Cuando era niño, aunque los adultos me repetían que podía aprender grandes lecciones a través de los libros, la verdad era que yo leía solo para entretenerme. Leía despacio, porque lo que más disfrutaba era imaginarme las situaciones, las acciones, los personajes y los lugares. Quizá por ello, a diferencia de otros niños, prefería los libros con pocas ilustraciones. Muy frecuentemente, necesitaba detener la lectura unos instantes para recrear en mi mente lo que estaba leyendo.
Como a los nueve años de edad, me puse a leer La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Aunque la descripción física que brinda el libro de Long John Silver es bastante escueta, me brindó la base para imaginarlo hasta en el más mínimo detalle. Su pata de palo, su piel curtida, su muleta gastada y sucia, sus uñas llenas de mugre, sus dientes disparejos y manchados, su ropa llena de remiendos, su voz fuerte y áspera, sus historias interrumpidas con hipo. Imaginé hasta su modo de andar y de escupir. Naturalmente, colmé de detalles también a todos los demás personajes, así como la posada, la taberna, el barco y la isla. Leyendo de esa forma, aunque el libro era pequeño, estuvo semanas bajo mi brazo. A veces pasaba una tarde entera en la misma página.
Pues bien, llegó el momento en que Jim Hawkins, bajó a la bodega del barco en busca de algo que comer. El barril en que guardaban las manzanas estaba por la mitad y, por más que estiraba su brazo, no lograba alcanzar ninguna. Se puso de puntillas, dio un pequeño salto, se balaceó sobre el borde y, justo cuando alcanzó la manzana, dio vuelta y cayó dentro del barril.
En ese momento, tuve que hacer una de mis habituales pausas. ¿De qué tamaño era ese barril? Lo más parecido a un barril que yo conocía eran los estañones y me parecía que no debería de ser tan difícil alcanzar algo que estuviera por la mitad. Por otra parte, en caso de irse de bruces, lo lógico sería que las piernas quedaran levantadas por fuera. Pero Jim Hawkins, que era un muchacho ya crecido, dio la vuelta y quedó sentado adentro. Definitivamente, el barril debía de ser, no solo muy alto, sino muy ancho y con una apertura muy grande.
Estaba yo meditando en mi dilema, cuando un señor mayor, al verme con el libro bajo el brazo, me felicitó: “Qué bueno, un niño leyendo un libro. ¿Qué estás leyendo?” Yo le enseñé la portada en que aparecía Jim al lado de Long John Silver con pata de palo y loro en el hombro.
“¡La isla del tesoro!” dijo el señor mayor. “Es muy interesante. Vamos a ver si de verdad lo estás leyendo, decime de qué se trata”. Yo, como habría hecho cualquier niño de nueve años, le dije lo que estaba más fresco en mi mente: “Se trata de un barril muy grande que tiene manzanas hasta la mitad.”
Aquel hombre se burló de mí. “No, no inventes, no lo estás leyendo, se trata en realidad, de un cofre lleno de oro y joyas.” Sabía que no era correcto corregir a los mayores ni discutir con ellos, pero insistí: “No es un cofre, es un barril. No está lleno, está a la mitad. Y no son oro y joyas, son manzanas.”
El caballero me soltó un breve sermón sobre lo malo que es mentir e inventar cosas y lo feo que es andar un libro bajo el brazo, sin leerlo, solo para que la gente creyera que uno lee.
Por un instante, pensé en mostrarle la página en que Jim Hawkins cae dentro del barril de manzanas, pero no lo hice porque me pareció que habría sido descortés hacerlo pasar una vergüenza, así fuera solamente ante mí, un mocoso de nueve años.
Tenían razón quienes me decían que con los libros se aprende mucho. Aquel día aprendí una lección para toda la vida: una persona que ha leído un libro, no puede comentarlo con alguien que solo ha visto el título y la portada.
INSC: 0076/1639/2013/20339/
INSC: 0076/1639/2013/20339/
¿Literatura juvenil... apta para adultos?, ¿Clásico de la literatura... apta para jóvenes? En definitiva, no parecería una paradoja incongruente "obligar" a los adultos a regalar a los niños y niñas de 11 o 12 años alguna maravillosa edición de la novela; "obligándoles" a ser libres leyendo esta maravillosa obra de Tusitala (el contador de historias) como llamaban a Stevenson en su retiro samoano. Como dijo Borges: "Leer la Isla del Tesoro es una de las formas de la felicidad".
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