Augusto Pinochet, diálogos con la historia. María Eugenia
Oyarzún. Sudamericana. Chile, 1999.
Fidel Castro, biografía a dos voces. Igancio Ramonet.
Debate, México, 2006.
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Y la confrontación que verdaderamente llega a aterrorizarlos es, curiosamente, la verbal, la más inofensiva de todas. Si hubiera un complot para derrocarlos, sería fácil infiltrar espías y desbaratar la conspiración. Si los ciudadanos se tiraran a las calles, sería fácil empujarlos hasta volverlos a encerrar en sus casas, o en la cárcel. Si hubiera disparos, sería fácil responder el fuego. Pero si alguien se les parara en frente y les planteara una pregunta incómoda o les demandara una explicación, les resultaría muy difícil salir airosos del trance.
Ante las protestas, los atentados y los
intentos de golpe, los tiranos sacan pecho. Ante los cuestionamientos, los
tiranos huyen. Ellos saben que cuentan con armas, matones y equipos de
espionaje capaces de protegerlos de las acciones en su contra. Pero también
saben que no tienen argumentos que puedan sostenerse en un diálogo con alguien inteligente e informado.
Por eso es que los tiranos procuran que
sus interlocutores sean siempre simpatizantes convencidos que solamente
interrumpan sus palabras con aplausos.
Los líderes democráticos tienen claro que
en cualquier foro en que participen (incluyendo los de su propio partido) habrá momentos incómodos. Si conceden
una entrevista, saben de antemano que el periodista preguntará lo que no quiere
que le pregunten, lo obligará a profundizar y aclarar su respuesta, pondrá en
duda los datos que brinde y aprovechará cualquier grieta en sus argumentos para
ponerlo en apuros.
Es raro que los tiranos concedan entrevistas. El riesgo es enorme. Las pocas veces que algún periodista audaz
logra acercarse a un tirano y, antes de retroceder empujado por los escoltas,
es capaz de plantearle una pregunta, en lugar de una respuesta solo obtiene silencio,
una burla, un desplante o un insulto. Cuando acceden a sentarse en una entrevista programada, los tiranos exigen que el encuentro sea breve.
Tengo en mi biblioteca dos libros que
resultaron ser una auténtica desilusión.
Fidel Castro, biografía a dos voces, de Ignacio Ramonet, publicado por
Debate y Augusto Pinochet, diálogos con la historia, de María Eugenia Oyarzún,
publicado por Sudamericana. Los compré el mismo día. Al verlos en el estante,
los hojeé brevemente y, como se trataban de sendas entrevistas, me pareció
importante adquirirlos.
Sabía de antemano que las entrevistas
serían complacientes. Pero mi optimismo me hizo
suponer que en algún momento, así fuera de manera sutil, endulzada e indirecta,
habría una que otra pregunta que hiciera que alguno de los tiranos se aclarara la
voz, se acomodara en la silla y se viera obligado a dar alguna explicación, de las
muchas que debe.
Bastó leer unas cuantas páginas de cada
libro para que me quedara claro que aquello no eran entrevistas, sino actos de
veneración. Hasta me parecía estar viendo a los entrevistadores sonriendo y
asintiendo con la cabeza. Tanto Augusto Pinochet
como Fidel Castro monologan plácidamente y hasta se permiten soltar exabruptos ante un interlocutor pintado en la pared. Las preguntas sobre temas sensibles, se plantearon solamente para darles la oportunidad de justificarse.
Una vez, Camilo José Cela le dijo a un
periodista: “Una entrevista es algo que hago yo y te pagan a ti.” Quizá aquel periodista se merecía el balde de agua fría, pero lo dicho por Cela
no es cierto en todos los casos.
En el gremio, existe la broma de que un
periodista perezoso, al editar una entrevista, además de transcribir la
grabación, solamente escribe tres palabras: “Dijo… agregó… y concluyó.” Pero un
periodista responsable e inteligente, tiene claro que en una entrevista es él,
y no el entrevistado, quien escoge los temas y el orden de abordarlos. El
entrevistador, tras la respuesta, puede (y en algunos casos debe), solicitarle
al entrevistado que la amplíe y la profundice. También debe (si puede,
es decir, si está adecuadamente preparado) señalarle cualquier incoherencia o
inexactitud que haya dicho.
Leí completos los dos libros a pesar de lo
largas, aburridas y huecas que resultaron ser las entrevistas. No critico a
Pinochet ni a Castro, ellos estaban dentro de su papel y, sordos como son ante
las opiniones de los otros, repitieron las suyas hasta el hartazgo. A quienes
critico es a Ramonet y a la señora Oyarzún, porque ellos, a diferencia de sus entrevistados,
no cumplieron su papel.
En una entrevista, la confrontación (cuando
está documentada y se plantea respetuosamente),
agrega valor al encuentro. Las entrevistas de Oriana Fallaci al general
argentino Leopoldo Galtieri o al dictador libio Muammar Gaddafi se pueden
considerar ya documentos históricos. Ambos, como buenos tiranos, no aguantaron
mucho. La entrevista a Galtieri cabe en dos páginas y la de Gaddafi en una. La
entrevista de Oyarzún con Pinochet, es de 265 páginas, y la de Ramonet con
Castro es de 644 páginas. ¡Así de cómodos estaban!
Ante la extensión de la entrevista con
Fidel, alguien podría argumentar que el dictador cubano no sabe callar pero,
curiosamente, Castro nunca le concedió una entrevista a Mike Wallace, pese a
que el célebre entrevistador se la solicitó durante años. A Wallace le
llamaba la atención que Fidel Castro fuera más cobarde que el Sha de Irán, el
Ayatollah Khomeini o el General Somoza, quienes sí se atrevieron a sentársele al
frente, aunque fuera solo por unos instantes. Vale la pena mencionar una anécdota divertida.
Cuando Alfredo Stroessner cumplió treinta años como dictador de Paraguay, le
concedió una entrevista a Wallace, según él, para que su aniversario tuviera
cobertura internacional. El resultado fue que el dictador acabó prohibiendo la
transmisión del canal ABC para que nadie en su país pudiera verlo acongojado y
sufriendo.
Un entrevistador no debe ser complaciente
con el entrevistado, sino responsable ante su audiencia. Debe preguntar lo que
el público le preguntaría a ese personaje si tuviera la oportunidad de hablar
con él.
Volviendo a los libros de Pinochet y
Castro, he revisado, por puro masoquismo, las partes que subrayé en el margen.
No merece la pena citarlas. La adulación llega a extremos repulsivos. Hay
ocasiones en que ambos periodistas, llegan al punto de ampliar lo que declara
el tirano de sus amores. La admiración que profesan por su respectivo héroe es
tan desbordada, que le dedican gran
espacio y atención a los detalles más intrascendentes.
No me duele haber comprado los libros, ni
haberlos leído. Lo que me duele es ver cómo dos periodistas que tuvieron la
oportunidad de hacer algo memorable, la desaprovecharon.
INSC: 2489
INSC: 2494
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