Doctor Goebbles. Roger Manwell. Tempus, España, 2010. |
Joseph Goebbles
(1897-1945) fue el ministro de propaganda de la Alemania Nazi. Se involucró con
el partido cuando era solamente un grupo agitador con pocas probabilidades de
alcanzar el poder. Gracias a su facilidad de palabra, tanto oral como escrita,
Goebbles empezó a escalar posiciones. Fue uno de los primeros diputados nazis
electos, llegó a ser Gautelier de Berlín y, más tarde, cuando estuvo al frente
del Ministerio de Propaganda, supo orquestar un combinado de legislación,
burocracia y represión para que ninguna actividad informativa o cultural se
saliera de los límites del corral en que él las había encerrado. Acompañó a Hitler en la derrota hasta el final. Fue el encargado de incinerar el
cadáver del Führer y, horas después, tanto él como su esposa cometieron suicidio
luego de haber envenado a sus hijos.
Definitivamente,
Goebbles no era una persona normal. La biografía, elaborada a partir de
documentos, testimonios y los extensos diarios del protagonista, muestran a un
hombre extraño, tan lleno de complejos y temores como de ambición y ansias de
control. Goebbles era un resentido, un acomplejado, un vanidoso que, al mismo
tiempo, era capaz de ubicarse por encima de sus emociones, analizar la realidad, realizar los planes siempre con la cabeza fría y de trabajar sin
descanso todo el tiempo que fuera necesario para alcanzar su objetivo.
La piel de su rostro
estaba llena de orificios. Bajo de estatura y con una pierna severamente dañada
por una enfermedad infantil y una operación que no resultó según lo planeado,
Goebbles no era precisamente un hombre hermoso.
A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, el arreglo de su
presentación personal era obsesivo. Tenía una cita semanal con el peluquero y
en su armario almacenaba por docenas camisas y corbatas de seda, zapatos de diseñador,
perfumes y mucho más de 365 trajes a la medida, de manera que podía vestir uno
distinto cada día durante más de un año. Le gustaba hacer de seductor y sus
conquistas fueron numerosas y, al menos en un par de casos, escandalosas. El
propio Hitler tuvo que llamarlo al orden y obligarlo a dejar a una de sus
queridas para salvar su matrimonio.
Obsesionado con el control, todo en su vida estaba planificado. Hasta la cantidad de cigarrillos que
consumía al día tenían establecido su lugar y su momento. Hasta la siesta de
media hora que dormía tras el almuerzo había sido ubicada en determinado
sillón. Tenía cronometrado el número exacto de minutos que debía ocupar en
asearse por las mañanas o en desplazarse de unas dependencias a otras. Había
hasta una norma escrita que especificaba a cuántos centímetros de distancia del
borde de la mesa debía ser colocado su maletín.
Curiosamente, lo que
mejor hacía este personaje vanidoso y obsesionado por el orden, era mentir. Pero
Goebbles no era un mentiroso compulsivo, de esos que deforman tanto la realidad
que la falsificación resulta evidente.
Las mentiras de Goebbles, fruto de la planificación minuciosamente
estudiada, tenían propósito, método y estrategia, contaban con herramientas y
recursos, se desarrollaban de acuerdo con un programa ejecutado en el momento
preciso y sin fallar ni el más mínimo detalle. Al final del proceso, una
mentira fabricada por Goebbles era aceptada como cierta hasta por los más
desconfiados. Quizá su mentira más famosa fuera la manipulación de la muerte de Horst Wessel. En los barrios bajos de Berlín,
dos proxenetas muy dados a las peleas callejeras, se enfrentan y uno de ellos,
Wessel, es asesinado. El hecho, por lo común y corriente en esos ámbitos,
apenas mereció una pequeña nota en la sección de sucesos. La mente de Goebbles
vio una oportunidad y, gracias al hábil manejo con que puso a circular su
propia versión, logró convertir a Wessel en un mártir de la causa nazi, al punto
que “La canción de Horst Wessel” llegó a ser el himno oficial del partido.
Existe una cita
falsa que le atribuye a Goebbels la frase: “Miente, miente, que algo queda.”
