El Jardín de los locos. Alfredo Oreamuno. Albur, Costa Rica, 1976. |
Una vez recuperado del alcoholismo, al
tiempo que rehacía su vida, escribió Un
harapo en el camino, recuerdo y
testimonio de sus experiencias más amargas. El propio autor costeó la impresión
de tres mil ejemplares en julio de 1970. Al mes siguiente, agosto, imprimió
otros tres mil. En septiembre, cinco mil y, en diciembre, diez mil. Al
cumplirse el primer aniversario de su aparición, ya habían sido impresos
cincuenta y seis mil ejemplares del
libro. Un harapo en el camino
continuó reimprimiéndose y Sinatra continuó escribiendo. Publicó varios libros
de cuentos y un par de novelas cortas.
El primer libro que leí de él fue El jardín de los locos. Recuerdo que
entré con mi madre a la Botica Aranjuez a comprar un medicamento, mi madre vio
el libro en la vitrina y lo compró. Aún lo conservo. Costó un colón. En
aquellos tiempos, el pasaje del autobús costaba cuarenta céntimos, de manera
que el precio del libro equivalía a poco más de un viaje en autobús ida y
vuelta a San José. Bastante barato. Los libros de Sinatra se exhibían al lado
de las novelitas del viejo oeste que publicaba Bruguera, de las novelas rosa de
Corín Tellado y de las historietas de Supermán, Mickey Mouse o Kalimán. Se
conseguían en farmacias, pulperías y bazares y, gracias a la intensa actividad
de Sinatra, que además de su propio editor era su propio vendedor, sus libros
estuvieron disponibles en todo el país.
En mi biblioteca tengo, además de los ya
dichos (Un harapo en el camino y El jardín de los locos), otros tres
títulos: Noches sin nombre, Terciopelo y Las hijas de la Carraca. Nunca he logrado conseguir Mamá Filiponda ni El callejón de los perdidos, los dos libros que me faltan para
completar las obras que publicó. En cada uno de sus libros, Sinatra anunciaba
los títulos que tenía en preparación. Me pregunto si llegó a escribirlos o si
solo tenía la idea en su mente y, tal vez, uno que otro apunte.
¿Por qué fueron tan bien recibidos por
parte del público los libros de Sinatra? Podrían lanzarse al aire varias
respuestas. Su estilo es claro, limpio, comprensible y ameno. El bajo mundo josefino (burdeles, cantinas de
mala muerte y nidos de ladrones, pervertidos y drogadictos) era algo sobre lo
que se hablaba en voz baja, pero sobre lo que no se escribía ni leía. La
curiosidad morbosa tuvo mucho que ver con el éxito de ventas de Sinatra. En
tiempos en que las notas de sucesos de los periódicos no solían ser generosas
en detalles, los libros de Sinatra permitieron a los josefinos asomarse a un
mundo que conocían solo por rumores escuetos e inexactos. Sinatra fue parte de
ese mundo, sabía de lo que hablaba y lo describía crudamente, sin el más mínimo
pudor. Aunque tuvieran el aspecto de libros de cuentos o novelas, los
contemporáneos tenían claro que todos los sitios eran ubicables y todos los personajes
reconocibles. Todos los nombres de las pulperías y los apodos de los maleantes,
ladrones y topadores que se mencionan en el cuento La Hazaña (incluido en el
Jardín de los locos), son reales y los mencionados personajes se
encontraban en plena actividad delictiva al momento de la publicación del
libro. Por otra parte, Sinatra era un
redimido, un hombre que tras tocar fondo logró recuperarse, lo que hacía de él
un personaje simpático y admirable. Sus libros, además, eran, como se
decía en tiempos de Cervantes, ejemplares, daban un mensaje positivo y una
enseñanza moral.
Sin embargo, pese a la gran popularidad
que tuvo su obra, una vez muerto el autor sus libros dejaron de publicarse,
leerse y comentarse. A pesar de los
tirajes masivos, sus obras se volvieron dificilísimas de conseguir, incluso en
las compra y ventas más surtidas. Sinatra, como tantos otros autores, había
caído en el olvido.
En septiembre del 2004, Evelyn Ugalde me
pidió un favor que me sorprendió. Quería que yo diera una breve conferencia
sobre los libros de Sinatra, que sirviera para iniciar una tertulia sobre su
obra. Acepté con gusto, repasé sus libros y llegué al lugar de la cita con unas
notas escritas en dos tarjetas de cartulina.
