso fundacional estaba más que superado. Ciertamente es más que extraño que, tras la convulsa década de los cuarenta, tan llena de transformaciones y confrontaciones, a nuestros pensadores, en vez de ocuparse del panorama que tenían al frente, les haya dado por ponerse bucólicos y suspirar por la edad de oro.
"Ni siquiera los presidentes de la República (de la primera época) eligieron estrategias nacionalistas tan arbitrarias", explica el autor. "La definición de nacionalidad era, para los gobernantes, de naturaleza política, no étnica ni cultural".
A lo largo del libro, Jiménez se refiere a los padres de la criatura como "nacionalistas metafísicos". Los más citados entre ellos son Abelardo Bonilla, Constantino Láscaris y Luis Barahona y, con menor protagonismo, José Abdulio Cordero, Arnoldo Mora, León Pacheco y otros.
Un dato digno de tener presente es el que Jiménez descubre en el sentido de que buena parte de estos autores tuvo alguna tipo de formación en la España franquista que, como es sabido, pregonó hasta su último día conceptos como el carácter nacional o la personalidad histórica del pueblo español. No es sorprendente, entonces, que los ticos formados por esas tierras regresaran con la idea de que hay rasgos de personalidad nacionales y, si existe "el español", debe de existir "el costarricense".
El imposible país de los filósofos es un trabajo de típica factura académica. Está escrito en un tono reposado y sereno, concentrándose más que en la glosa de las obras que construyeron el mito, en el alcance que tuvieron. El propio autor deja claro desde el inicio que ni pretende comentar las obras de los "nacionalistas metafísicos" una por una ni exhaustivamente, ni tampoco busca sustituir "narraciones falsas por otras verdaderas".
Se trata más bien de una reflexión que, entre otras cosas, señala los riesgos que conllevaría el que los mitos de homogeneidad racial y cultural se perpetuaran.
"Lo propio de los nacionalistas metafísicos fue construir un discurso de espaldas a su presente", señala Jiménez. Nuestro camino definitivamente corre peligro si no apartamos la mirada del espejo retrovisor que, para colmo de males, tampoco nos brinda una perspectiva razonablemente confiable.
En momentos de definición y de replanteamiento de nuestros fines y medios como sociedad, los individuos parecen no tener elección si creen que, inevitablemente, están predeterminados por su nacimiento en esta tierra, a preferir unas opciones sobre otras. En la época de aceptación cuasi unánime del discurso nacional metafísico, hubo más de un momento de esos.
Al hablar de "alma nacional", "ser nacional", "patria esencial", además de entorpecer el análisis de nuestra propia historia, de alguna manera oscurece también el panorama del presente. Tal vez ni los mismos "nacionalistas metafísicos" (definitivamente el término llegó para quedarse), tan defensores de la democracia, pudieron percatarse de que el lenguaje que usaban había servido, incluso en la misma España de la que lo tomaron, para sustentar proyectos políticos autoritarios, violentos y negadores de la diversidad presente e inevitable en todos los pueblos.
El libro de Alexánder Jiménez deja claro que nuestro destino, como nación, no está predeterminado en nuestros genes y que los ticos en conjunto, al igual que los de otra nacionalidad, no estamos vacunados contra nada solamente por nuestro nacimiento.
El imposible país de los filósofos, al discutir un planteamiento del pasado, logra definitivamente dejarlo en el pasado, pero, al mismo tiempo, es una invitación a mirar el futuro con la incertidumbre, pero también con la responsabilidad, de quien tiene claro que los mitos ancestrales no le servirán de gran cosa ante las decisiones que se verá obligado a tomar.
Nuestro destino como sociedad no está escrito por lo vivido hasta ahora y quien cierra el libro tras una lectura atenta, tendrá claro en adelante que los costarricenses formamos parte de una unidad social, política y jurídica, pero no racial, cultural ni ideológica. Nuestra sociedad, como cualquier otra, es multicultural y esto es algo tan evidente que solo el hecho de que sea necesario decirlo debería tomarse como una señal alarmante.
INSC: 1610
¿La manera en que los costarricenses hemos construido nuestra organización social es diferente a la del resto de naciones? Naturalmente sí. Entre los Estados no hay clones. ¿Por qué es diferente? Aquí empiezan los problemas y tras la lectura de El imposible país de los filósofos, de Alexánder Jiménez, queda claro que la explicación comúnmente aceptada durante el último medio siglo es terriblemente frágil.
Veamos. La historia de Costa Rica es diferente porque "el costarricense", para empezar, es blanco, individualista, de actitud igualitaria, democrático y pacífico. Esas características, además, no es que estén presentes en ciertos individuos particulares, sino que forman parte innata e inevitable de un "ser nacional".
¿De dónde salió semejante razonamiento? ¿Quiénes lo sostuvieron? ¿Qué los empujó a plantearlo? ¿Por qué se impuso? ¿Cuáles motivaciones podrían suponerse tras el respaldo oficial que tuvo? ¿Y qué consecuencias ha traído la aceptación general de que ha gozado? Todo esto, y mucho más, lo aclara con gran propiedad el libro de Jiménez.