Goebbles nunca dijo eso. No era su estilo. Nunca confiaba nada ni al azar ni a
la improvisación. Lo que hacía Goebbles era precisamente lo opuesto: primero
decidía qué era lo que quería que quedara y luego acomodaba las mentiras en
función de lograrlo.
Goebbles era un
solitario. Necesitaba mucho personal para ejecutar sus planes, pero no era
capaz de trabajar en equipo. Lo mismo sucedía con otros líderes nazis,
empezando por el propio Hitler. Eran personas cerradas a escuchar el punto de
vista de los otros y solamente aspiraban a ser obedecidos. Cuando se estudian
los años del III Reich, se tiene la impresión de que toda la Alemania nazi
marchaba al unísono. En realidad, los nazis, aunque tenían adeptos
incondicionales entre la canalla, nunca lograron el apoyo de los círculos de
poder. Los nobles, los industriales, los terratenientes y la parte más adinerada
de la burguesía, siempre consideró demasiado ambiguos los postulados sociales
nazis. De hecho, entre los malabarismos que tuvo que hacer Goebbles, antes de que los
nazis tomaran el poder, estuvo redactar mensajes que no minaran el apoyo de los
desempleados, pero que tampoco espantaran a los poderosos. Los oficiales de
carrera del ejército y del servicio diplomático, también miraban el régimen con
reservas.
Lo interesante, y el
libro lo ilustra muy claramente, es que la desconfianza y la división estaba
presente también entre los miembros de la cúpula del partido. Goebbles y
Himmler se odiaban entre sí desde que se conocieron. Goering y Goebbles no se
hablaban, curiosamente porque Goering no compartía el antisemitismo de
Goebbles. Las diferencias de Goebbles, ministro de propaganda, con Joachim Von
Ribbentrop, ministro de exteriores, eran tan abismales que en las embajadas
alemanas de todo el mundo llegó a haber un agregado de propaganda (nombrado por
Goebbles) que actuaba a contrapelo de los embajadores (que eran de carrera) y
del resto del personal (nombrado por Ribbentrop).
Cuando uno ve un
grupo por fuera, le parece sólido y unido. Cuando lo estudia por dentro
descubre que es frágil y fraccionado.
Sin embargo, más
allá del retrato del individuo o del grupo del que formó parte, lo más valioso
del libro es la forma en que muestra cómo Goebbles logró concentrar
en sus manos todo el flujo de información de un país entero. A los
intelectuales, productores de teatro, de cine o de radio, Goebbles se les
acercaba con la chequera abierta, ofreciendo el mecenazgo oficial, porque todo
el mundo sabe que el que paga manda. Goebbles consideraba que el fin de las
conferencias de prensa no era informar a los periodistas, sino dirigir la
opinión del público por medio de ellos. Creía, además, que el mejor camino para
llegar al corazón de un periodista era su estómago y, por ello, cada reunión o
entrevista venía con banquete y agasajo.
Con el cuento de “poner
orden” ahogó la actividad cultural e informativa con una serie de leyes,
decretos, reglamentos, normas y disposiciones y estableció penas severas, de
multa y de cárcel, a quien osara quebrantarlos. Estableció listas de personas
autorizadas a ser periodistas, escritores, actores, músicos, camarógrafos,
locutores etc. y prohibió el ejercicio ilegal de cualquiera de estas
ocupaciones.
Cuando hubo actos
violentos y represivos, saqueo de establecimientos, quema de libros,
destrucción de obras de arte, arrestos masivos e, incluso, palizas y matanzas,
Goebbles se encargó de que las páginas de los periódicos vinieran llenas de
accidentes de tránsito, detalladas descripciones de robos o crímenes pasionales
y muchas notas ilustradas de estrellas de cine y de la canción. Hasta los
corresponsales de prensa americanos, ingleses y franceses, tardaron bastante
en abrir los ojos y darse cuenta de que formaban parte de toda una orquestada plataforma
de desinformación.
Una biografía de
Goebbles puede catalogarse, sin exagerar, como un libro de terror. Lo más terrorífico
es que, tantos años después de su muerte, uno observa las limitaciones y las
manipulaciones de la prensa en ciertos países y se da cuenta de que el método de Goebbles acabó creando escuela.
INSC: 2627
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