El sitio, un café anexo a un hotel, estaba
repleto. Me acomodé en la mesa de la tribuna y, mientras Evelyn me presentaba,
noté un detalle que me pareció simpático. En mi mesa, además de mis notas,
solamente estaba el clásico vaso de agua que se pone a disposición del
expositor. Las mesas del público, tenían algo mejor que agua: vasos de cerveza,
copas de vino o tazas de café. Tal vez
por haber estado reflexionando sobre el alcoholismo, un pensamiento cruzó mi
mente. Supuse que quizá, quienes bebían café eran alcohólicos ya en sobriedad. Esa suposición
fue sucedida, de inmediato, por otra. “Aquí deben de estar presentes amigos y
familiares de Sinatra”. La tertulia había sido anunciada en los periódicos, el
sitio estaba lleno a reventar. Habían pasado casi treinta años de la publicación
del último libro de Sinatra, quien ya no era un escritor reconocido. Llegué a
la conclusión de que todos los que asistieron a aquella cita, lo conocieron en
persona. Todos menos yo. Me entró entonces el pánico escénico. ¿Qué podía decir yo que el público no supiera?
Callado y serio, miraba los rostros de
todos los presentes. Ellos también me miraban fijamente. Ellos también,
callados y serios. El silencio era total y el tiempo pasaba sin un solo sonido,
ni una palabra, ni un parpadeo. Evelyn, cuya presentación había concluido hacía
rato, me tocó el brazo y, delicadamente, me dijo: “Adelante. Cuando guste.”
Yo tomé las notas, que definitivamente no
iba a usar, las introduje en el bolsillo de mi chaqueta y empecé: “A diferencia
de, supongo, la gran mayoría de ustedes, yo nunca tuve la oportunidad de tener al
frente la mirada de Alfredo Oreamuno ni de escuchar su voz. No conozco de él nada más que sus libros”.
Me puse entonces a dar un resumen,
acompañado de comentarios, de cada libro. Poco a poco me fui tranquilizando. El
público me escuchaba atento, aunque sin dar mayores muestras de aprobación.
Ninguna cabeza asentía. Ninguna de mis afirmaciones hacía que nadie cambiara de
posición o que dirigiera una mirada al vecino. Una muchacha sentada al fondo, me observaba
fijamente. Me dio la impresión de que estaba sopesando, midiendo y analizando
el alcance de cada una de mis palabras.
A pesar de su silencio e inmovilidad, consideré que el público era
amistoso y receptivo. Sin embargo, fui
breve.
Un harapo en el camino. Alfredo Oreamuno. Lehmann, Costa Rica, 1971. |
Cuando me levanté de la mesa, la muchacha
del fondo se me acercó con la mano extendida. “Mucho gusto de conocerlo” –se
presentó– "soy Laura Marcela, la hija de
Alfredo Oreamuno”.
“Lo supuse.” Estuve tentado a responderle,
pero no me atreví. Conversamos solamente un par de minutos y, al despedirme, le
pedí el favor de que me autografiara mi ejemplar de Un harapo en el camino, que andaba conmigo. Muy gentilmente, aceptó.
“Tengo varios libros autografiados por el
autor”, le comenté mientras se lo alcanzaba, “pero este es el primer libro que
voy a tener autografiado por uno de los personajes”. Le pedí que no lo firmara al frente, sino
atrás, en el puro final, en el pequeño espacio en blanco que quedaba en la
parte baja de la última página.
Cuando leyó la última línea del libro,
Laura Marcela comprendió por qué yo quería su firma allí. Después de contar una
larga secuencia de escenas grotescas, degradantes, vergonzosas y asquerosas,
después de repasar humillaciones y atropellos, de confesar los extremos a los
que lo llevó el alcoholismo, después de
relatar el momento en que tocó fondo y lo duro que fue el proceso de
recuperación, Alfredo Oreamuno termina su duro testimonio diciendo: “Luego
vinieron mis hijos, Leslie y Laura Marcela, que son la verdadera razón de mi
vida”.
INSC: 43/500/501/502/1968
Hola Don Carlos, excelente comentario. Acabo de leer mamá Filiponda y comparto su admiración por el autor. Conozco a Leslie Oreamuno desde hace años y es una lástima que los libros de Sinatra no sean fáciles de conseguir hoy en día... Saludos
ResponderBorrar