La independencia tomó por sorpresa a nuestros abuelos en 1821 y tras varios intentos de unión centroamericana finalmente se proclama la república en 1848. En los primeros años, además de construir el país real, los próceres tenían que construir el país simbólico: la bandera, el escudo, el himno nacional.
El adjetivo "nacional", aparece por todas partes en la segunda mitad del siglo XIX: Biblioteca Nacional, Museo Nacional, Archivo Nacional, Héroe Nacional, Campaña Nacional, Teatro Nacional. Este proceso, no solo es comprensible sino inevitable.
Lo curioso, nos señala Jiménez, es que el mito de la "personalidad nacional" no surgió en ese periodo de definición, lo cual lo habría hecho más explicable, sino que todas las obras que lo exponen aparecieron de 1950 a 1980, cuando Costa Rica hacía rato había salido de su infancia y el proceso fundacional estaba más que superado. Ciertamente es más que extraño que, tras la convulsa década de los cuarenta, tan llena de transformaciones y confrontaciones, a nuestros pensadores, en vez de ocuparse del panorama que tenían al frente, les haya dado por ponerse bucólicos y suspirar por la edad de oro.
"Ni siquiera los presidentes de la República (de la primera época) eligieron estrategias nacionalistas tan arbitrarias", explica el autor. "La definición de nacionalidad era, para los gobernantes, de naturaleza política, no étnica ni cultural".
A lo largo del libro, Jiménez se refiere a los padres de la criatura como "nacionalistas metafísicos". Los más citados entre ellos son Abelardo Bonilla, Constantino Láscaris y Luis Barahona y, con menor protagonismo, José Abdulio Cordero, Arnoldo Mora, León Pacheco y otros.
Un dato digno de tener presente es el que Jiménez descubre en el sentido de que buena parte de estos autores tuvo alguna tipo de formación en la España franquista que, como es sabido, pregonó hasta su último día conceptos como el carácter nacional o la personalidad histórica del pueblo español. No es sorprendente, entonces, que los ticos formados por esas tierras regresaran con la idea de que hay rasgos de personalidad nacionales y, si existe "el español", debe de existir "el costarricense".
El imposible país de los filósofos es un trabajo de típica factura académica. Está escrito en un tono reposado y sereno, concentrándose más que en la glosa de las obras que construyeron el mito, en el alcance que tuvieron. El propio autor deja claro desde el inicio que ni pretende comentar las obras de los "nacionalistas metafísicos" una por una ni exhaustivamente, ni tampoco busca sustituir "narraciones falsas por otras verdaderas".
Se trata más bien de una reflexión que, entre otras cosas, señala los riesgos que conllevaría el que los mitos de homogeneidad racial y cultural se perpetuaran.
"Lo propio de los nacionalistas metafísicos fue construir un discurso de espaldas a su presente", señala Jiménez. Nuestro camino definitivamente corre peligro si no apartamos la mirada del espejo retrovisor que, para colmo de males, tampoco nos brinda una perspectiva razonablemente confiable.
En momentos de definición y de replanteamiento de nuestros fines y medios como sociedad, los individuos parecen no tener elección si creen que, inevitablemente, están predeterminados por su nacimiento en esta tierra, a preferir unas opciones sobre otras. En la época de aceptación cuasi unánime del discurso nacional metafísico, hubo más de un momento de esos.
Al hablar de "alma nacional", "ser nacional", "patria esencial", además de entorpecer el análisis de nuestra propia historia, de alguna manera oscurece también el panorama del presente. Tal vez ni los mismos "nacionalistas metafísicos" (definitivamente el término llegó para quedarse), tan defensores de la democracia, pudieron percatarse de que el lenguaje que usaban había servido, incluso en la misma España de la que lo tomaron, para sustentar proyectos políticos autoritarios, violentos y negadores de la diversidad presente e inevitable en todos los pueblos.
El libro de Alexánder Jiménez deja claro que nuestro destino, como nación, no está predeterminado en nuestros genes y que los ticos en conjunto, al igual que los de otra nacionalidad, no estamos vacunados contra nada solamente por nuestro nacimiento.
El imposible país de los filósofos, al discutir un planteamiento del pasado, logra definitivamente dejarlo en el pasado, pero, al mismo tiempo, es una invitación a mirar el futuro con la incertidumbre, pero también con la responsabilidad, de quien tiene claro que los mitos ancestrales no le servirán de gran cosa ante las decisiones que se verá obligado a tomar.
Nuestro destino como sociedad no está escrito por lo vivido hasta ahora y quien cierra el libro tras una lectura atenta, tendrá claro en adelante que los costarricenses formamos parte de una unidad social, política y jurídica, pero no racial, cultural ni ideológica. Nuestra sociedad, como cualquier otra, es multicultural y esto es algo tan evidente que solo el hecho de que sea necesario decirlo debería tomarse como una señal alarmante.
INSC: 1610
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